Empecé a sentirme mal. Vivíamos de lo que ganaba él pues yo le había prohibido terminantemente a mi madre enviarme dinero. No quería ese dinero. Busqué trabajo en Barcelona y al final terminé dando clases particulares de hebreo. Catalanes extrañísimos que estudiaban la Cábala o la Torá, de donde sacaban conclusiones heterodoxas y que a mí, cuando me las explicaban tomando un café en un bar o una taza de té en sus casas, la lección ya concluida, sólo contribuían a ponerme los pelos de punta. Por la noche hablaba con Arturo de mis alumnos. Una vez Arturo me contó que Ulises Lima tenía una versión particular sobre una de las parábolas de Jesús, basada en no sé qué errata o malinterpretación del hebreo, pero no supo explicarlo bien o yo lo he olvidado o más probablemente cuando me lo contó no le presté demasiada atención. Por aquella época la amistad entre Arturo y Ulises yo creo que ya se había apagado. A Ulises lo vi tres veces en México y la última, cuando le dije que volvía a Barcelona para vivir con Arturo, me dijo que no lo hiciera, que si yo me marchaba me iba a echar mucho de menos. Al principio no entendí qué quería decirme, pero luego comprendí que se había enamorado de mí o algo así y me dio un ataque de risa, delante de él, ¡pero si Arturo es tu amigo!, le dije, y luego me puse a llorar y cuando levanté la cara y vi a Ulises me di cuenta que él también estaba llorando, no, llorando no, me di cuenta que él hacía esfuerzos por llorar, que se estaba forzando las lágrimas y que algunas ya habían asomado a sus ojos. Qué voy a hacer, yo solo, dijo. Toda la escena tenía algo de irreal. Cuando se lo conté a Arturo, se rió y dijo que no se lo podía creer y luego trató a su amigo de hijo de la chingada. No volvimos a hablar del tema, pero en esa segunda estancia en Barcelona a veces me acordaba de Ulises y de sus lágrimas y de lo solo que según él se iba a quedar en México.
Una noche hice mole rojo y Arturo y yo comimos con las ventanas abiertas porque hacía mucho calor, seguramente era pleno verano, y de pronto, de la calle, llegó un ruido enorme, como si toda la ciudad hubiera salido a protestar por algo, aunque la verdad es que no protestaban por nada, sólo celebraban una victoria del equipo de fútbol. Yo había puesto la mesa y me había esmerado con el mole, pero el ruido de la calle era tan grande que no podíamos ni siquiera escuchar lo que decíamos, por lo que nos vimos obligados a cerrar la ventana. Hacía calor y el pollo con mole rojo me quedó muy picante. Arturo sudaba, yo sudaba, de pronto todo se rompió otra vez y me puse a llorar. Lo extraño fue que cuando Arturo intentó abrazarme una oleada de rabia me aplastó y comencé a insultarlo. Me hubiera gustado golpearlo, pero en lugar de eso de pronto me sorprendí golpeándome a mí misma. Decía: yo, yo, yo y con el pulgar me golpeaba el pecho hasta que Arturo me sujetó la mano. Más tarde me dijo que había temido que me rompiera el dedo o me hiciera daño en el pecho o ambas cosas a la vez. Al final me calmé y salimos a la calle, necesitaba aire para respirar, pero esa noche había millones de personas en las calles, las Ramblas estaban tomadas, en algunas esquinas vimos grandes contenedores de basura tapando el paso y en otras unos muchachos se afanaban tratando de volcar coches. Vimos banderas. Gente que se reía a gritos y que me miraban con extrañeza porque yo caminaba muy seria, abriéndome paso a codazos, buscando el aire que ansiaba, el aire que me hacía falta y que desaparecía como si toda Barcelona se hubiera transformado en un gigantesco incendio, un incendio oscuro lleno de sombras y de gritos y de canciones futbolísticas. Después oímos el ulular de las sirenas de policía. Más gritos. Ruidos de vidrios que se rompían. Empezamos a correr. Creo que ahí se acabó todo entre Arturo y yo. Por las noches solíamos escribir. Él estaba escribiendo una novela y yo mi diario y poesía y un guión de cine. Escribíamos frente a frente y nos bebíamos varias tazas de té. No escribíamos para publicar sino para conocernos a nosotros mismos o para ver hasta dónde éramos capaces de llegar. Y cuando no escribíamos hablábamos sin parar, de su vida y de mi vida, sobre todo de la mía, aunque a veces Arturo me contaba historias de amigos que habían muerto en las guerrillas de Latinoamérica, a algunos yo los conocía de nombre, algunos habían estado de paso en México cuando yo militaba con los trotskistas, pero a la mayoría era la primera vez que los oía mencionar. Y seguíamos haciendo el amor, aunque yo cada noche me alejaba un poco más, involuntariamente, sin proponérmelo, sin saber hacia dónde me estaba yendo. Más o menos lo mismo que ya me había sucedido con Abraham, sólo que ahora era un poco peor, ahora no tenía nada.
Una noche, mientras Arturo me hacía el amor, se lo dije. Le dije que creía que estaba volviéndome loca, que los síntomas se repetían. Estuve hablando durante mucho rato. Su respuesta me sorprendió (fue la última vez que él me sorprendió), dijo que si yo enloquecía él también enloquecería, que no le importaba volverse loco a mi lado. ¿Te gusta jugar con el diablo?, le dije. No es con el diablo con el que estoy jugando, dijo él. Busqué sus ojos en la oscuridad y le pregunté si hablaba en serio. Claro que hablo en serio, me dijo y pegó su cuerpo al mío. Esa noche mi sueño fue plácido. A la mañana siguiente sabía que tenía que dejarlo, cuanto antes mejor, y al mediodía llamé a mi madre desde la Telefónica. Por aquellos años ni Arturo ni sus amigos pagaban las llamadas internacionales que solían hacer. Nunca supe qué método utilizaban, sólo supe que era más de uno y que la estafa a Telefónica seguramente fue de miles de millones de pesetas. Llegaban a un teléfono y metían un par de cables y ya estaba, tenían línea, los argentinos eran los mejores, sin ninguna duda, y luego venían los chilenos, nunca conocí a un mexicano que supiera cómo trampear un teléfono, esto tal vez se debe a que nosotros no estamos preparados para el mundo moderno o tal vez a que los pocos mexicanos que por entonces vivían en Barcelona tenían el dinero suficiente como para no necesitar infringir la ley. Los teléfonos tocados eran fácilmente distinguibles por las colas que, sobre todo en las noches, se formaban alrededor de ellos. En esas colas se juntaba lo mejor y lo peor de Latinoamérica, los antiguos militantes y los violadores, los ex presos políticos y los despiadados comerciantes de bisutería. Cuando yo veía esas colas, al volver del cine, en la cabina que había en la plaza Ramalleras, por ejemplo, me ponía a temblar, me quedaba helada y un frío metálico como una barra de seguridad me recorría el cuerpo desde la nuca hasta los talones. Adolescentes, mujeres jóvenes con niños de pecho, señoras y señores ya mayores, ¿en qué pensaban, allí, a las doce de la noche o a la una de la mañana, mientras esperaban a que un desconocido terminara de hablar, y cuyo parlamento no podían oír pero sí adivinar, porque el que llamaba solía gesticular o llorar o permanecer largo rato en silencio, sólo afirmando o negando con la cabeza, qué esperaba aquella gente de la cola, que les tocara pronto su turno, que no apareciera la policía? ¿Sólo eso? En cualquier caso, también de aquello me alejé. Llamé a mi madre y le pedí dinero.
Una tarde le dije a Arturo que me marchaba, que ya no podíamos seguir viviendo juntos. Él me preguntó por qué. Le dije que ya no lo soportaba. ¿Qué te he hecho?, dijo. Nada, soy yo la que me estoy haciendo cosas terribles, dije. Necesito estar sola. Al final terminamos gritándonos. Me trasladé a casa de Daniel. A veces Arturo me iba a ver y conversábamos, pero cada día que pasaba el verlo me resultaba más doloroso. Cuando mi madre me envió el dinero cogí el avión para Roma y me fui. Llegados a este punto tal vez debería hablar de mi gatita. Antes de vivir juntos una amiga de Arturo o una ex amante, en un cambio de residencia inesperado, le dejó los seis gatitos que había parido su gata. Le dejó los gatitos y se fue con su gata. Durante un tiempo, mientras los gatitos aún eran demasiado pequeños, Arturo vivió con ellos. Luego, cuando comprendió que su amiga o su ex amante no iba a volver más, comenzó a buscarles dueños. La mayoría se los quedaron sus amigos, salvo una gatita gris que nadie quería y que me la quedé yo para disgusto de Abraham, que temía que la gatita le arañara las telas. Le puse Zía, en recuerdo de otra gatita que vi una tarde en Roma. Cuando me marché a México, Zía se vino conmigo. Cuando volví a Barcelona a casa de Arturo, Zía me acompañó. Creo que le encantaba viajar en avión. Cuando me fui a vivir temporalmente a casa de Daniel Grossman, naturalmente me llevé a Zía. Y cuando cogí el avión con destino a Roma, en una bolsa de paja, en mi regazo, estaba la gata, que por fin iba a conocer Roma, la ciudad de la que al menos onomásticamente era originaria.
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