Javier Marías - Mañana en la batalla piensa en mí

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Mañana en la batalla piensa en mí: краткое содержание, описание и аннотация

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Como sucede en las últimas novelas de Javier Marías, la primera frase ya dice mucho, quizá demasiado: `Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda`.
Esto es lo que le ocurre al narrador de su nueva y extraordinaria novela. Víctor Francés es guionista de televisión y `negro` o `escritor fantasma`, encargado de redactar los discursos de los hombres importantes e ignorantes. Divorciado recientemente, es invitado a cenar a su casa por Márta Téllez, mujer casada cuyo marido está de viaje en Londres y madre de un niño de casi dos años. Tras la cena galante, el hombre y la mujer pasan al dormitorio, donde, `aún medio vestidos y medio desvestidos`, Marta Téllez empieza a sentirse mal hasta que agoniza y muere en una escena sobrecogedora. Esa infidelidad no consumada se convierte así en una especie de `encantamiento`, con problemas bien reales e inmediatos: qué hacer con el cadáver, avisar o no avisar, qué hacer respecto al marido, qué hacer con el niño dormido, qué diferencia hay entre la vida y la muerte. Víctor Francés tomará pronto sus decisiones, o más bien no las tomará y se irá dejando llevar por sus pasos, inofensivos unas veces y otras envenenados. Conocerá a la familia de su muerta, al padre, Téllez, viejo académico y cortesano, al marido, Deán, con su capacidad de comprensión y de inclemencia infinitas, a la hermana menor, Luisa, a quien seguirá sin propósito. Y se irá poniendo en situación de contar su secreto a quienes no debe. En un Madrid invernal y nocturno, dominado por la niebla o por las tormentas como una isla sitiada, el narrador se convertirá en una sombra que no quiere ni busca nada y, sin embargo, va encontrando: al Unico, para quien deberá escribir un discurso, en una hilarante escena palaciega, a su amigo Ruibérriz de Torres, aficionado al hipódromo y que lleva pintada en la cara su esencia de sinvergüenza, a la puta Victoria de otra larga noche de su pasado en la que confundió su rostro con otro nombre. Y entretanto una maldición va resonando: `Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: desespera y muere`.
Una vez más, la escritura asombrosa de Javier Marías sume al lector en un hechizo del que no querrá salir. Con aún mayor fuerza que en sus anteriores éxitos, Todas las almas y Corazón tan blanco, el autor logra una intensa narración sobre algunos asuntos que nos atañen a todos: sobre el ocultamiento, sobre los hechos y las intenciones, sobre el actuar sin saber, sobre la voluntad que casi nunca se cumple, sobre la negación de las personas que una vez quisimos, sobre el olvido que hace de todo `viaje hacia su difuminación lentamente`, sobre la indecisión, sobre la despedida y finalmente sobre el engaño, que quizá `es nuestra condición natural, y en realidad no debería dolernos tanto`.

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– Entonces no sabes a quién le habla, si a Deán o a Marta.

– No puedo saberlo.

– Ahora vengo yo, este soy yo -me apresuré a anunciar antes de que diera comienzo aquel mensaje o recado que me avergonzaba, también incompleto: '… si te va bien podemos quedar el lunes o el martes. Si no, habría ya que dejarlo para la otra semana, desde el miércoles estoy copado.' Cómo podía haber dicho 'estoy copado' igual que un farsante, volví a pensar con descontento, todo cortejo resulta ruin si se lo ve desde fuera o se lo recuerda, yo ahora lo veía desde fuera y lo recordaba, y lo que es peor, quizá estaba cortejando de nuevo, por lo que mis palabras y mi actitud de ahora no podía verlas desde fuera ni desde dentro ni recordarlas, a veces medimos cada vocablo según nuestras intenciones desconocidas. 'Cuánto tiempo ha pasado.' No detuve la cinta, Luisa dejó pasar mi voz deferente sin comentarios, y luego vino otra vez el zumbido eléctrico: 'Eduardo, hola, soy yo. Oye, que no me esperéis para empezar a cenar', hasta que pidió que le dejaran un poco de jamón y se despidió toscamente: 'Vale pues, hasta luego', dijo.

– Ese es también Vicente Mena -dijo Luisa-, salen a menudo los cuatro, o con más gente. Y volvió a emplear el presente de indicativo que desde hacía más de un mes era impropio. Paré la grabación y le dije:

– Queda uno más. Escucha.

Y entonces salió ese llanto estridente y continuo e indisimulable que está reñido con la palabra y aun con el pensamiento porque los impide o excluye más que sustituirlos -los traba-, la voz aflictiva que sólo acertaba a hacer inteligible esto: '… por favor… por favor… por favor…', y lo decía no tanto como imploración verdadera que confía en causar un efecto cuanto como conjuro, como palabras rituales y supersticiosas sin significado que salvan o hacen desaparecer la amenaza, un llanto impúdico y casi maligno, no tan distinto de aquel otro más sobrio de la mujer fantasma que maldecía con sus pálidos labios como si estuviera leyendo en voz baja y por cuyas mejillas corrían lágrimas: 'Esa desdichada Ana, tu mujer, que nunca durmió una hora tranquila contigo, llena ahora tu sueño de perturbaciones'. Y fue sólo al oírlo entonces por enésima vez pero por primera vez con alguien al lado que también lo oía cuando se me ocurrió que esa voz de niño o de mujer infantilizada podía ser la de la propia Marta, quién sabe, quizá había llamado a Deán hacía tiempo siendo ella la que estaba de viaje y le había suplicado en su ausencia -o tal vez él estaba en la casa junto al teléfono oyéndola llorar y sin descolgarlo-, le había dejado en el contestador su ruego en medio del llanto, o incorporado al llanto como si fuera tan sólo una más de sus tonalidades, le había grabado su pena que ahora escuchaban su hermana y un desconocido -quizá el marido inconstante y brumoso que aún no había llegado para esa hermana-, como Celia me dejó a mí una vez tres mensajes seguidos y al final del último no podía articular ni alentar apenas. Y no me atreví a devolvérselo entonces, era mejor que no hubiera nada.

– ¿Quién es? ¿Quién es esa? -me preguntó Luisa asustada. Era una pregunta absurda, producto del desconcierto y la desolación contagiada, yo no podía saberlo aunque fuera el dueño momentáneo y accidental de la cinta (ladrón o depositario), y la hubiera escuchado tantas veces.

– Yo no puedo saberlo -contesté-, pensé que quizá tú supieras. ¿A quién implorará esa mujer, a Deán o a Marta? -Y volví a expresar mi duda.

– No lo sé. A él, seguro. A él, espero -dijo Luisa. Estaba turbada, más incluso que al oír el primer mensaje de Vicente Mena con su revelación grosera. Se frotaba la sien con más fuerza, era un gesto para aparentar la calma que no tenía, o para controlarse. Recapacitó y añadió-: Pero lo pienso sólo porque es una voz de mujer la que implora. En realidad no sé nada.

Dudé si mencionar lo que acababa de ocurrírseme en aquel instante, y antes de decidirme a hacerlo ya lo había hecho, antes de saber si era conveniente o si quería meterle en la cabeza a Luisa el modo de pensar que para mí ya es costumbre, el modo del encantamiento que es un latido incesante en el pensamiento (el tiempo no nos espera):

– ¿No puede ser Marta?

– ¿Marta? -Luisa se sobresaltó, para los que vivimos solos no es fácil pensar en nosotros mismos llamando a nuestro teléfono ni en los otros llamando al suyo. Pero yo no siempre he vivido solo.

– Sí, ¿no puede ser la voz de Marta? Para Deán el mensaje o mejor dicho la llamada, la verdad es que no deja ningún mensaje.

– Ponlo otra vez, por favor -me dijo. Ahora se sentó mejor en mi sillón, ya no en el borde, ya no parecía tener tanta impaciencia ni querer marcharse inmediatamente, en sus ojos pintada la noche oscura, muy abiertos, era raro ver mi sillón ocupado por otra persona, una mujer, era grato. Hice retroceder la grabación y volvimos a oírlo, la voz suplicante y llorosa salía tan deformada que era imposible saber de quién era si era de alguien que conociéramos, yo o ella o ambos (sólo habíamos tenido en común a Marta y también al niño, ahora a Deán y a Téllez), yo no habría reconocido la mía propia tan desesperada-. No lo sé, podría ser ella, no lo creo, también podría ser cualquiera, podría ser la mujer de antes, la que dijo 'Decide tú'.

– ¿Qué vida lleva Deán, sabes algo? -pregunté, y la verdad es que preguntaba más por secundar las interrogaciones que Luisa se estaría haciendo que por curiosidad mía. Nunca la tuve, nunca quise saber más de Marta, estaba muerta y la curiosidad no afecta a los muertos, no se vierte hacia ellos pese a tantas películas y novelas y biografías que justamente indagan eso, las vidas de los que ya no viven, sólo es un pasatiempo, con los muertos no hay más trato y nada puede hacerse al respecto. Tampoco quería saber más de Deán (quizá sí más de Luisa, pero eso era bien posible y no presentaría ahora dificultades). En el fondo sabía que una vez averiguado lo que hubiera que averiguar (si algo había), tampoco podría reanudar sin más mis días y mis actividades, como si el vínculo establecido entre Marta Téllez y yo no fuera a romperse nunca, o fuera a tardar en hacerlo demasiado tiempo, todavía demasiado tiempo y yo quizá para siempre haunted. O tal vez sólo quería contar lo que ya había contado una vez, esa noche a Luisa durante la cena, contar una historia como pago de una deuda, aunque sea simbólica o no exigida ni reclamada por nadie, nadie puede exigir lo que no sabe que existe y a quien no conoce, lo que ignora que ha sucedido o está sucediendo y por tanto no puede exigir que se revele o que cese. Hacía tan sólo unas horas Luisa Téllez no sabía de mi existencia. Es el que cuenta quien decide hacerlo y aun imponerlo y quien se descubre o delata y decide cuándo, suele ser cuando ya es demasiado grande la fatiga que traen el silencio y la sombra, es lo único que impele a veces a contar los hechos sin que nadie lo pida ni lo espere nadie, nada tiene que ver con la culpa ni la mala conciencia ni el arrepentimiento, nadie hace nada creyéndose miserable en el momento de hacerlo si siente la necesidad de hacerlo, sólo luego vienen el malestar y el miedo y no vienen mucho, es más malestar o miedo que arrepentimiento, o es más cansancio.

Luisa cruzó las piernas, sus zapatos seguían perfectos como si no hubieran caminado sobre el suelo mojado durante mucho rato.

– ¿Me darías una copa ahora? -dijo- Tengo un poco de sed. -Ya no tenía tanta prisa, ya no estaba tan incómoda en mi casa, los dos estábamos unidos por lo que escuchábamos, una cinta que contenía su voz y la mía entre muchas otras que no entendíamos del todo. También nos aproximaba nuestra fatiga y el haber contado, habernos relatado algo el uno al otro como en un intercambio, cosas que se completaban inútilmente, ella el después y yo el antes de algo que no tenía remedio ni tal vez nos interesaba mucho: en todo caso era pasado, había sucedido pero no sucedía, podía revelarse pero ya había cesado. Yo me levanté y fui al office a prepararle un whisky, ella se levantó también y me acompañó hasta allí, se quedo apoyada en el quicio familiarmente, viendo cómo yo sacaba la botella y hielo y un vaso y agua. Así siguen hablando a veces los matrimonios, un cónyuge sigue los pasos del otro a través de la casa mientras éste pone orden o prepara la cena o plancha o recoge, es un territorio común en el que las citas no se conciertan, no hace falta sentarse para hablar o decirse o contarse cosas sino que la actividad continúa en medio de las palabras o de las cuentas pedidas y las cuentas zanjadas, lo sé porque no siempre he vivido solo-. Bueno, ya te he dicho que no les iba bien desde hacía algún tiempo -respondió Luisa así apoyada en el quicio-. Supongo que él tendría algunas realidades, los hombres no aguantan las fantasías solas mucho tiempo. Pero no sé nada concreto, la verdad es que tampoco tengo constancia de nada.

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