Cecelia Ahern - Si pudieras verme ahora

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En la vida de Elizabeth Egan todo tiene su sitio, desde las tazas para café exprés en su reluciente cocina hasta los muestrario y los botes de pintura de su negocio de diseño de interior. El orden y la precisión le dan una sensación de control sobre la vida y mantienen el corazón de Elizabeth apartado del dolor que sufrió en el pasado. ejercer de madre de su sobrino de seis años al tiempo que saca adelante su empresa es un empleo a jornada completa, que deja poco margen al error y la diversión. Hasta que un día alguien muy singular aparece inesperadamente en sus vidas. El misterioso Ivan es despreocupado, espontáneo y amante de la aventura, todo lo contrario que Elizabeth. Reconoce a su verdadero amor antes de que ella le vea siquiera, y le enseña que la vida sólo merece la pena ser vivida cuando se nos presenta con todo su color y una pizca de desorden. Pero ¿quién es Ivan en realidad? Pícara y por momento profundamente conmovedora, esta novela nos permite recuperar toda la ternura y la emotividad características de la autora de Posdata: Te amo, novela que será llevada al cine con Hillary Swank como protagonista.

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Los golpes contra la puerta del salón cesaron de inmediato. Luke entró a la cocina arrastrando los pies.

– ¡No arrastres los pies! -chilló Elizabeth.

Luke obedeció y las luces de las suelas de sus zapatillas se encendieron a cada paso. Se plantó delante de ella y habló en voz baja y con toda la inocencia que le permitía su voz aguda.

– ¿Por qué encerraste a Ivan en el salón anoche?

Silencio.

Ella tenía que poner fin a aquello enseguida. Aprovecharía el momento para sentarse y hablar del asunto con Luke y después éste respetaría sus deseos. Le ayudaría a entrar en razón y ya no se hablaría más de ningún amigo invisible.

– Ivan me ha preguntado por qué te llevaste el atizador de la chimenea a la cama -agregó Luke sintiéndose más confiado al ver que Elizabeth había dejado de chillarle.

Elizabeth explotó.

– No quiero oír ni una palabra más acerca de ese tal Ivan, ¿entendido?

Luke se puso pálido.

– ¿Me has oído? -gritó Elizabeth. No le dio oportunidad de contestar-. Sabes tan bien como yo que no hay nadie que se llame Ivan. No juega a perseguirte, no come pizza, no está en el salón y no es tu amigo porque no existe.

Luke arrugó la frente como si fuera a echarse a llorar. Elizabeth prosiguió:

– Hoy vas a ir a casa de tu abuelo y si me dice que has mencionado a Ivan tendrás que vértelas conmigo. ¿Entendido?

Luke se puso a llorar en silencio.

– ¿Entendido? -repitió Elizabeth.

Su sobrino asintió lentamente con la cabeza mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

La sangre de Elizabeth dejó de alterarse y comenzó a dolerle la garganta de tanto gritar.

– Ahora siéntate a la mesa y te serviré los cereales -agregó en voz baja.

Sacó la caja de Coco Pops. Normalmente no le permitía tomar desayunos tan azucarados, pero tampoco podía decirse que hubiese hablado con Luke acerca de Ivan tal como había planeado. Le constaba que perdía los estribos con demasiada facilidad. Se sentó a la mesa y miró cómo Luke llenaba de Coco Pops su cuenco de cereales y cómo temblaban sus manos de niño con el peso del cartón de leche. Luke derramó un poco de leche encima de la mesa. Elizabeth se abstuvo de volver a gritarle, aunque la había limpiado la noche anterior hasta dejarla resplandeciente. Le inquietaba algo de lo que había dicho Luke, pero no conseguía recordar de qué se trataba. Apoyó el mentón en la mano y le observó comer.

Luke masticaba despacio. Con tristeza. Aparte del crujido que emitía al mascar, en la cocina reinaba un silencio sepulcral. Finalmente, transcurridos unos minutos, habló.

– ¿Dónde está la llave del salón? -preguntó evitando la mirada de Elizabeth.

– Luke, no hables con la boca llena -dijo Elizabeth en voz baja. Sacó del bolsillo la llave de la sala de estar, salió al vestíbulo e hizo girar la llave en la cerradura de la puerta de la sala-. Muy bien, ahora Ivan es libre para marcharse de casa -bromeó para acto seguido arrepentirse de lo dicho.

– Pues no -dijo Luke apenado desde la mesa de la cocina-. No puede abrir puertas por sí mismo.

Silencio.

– ¿No puede? -repitió Elizabeth.

Luke negó con la cabeza como si lo que acabase de decir fuese lo más normal del mundo. Era lo más absurdo que Elizabeth había oído en su vida. ¿Qué clase de amigo imaginario era Ivan si no podía atravesar paredes y puertas? Bien, pues ella no iba a abrirle la puerta, bastante estúpido había sido ya haberle descorrido el cerrojo. Regresó a la cocina a recoger las cosas que necesitaba para trabajar. Luke terminó sus cereales, metió el cuenco en el lavavajillas, se lavó las manos, se las secó y se dirigió a la puerta de la sala de estar. Giró el picaporte, abrió la puerta empujando, se hizo a un lado, sonrió de oreja a oreja al vacío, apoyó un dedo en los labios, señaló a Elizabeth con la otra mano y sofocó una risita. Elizabeth le miraba horrorizada; después cruzó el vestíbulo y se plantó ante la puerta al lado de Luke. Se asomó a la sala de estar.

Vacía.

La muchacha de Rentokil había dicho que era extraño que hubiese ratones en la casa en pleno mes de junio, y mientras Elizabeth ojeaba la sala de estar con recelo, se preguntó qué diablos estaría haciendo todos aquellos ruidos.

La risita de Luke la sacó de golpe de su trance y, mirando a través del vestíbulo, le vio sentado a la mesa balanceando las piernas la mar de contento y haciéndole muecas al aire. Al otro lado de la mesa había un sitio adicional dispuesto con un cuenco recién servido de Coco Pops.

– Chico, ¡qué severa es! -le susurré a Luke mientras tomaba Coco Pops a cucharadas procurando que ella no se diera cuenta. Normalmente no suelo susurrar en presencia de los padres, pero como ella ya me había oído un par de veces en los últimos días, preferí no correr ningún riesgo.

Luke soltó una risita y asintió con la cabeza.

– ¿Siempre está así?

Asintió de nuevo.

– ¿Nunca juega contigo ni te abraza? -pregunté observando cómo Elizabeth limpiaba hasta el último rincón de unos tableros de cocina que ya refulgían, y desplazaba objetos un centímetro hacia la derecha y un centímetro hacia la izquierda.

Luke reflexionó un momento y dijo:

– Más bien no.

– ¡Pero eso es horrible! ¿Y a ti no te importa?

– Edith dice que en el mundo hay algunas personas que no te abrazan sin parar ni juegan contigo, pero que aun así te quieren. Es sólo que no saben cómo decirlo -contestó susurrando.

Elizabeth le echó un vistazo con inquietud.

– ¿Quién es Edith?

– Mi niñera.

– ¿Dónde está?

– De vacaciones.

– ¿Y quién te cuidará mientras esté de vacaciones?

– Tú. -Luke sonrió.

– Chócala-dije tendiendo la mano. Luke la estrechó-. Se hace así -expliqué, sacudiendo la cabeza y el cuerpo entero como si tuviera convulsiones. Luke se echó a reír y me imitó. Reímos aún con más ganas y Elizabeth dejó de limpiar para mirarnos fijamente. Abrió unos ojos como platos.

– Haces muchas preguntas -susurró Luke.

– Y tú contestas muchas -repliqué, y ambos nos reímos.

El BMW de Elizabeth traqueteaba a lo largo del camino lleno de baches que conducía a la granja de su padre. Agarraba el volante con fuerza, exasperada por el polvo que levantaba a su paso y se pegaba a los costados del coche recién lavado. Cómo había podido vivir en aquella granja durante dieciocho años era algo que escapaba a su comprensión. No había manera de mantener nada limpio. Las fucsias silvestres bailaban mecidas por la brisa dándoles la bienvenida desde los márgenes de la carretera. Flanqueaban los casi dos kilómetros de recta como si fueran las balizas de una pista de aterrizaje y rozaban las ventanillas del coche asomando sus rostros para ver quién iba dentro. Luke bajó su ventanilla y dejó que le hicieran cosquillas en la mano con sus besos.

Elizabeth rezó para que no viniera tráfico en dirección contraria, pues la carretera resultaba ya estrecha para un solo coche y no dejaba sitio para que pasara otro vehículo. Si quería cederle el paso a otro tendría que retroceder más de medio kilómetro por donde había venido. A veces le daba la impresión de que era el camino más largo del mundo. Aunque veía el lugar al que intentaba llegar, no obstante tendría que dar marcha atrás una y otra vez para conseguirlo.

Dos pasos adelante y un paso atrás.

Era como cuando de niña divisaba a su madre a lo lejos pero se veía obligada a aguardar los veinte minutos que ella tardaba en recorrer el camino hasta oír el consabido chirrido de la verja.

Sin embargo, gracias a Dios habida cuenta del retraso que ya llevaban, esta vez no vino nadie en sentido opuesto. Obviamente las palabras de Elizabeth habían caído en saco roto, puesto que Luke se había negado a salir de casa hasta que Ivan se hubo terminado los cereales. Entonces insistió en echar hacia delante el asiento del copiloto para que Ivan pudiera subir al asiento trasero.

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