Cecelia Ahern - Si pudieras verme ahora

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En la vida de Elizabeth Egan todo tiene su sitio, desde las tazas para café exprés en su reluciente cocina hasta los muestrario y los botes de pintura de su negocio de diseño de interior. El orden y la precisión le dan una sensación de control sobre la vida y mantienen el corazón de Elizabeth apartado del dolor que sufrió en el pasado. ejercer de madre de su sobrino de seis años al tiempo que saca adelante su empresa es un empleo a jornada completa, que deja poco margen al error y la diversión. Hasta que un día alguien muy singular aparece inesperadamente en sus vidas. El misterioso Ivan es despreocupado, espontáneo y amante de la aventura, todo lo contrario que Elizabeth. Reconoce a su verdadero amor antes de que ella le vea siquiera, y le enseña que la vida sólo merece la pena ser vivida cuando se nos presenta con todo su color y una pizca de desorden. Pero ¿quién es Ivan en realidad? Pícara y por momento profundamente conmovedora, esta novela nos permite recuperar toda la ternura y la emotividad características de la autora de Posdata: Te amo, novela que será llevada al cine con Hillary Swank como protagonista.

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– Tanto mejor. Esta experiencia le hará un bien inmenso. -Se apresuró a cambiar de tema-. ¿Por qué no has ido a trabajar hoy? Nuestro Señor dispuso que sólo descansáramos los domingos.

– Esa es la cuestión, precisamente. Hoy era un día sumamente importante para mí en el trab…

– Vaya, tu hermana ha regresado al mundo de los vivos y está fuera intentando liberar a las vacas. Di al pequeño Luke que venga el lunes con su amigo nuevo. Le mostraremos la granja.

Se oyó un chasquido y se cortó la comunicación. Hola y adiós no eran la especialidad de su padre; todavía creía que los teléfonos móviles eran una especie de tecnología futurista alienígena diseñada para confundir a la raza humana.

Elizabeth colgó el teléfono y regresó a la cocina. Luke estaba sentado solo a la mesa apretándose la barriga con ambas manos y riendo histéricamente. Elizabeth tomó asiento y continuó comiendo su ensalada. No era el tipo de persona a quien interesaba la gastronomía; sólo comía porque había que hacerlo. Las veladas basadas en una prolongada cena la aburrían y nunca tenía demasiado apetito, pues siempre andaba muy preocupada por algo o tan excitada que le resultaba imposible estarse sentada y comer. Echó un vistazo al plato que tenía justo delante y para su sorpresa vio que estaba vacío.

– ¿Luke?

Luke dejó de hablar consigo mismo y la miró.

– ¿Seee?

– Sí -corrigió Elizabeth-. ¿Qué ha pasado con el trozo de pizza que había en ese plato?

Luke miró el plato vacío, volvió a mirar a Elizabeth como si estuviera loca y engulló un bocado de su pizza.

– Se la ha comido Ivan.

– No hables con la boca llena -le reconvino Elizabeth.

Luke escupió el trozo de pizza en el plato.

– Se la ha comido Ivan -repitió, y se puso a reír histéricamente una vez más al ver en el plato la masa que había tenido en la boca.

A Elizabeth comenzó a dolerle la cabeza. ¿Qué mosca le había picado a su sobrino?

– ¿Y las aceitunas?

Percibiendo su enojo, Luke aguardó a tragarse el resto del bocado antes de hablar.

– También se las ha comido. Ya te he dicho que le encantan las aceitunas. El abuelo quería saber si podría cultivarlas en la granja -agregó Luke enseñando las encías al sonreír.

Elizabeth le devolvió la sonrisa. Su padre no sabría qué era una aceituna aunque ésta se le aproximara caminando y se presentara a sí misma. No sentía ninguna inclinación especial por los alimentos «novedosos»; lo más exótico que comía era arroz y en tales ocasiones se quejaba de que los granos eran demasiado pequeños y que mejor le iría dar cuenta de «una patata desmenuzada».

Elizabeth suspiró mientras tiraba los restos de comida de su plato a la basura, no sin antes haber revuelto los desperdicios para ver si Luke había tirado la pizza y las aceitunas. Ni rastro. Luke solía tener más bien poco apetito y se las veía y deseaba para terminarse un trozo grande de pizza, no digamos ya dos. Elizabeth supuso que la encontraría enmohecida al cabo de unas semanas, escondida en la parte trasera de algún armario. Pero si se la había comido toda él, seguro que se pasaría la noche vomitando y Elizabeth tendría que limpiar el desaguisado. Otra vez.

– Gracias, Elizabeth.

– No hay de qué, Luke.

– ¿Eh? -dijo Luke asomando la cabeza por la puerta de la cocina.

– Luke, te lo he repetido mil veces, se dice perdón, no eh.

– ¿Perdón?

– He dicho «no hay de qué».

– Pero si todavía no te he dado las gracias.

Elizabeth metió los platos en el lavavajillas y estiró la espalda. Se frotó la parte baja de su dolorida columna vertebral.

– Sí que lo has hecho. Has dicho «gracias, Elizabeth».

– No lo he hecho -insistió Luke torciendo el gesto.

Elizabeth no quería perder los estribos.

– Luke, ya basta de jueguecitos, ¿de acuerdo? Hemos tenido un almuerzo la mar de divertido, ahora mejor dejas de fingir. ¿Vale?

– No. Ha sido Ivan quien te ha dado las gracias -replicó Luke enojado.

Elizabeth sintió un escalofrío. Aquello no le estaba haciendo ninguna gracia. Cerró con un sonoro golpe la puerta del lavavajillas, demasiado disgustada hasta para contestar a su sobrino. ¿Por qué no podía ponérselo fácil, aunque sólo fuese por una vez?

Elizabeth pasó presurosa junto a Ivan con una taza de expreso en la mano y el olor a perfume y café llenó la nariz del chico. Se sentó a la mesa de la cocina con los hombros caídos y apoyó la cabeza en las manos.

– ¡Ven ya, Ivan! -llamó Luke desde el cuarto de jugar-. ¡Esta vez te dejaré ser La Roca!

Elizabeth gimió quedamente para sus adentros.

Pero Ivan no se podía mover. Sus zapatillas Converse azules estaban pegadas al mármol del suelo de la cocina.

Elizabeth le había oído decir gracias. Lo sabía.

Ivan fue paseando lentamente ante ella para ver si advertía algún indicio de reacción ante su presencia. Chascó los dedos junto a la oreja de Elizabeth, dio un paso atrás y la observó. Nada. Dio palmas y pateó el suelo. El ruido resonaba muy alto en la gran cocina, pero Elizabeth siguió sentada en la mesa con la cabeza apoyada en las manos. Ninguna reacción.

Pero ella había dicho «no hay de qué». Después de todos sus esfuerzos por hacer ruido a su alrededor, Ivan se quedó confundido al ver cuánto le desilusionaba que no notara su presencia. Al fin y al cabo, ella era un «padre» y ¿a quién le importaba lo que pensaran los padres? Se plantó detrás de ella y le miró la coronilla preguntándose qué ruido podría hacer a continuación. Suspiró profundamente y soltó un bufido al exhalar el aire.

De repente Elizabeth se irguió en la silla, se estremeció y se subió más la cremallera del chándal.

Y entonces Ivan supo que ella había sentido su aliento.

Capítulo 4

Elizabeth se arrebujó en la bata y se abrochó el cinturón. Se acurrucó en el inmenso sillón de la sala de estar doblando las largas piernas debajo del cuerpo. Se había hecho la toga con una toalla que formaba una torre en lo alto de su cabeza; su piel desprendía un aroma afrutado después del baño de espuma con esencia de maracuyá. Sostenía con ambas manos una taza de café recién hecho con la nube de crema de leche de rigor y miraba la televisión. Estaba viendo en sentido literal cómo se secaba una capa de pintura. Emitían su programa favorito de reformas y le encantaba ver cómo se podían remozar las habitaciones más decadentes convirtiéndolas en hogares sofisticados y elegantes.

Desde que era niña le había encantado mejorar el aspecto de cuanto tenía a su alcance. Mientras aguardaba el regreso de su madre mataba el rato decorando la mesa de la cocina con margaritas, espolvoreando el felpudo de la entrada con purpurina cuyo rastro adornaba las deslucidas baldosas de la casa, guarneciendo los marcos de las fotos con flores frescas y perfumando la ropa de cama con pétalos. Suponía que aquella necesidad de arreglar las cosas era innata, pues siempre deseaba algo mejor que lo que tenía, no concediéndose nunca una tregua ni dándose por satisfecha.

También suponía que era su manera, ingenuamente infantil, de intentar convencer a su madre para que se quedara. Recordó haber pensado que quizá cuanto más bonita se viera la casa, más tiempo permanecería su madre en ella. Pero las margaritas de la mesa eran admiradas durante menos de cinco minutos, la purpurina del felpudo enseguida quedaba pisoteada, las flores de los marcos de las fotos no sobrevivían sin agua y los pétalos de la cama se dispersaban y flotaban hasta el suelo durante el irregular sueño de su madre. En cuanto se marchitaban, Elizabeth se ponía a pensar de inmediato en algo que realmente captara y retuviera la atención de su madre, algo que la atrajera durante más de cinco minutos, algo que le gustara tanto que no pudiera separarse de ello. Elizabeth nunca se planteó que, siendo hija de su madre, ese algo debería ser ella misma.

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