Elizabeth miró de reojo a Luke. Iba sentado junto a ella con el cinturón de seguridad abrochado y sacaba el brazo por la ventanilla mientras tarareaba la misma canción que había estado cantando todo el fin de semana. Parecía contento. Esperó que no siguiera representando aquella comedia, al menos mientras estuviera en casa de su abuelo.
Vio a su padre aguardando junto a la verja. Una visión conocida. Una acción conocida. Aguardar era su fuerte. Llevaba los mismos pantalones de pana marrón que Elizabeth habría jurado que gastaba cuando ella era niña. Los llevaba metidos en las embarradas botas de goma verdes que solía ponerse en la casa. El suéter gris de algodón, bordado con un descolorido diseño de rombos verdes y azules, tenía un agujero en el centro por donde asomaba el polo verde de debajo. Completaban su atuendo una gorra de tweed encasquetada, y en la mano derecha empuñaba un bastón de endrino por si perdía el equilibrio. Una barba cana de tres días le decoraba el rostro y el mentón. Tenía las cejas muy pobladas y cuando fruncía el ceño parecían taparle por completo los ojos grises. La nariz de anchas ventanillas llenas de pelos grises resaltaba en su semblante. Profundas arrugas le surcaban la cara, tenía las manos grandes como palas, los hombros anchos como el Valle de Dunloe. Hacía que la casa que tenía detrás pareciera pequeña.
Luke dejó de tararear en cuanto vio a su abuelo y volvió a meter el brazo en el coche. Elizabeth frenó, apagó el motor y se apeó. Tenía un plan. En cuanto Luke bajó del coche cerró la puerta y echó el seguro sin darle tiempo a apartar el respaldo del asiento para que saliera Ivan. Luke volvió a arrugar el rostro mientras miraba alternativamente a Elizabeth y el coche.
La verja de la casa chirrió.
A Elizabeth se le hizo un nudo en el estómago.
– Buenos días -dijo una voz grave y resonante. No fue un saludo. Fue una aseveración.
Con el labio inferior tembloroso Luke pegó la cara y las manos al cristal del asiento trasero del coche. Elizabeth esperó que no cogiera un berrinche.
– ¿No vas a darle los buenos días al abuelo, Luke? -preguntó Elizabeth con severidad, plenamente consciente de que ella aún no lo había saludado.
– Hola, abuelo -dijo Luke con voz entrecortada sin despegar la cara del cristal.
Elizabeth consideró la posibilidad de abrirle la puerta del coche tan sólo para evitar una escena, pero se lo pensó mejor. Era preciso que Luke superara aquella etapa.
– ¿Dónde está el otro? -atronó el vozarrón de Brendan.
– ¿El otro qué?
Elizabeth tomó a Luke de la mano e intentó separarlo del coche. Los ojos azules de Luke se fijaron suplicantes en los suyos. A ella se le encogió el corazón. Luke sabía muy bien que no debía provocar una escena.
– El chaval que entiende de verduras extranjeras.
– Ivan -dijo Luke tristemente con los ojos arrasados en lágrimas.
Elizabeth intervino enseguida.
– Ivan no ha podido venir hoy, ¿verdad, Luke? Tal vez otro día -terció con premura, y antes de que se complicaran las cosas agregó-: Bueno, mejor será que me vaya a trabajar si no quiero llegar tarde. Luke, pasa un buen día con el abuelo, ¿vale?
Luke la miró con aire vacilante y asintió.
Elizabeth se odió a sí misma, pero le constaba que hacía bien poniendo freno a aquel ridículo comportamiento.
– Pues vete ya -espetó Brendan señalándola con el bastón de endrino como si la ahuyentara, y se volvió hacia la casa. Lo último que oyó Elizabeth antes de cerrar el coche con un portazo fue el chirrido de la verja. En el camino tuvo que dar marcha atrás dos veces para dejar pasar a otros tantos tractores. Por el espejo retrovisor veía a Luke y a su padre, tan distintos de estatura, en el jardín delantero. No lograba marcharse de la casa suficientemente deprisa; daba la impresión de que el flujo del tráfico se empeñara en empujarla de regreso como si de una marea se tratara.
Elizabeth recordó el momento de sus dieciocho años en que le sentó de maravilla liberarse de aquella visión. Por primera vez en su vida se iba de la casa cargada de equipaje y con la intención de no regresar hasta Navidad. Se marchaba a la Universidad de Cork después de haber ganado la batalla contra su padre, aunque a costa de haber perdido todo el respeto que éste hubiese sentido por ella alguna vez. En lugar de compartir el entusiasmo de su hija se había negado a despedirse de ella en su gran día. La única figura que Elizabeth vio aquella radiante mañana de agosto al alejarse fue la de Saoirse a sus seis años, de pie ante la casa, con dos desaliñadas coletas pelirrojas y una sonrisa de oreja a oreja que revelaba los dientes que le faltaban, diciéndole adiós con la mano frenéticamente, henchida de orgullo por su hermana mayor.
En lugar del alivio y la excitación que siempre había soñado sentir cuando el taxi por fin se la llevara de su casa rompiendo el cordón umbilical que la amarraba allí, sintió pavor y preocupación. No por lo que la aguardaba delante, sino por lo que estaba dejando atrás.
No le correspondía ejercer de madre de Saoirse para siempre, era una muchacha que tenía que ser libre, que tenía que encontrar su propio lugar en el mundo. Su padre debía asumir la paternidad que le correspondía, cargo que había desestimado años atrás y que se negaba a admitir. Ahora Elizabeth sólo esperaba que al estar los dos solos Brendan reconociera sus deberes y diera a la chiquilla todo el amor que le quedara.
Pero ¿y si no lo hacía? Siguió observando a su hermana por la ventanilla trasera sintiéndose como si no fuera a verla nunca más, y le dijo adiós con la mano tan deprisa y frenéticamente como pudo mientras los ojos se le llenaban de lágrimas por la pequeña vida y el puñado de energía que estaba abandonando. Las coletas pelirrojas alborotadas seguían siendo visibles a más de un kilómetro, de modo que ambas siguieron diciéndose adiós con la mano. ¿Qué haría su hermanita cuando la diversión de despedirla terminase y cayera en la cuenta de que estaba a solas con el hombre que nunca hablaba, nunca ayudaba y nunca daba muestras de amor? Faltó poco para que Elizabeth pidiera al conductor que detuviera el coche allí mismo, pero enseguida se dijo que debía seguir adelante. Tenía que vivir.
«Algún día harás lo mismo que yo, pequeña Saoirse -decían sus ojos a la diminuta figura mientras se alejaba de allí-. Prométeme que harás lo mismo, que te marcharás de aquí.»
Con los ojos llenos de lágrimas Elizabeth miraba cómo la casa se iba haciendo pequeña en el retrovisor hasta que por último desapareció al llegar al final del tramo recto de la carretera. Acto seguido se le relajaron los hombros y se dio cuenta de que había contenido la respiración todo el rato.
– Bueno, Ivan -dijo mirando por el retrovisor el asiento trasero vacío-, supongo que te vienes conmigo al trabajo.
Entonces hizo algo muy extraño.
Rió tontamente como un niño.
Baile na gCroíthe se estaba despertando cuando Elizabeth enfiló el puente de piedra gris que le servía de puerta. Dos inmensos autocares llenos de turistas avanzaban muy despacio intentando cruzarse en la estrecha calle sin rozarse. Dentro, Elizabeth vio caras aplastadas contra las ventanillas, gente soltando exclamaciones, sonriendo y señalando, cámaras levantadas hasta los cristales para captar en película aquella villa como de muñecas. El conductor del autobús que venía hacia ella se humedeció los labios con cara de concentración y Elizabeth acertó a ver el sudor que le perlaba la frente al maniobrar lentamente el desmedido vehículo por la estrecha calle que en su día se diseñó para caballos y carros. Los costados de los autocares casi se tocaban. Al lado del conductor el guía turístico, micrófono en mano, hacía lo posible por entretener a su público a tan temprana hora de la mañana.
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