En el fondo sabía que era normal sentirse así, tampoco es que pensara que estaba perdiendo la cabeza. Sabía que la gente decía que un día volvería a ser feliz y que aquella sensación sólo sería un recuerdo lejano. Sin embargo, alcanzar ese día era la parte difícil.
Leyó y releyó la primera carta de Gerry una y otra vez, analizando cada palabra y cada frase, y cada día hallaba un nuevo significado. Pero no podía quedarse sentada allí hasta el día del juicio final, intentando leer entre líneas para adivinar el mensaje oculto. La verdad era que en realidad nunca sabría exactamente qué había querido decirle puesto que jamás volvería a hablar con él. Aquella conclusión era sin duda la más dolorosa y difícil de aceptar, y la estaba matando.
Mayo había quedado atrás y junio había traído consigo largos atardeceres luminosos y las hermosas mañanas que los acompañaban. Los radiantes días soleados del nuevo mes le brindaron la claridad. Se acabó el encerrarse en casa en cuanto oscurecía y el quedarse en la cama hasta la tarde. Irlanda parecía haber despertado súbitamente del letargo invernal, desperezándose y bostezando para volver a la vida. Era hora de abrir las ventanas y airear la casa, de librarla de los fantasmas del invierno y los días oscuros, era hora de levantarse temprano con los trinos de los pájaros y salir a pasear y mirar a la gente a los ojos, sonreír y saludar en vez de esconderse bajo varias capas de ropa, la mirada clavada en el suelo mientras corría de un lado a otro haciendo caso omiso del mundo. Era hora, en fin, de abandonar la oscuridad y levantar la cabeza bien alta para enfrentarse cara a cara con la verdad.
junio también trajo otra carta de Gerry.
Holly se había sentado fuera para disfrutar del sol, deleitándose en aquella renovada alegría de vivir. Nerviosa y entusiasmada al mismo tiempo, leyó la cuarta carta. Se embelesó con el tacto de la tarjeta y de los contornos de la caligrafía de Gerry cuando acarició la tinta seca con la yema de los dedos. Dentro, su pulcra caligrafía presentaba un listado de artículos que le pertenecían y que seguían en la casa y, al lado de cada una de sus posesiones, explicaba qué quería que Holly hiciera con ellas y dónde deseaba que las hiciera llegar. Al final ponía:
Posdata: te amo, Holly, y sé que tú me amas. No necesitas mis pertenencias para acordarte de mí, no necesitas conservarlas como prueba de que he existido o de que aún existo en tu mente. No necesitas ponerte un suéter mío para sentirme cerca de ti; ya estoy ahí… estrechándote siempre entre mis brazos.
A Holly le costó mucho aceptar aquello. Casi deseó que le hubiese pedido que volviera a cantar en un karaoke. Habría saltado desde un avión por él, o corrido dos mil kilómetros, cualquier cosa excepto vaciar sus armarios y desprenderse de su presencia en la casa. Pero sabía que Gerry tenía razón. No podía aferrarse a sus pertenencias para siempre. No podía engañarse pensando que él regresaría para recogerlas. El Gerry de carne y hueso se había ido; no necesitaba su ropa.
La experiencia resultó agotadora desde el punto de vista emocional. Tardó días en concluirla. Revivió un millón de recuerdos con cada prenda de ropa y cada pedazo de papel que metió en bolsas. Sostenía cerca de ella cada artículo antes de decirle adiós. Cada vez que sus dedos se desprendían de un objeto era como si se despidiera de una parte de Gerry otra vez. Era difícil, muy difícil. A veces demasiado difícil.
Informó a su familia y sus amigos de lo que estaba haciendo y, aunque todos le ofrecieron ayuda y apoyo reiteradamente, Holly sabía que tenía que hacerlo sola. Necesitaba tomarse su tiempo para despedirse como era debido puesto que no volvería a ver ninguna de aquellas cosas. Al igual que el propio Gerry, sus pertenencias tampoco podrían regresar. Pese al deseo de Holly d eestar a solas, Jack se había presentado en su casa varias veces para brindarle su apoyo fraterno y ella lo había agradecido. Cada objeto tenía una historia, y conversaban y reían a propósito de los recuerdos que les suscitaba. Jack estaba a su lado cuando lloraba y también cuando daba una palmada para sacudirse el polvo de las manos. No era una tarea fácil, pero tenía que hacerse y la ayuda de Gerry la hacía más llevadera. Holly no debía preocuparse de tomar grandes decisiones, Gerry las había tomado por ella. Sí, la estaba ayudando y, por una vez, Holly sintió que ella también estaba ayudándolo a él.
Rió al meter en la bolsa las polvorientas casetes del que fue su grupo de rock favorito cuando iba al colegio. Al menos una vez al año Gerry encontraba la vieja caja de zapatos mientras se esforzaba por poner un poco de orden en el creciente caos de su armario. Entonces hacía sonar aquella música heavy metal a todo volumen en todos los altavoces de la casa, para torturar a Holly con los estridentes chirridos de las guitarras y la pésima calidad de la grabación. Ella siempre le decía que se moría de ganas de perder de vista aquellas cintas. Ahora, sin embargo, no la invadió el alivio que antaño había esperado sentir.
Sus ojos repararon en una prenda arrugada que había en un rincón del fondo del armario ropero: la camiseta de fútbol de Gerry, su amuleto. Aún estaba sucia de manchas de hierba y barro, tal como la dejó después de su último día victorioso en el campo. Se la llevó a la cara e inhaló profundamente; el olor a cerveza y sudor era débil, pero seguía allí. La apartó para lavarla y dársela a John.
Tantos objetos, tantos recuerdos. Todos iban siendo etiquetados y empaquetados, al tiempo que los archivaba en la mente. Los guardaría en un sitio al que pudiera apelar cuando necesitara enseñanzas y ayuda en la vida futura. Objetos que una vez estuvieron llenos de vida e importancia, pero que ahora yacían inertes en el suelo. Sin él sólo eran cosas.
El esmoquin que llevó Gerry en la boda, los trajes, las camisas y corbatas que cada mañana lamentaba tener que ponerse para ir a trabajar. Las modas de años pasados, trajes llamativos de los ochenta y un fardo de chándales; unas gafas de buceo de la primera vez que fueron a hacer submarinismo, una concha que recogió del fondo del mar diez años atrás, su colección de posavasos de cerveza de todos los pubs de todos los países que habían visitado; cartas y felicitaciones de cumpleaños de amigos y familiares recibidas a lo largo de los años; las tarjetas de San Valentín que le había enviado Holly; muñecos y peluches de la infancia apartados para enviárselos a sus padres; carpetas de facturas, sus palos de golf para John, libros para Sharon, recuerdos, lágrimas y risas para Holly.
La vida entera de Gerry metida en veinte bolsas de basura. Los recuerdos de ambos guardados en la mente de Holly.
Cada artículo desenterraba polvo, lágrimas, risas y recuerdos. Metió los artículos en bolsas, quitó el polvo, se enjugó los ojos y archivó los recuerdos.
El móvil de Holly comenzó a sonar. Dejó caer la canasta de la colada y entró corriendo en la cocina por la puerta del patio para contestar al teléfono. -¿Diga?
– ¡Voy a convertirte en una estrella! -exclamó Declan medio histérico al otro lado de la línea, antes de que le entrara una risa incontenible.
Holly aguardó a que se serenara mientras se estrujaba el cerebro intentando entender de qué estaba hablando.
– ¿Estás borracho, Decían?
– Puede que un poco pero eso es completamente irrelevante -dijo Declan, hipando.
– ¡Declan, son las diez de la mañana! -Rió y luego preguntó-: ¿Aún no te has acostado?
– ¡Nooo! -Volvió a hipar-. Estoy en el tren de vuelta a casa y me acostaré dentro de más o menos unas tres horas.
– ¡Tres horas! ¿Dónde estás? -Holly volvió a reír. Estaba disfrutando con aquella charla, ya que se acordaba de las ocasiones en las que ella solía llamar a Jack a cualquier hora de la mañana desde toda clase de sitios tras haberse portado mal una noche de juerga.
Читать дальше