– milagrosamente sólo cuando no había coches que vinieran en dirección opuesta- y pensé que íbamos a dar un salto mortal. Pero eran unos conductores tremendos. ¡Cómo superó el camión la cresta de Nebraska! (la cresta que se hunde hacia Colorado). Y en seguida me di cuenta que de hecho ya estaba casi en Colorado, aunque no de modo oficial, pero mirando al sudoeste el propio Denver estaba a unos pocos cientos de kilómetros. Grité de alegría. La botella circuló. Salieron estrellas resplandecientes, las colinas de arena estaban cada vez más lejos y se hicieron borrosas. Me sentí igual que una flecha disparada camino del blanco.
Y de pronto, Mississippi Gene se volvió hacia mí saliendo de su letargo y estirando las piernas, y abrió la boca, y se inclinó y dijo:
– Estas llanuras me recuerdan a Texas.
– ¿Eres de Texas?
– No, señor, soy de Green-vell, Muss-sippy -y ése fue el modo en que lo dijo.
– ¿De dónde es el chico?
– Se metió en líos allá en Mississippi, así que me ofrecí a ayudarle a largarse. Nunca ha estado del todo en sus cabales. Cuido de él lo mejor que puedo, sólo es un niño.
Aunque Gene era blanco tenía algo de viejo negro cansado y sabio, y también mucho de Elmer Hassel, el adicto a las drogas neoyorkino, pero un Hassel de trenes, un Hassel viajero épico, cruzando y volviendo a cruzar el país todos los años, hacia el Sur en invierno y hacia el Norte en verano, y eso sólo porque no podía quedarse en un sitio sin cansarse en seguida de él y porque no había adónde ir excepto a todas partes, y tenía que mantenerse bajo las estrellas, por lo general las estrellas del Oeste.
– He estado en Og-den un par de veces. Si usted quiere ir a Og-den tengo algunos amigos que podrían alojarle.
– Voy a Denver desde Cheyenne.
– ¡Coño! Vaya derecho hasta allí, no se hace un viaje como éste todos los días.
Esta también era una oferta tentadora. ¿Qué había en Ogden? Y dije:
– ¿Qué es Ogden?
– Es el sitio por el que pasan la mayoría de los muchachos y siempre hay amigos allí; uno puede encontrarse a cualquiera.
Años antes yo había navegado con un tipo alto y huesudo de Louisiana que se llamaba Big Slim Hazard, William Holmes Hazard, que era vagabundo por afición. De niño había visto a un vagabundo pedirle a su madre un poco de pastel, y ella se lo dio, y cuando el vagabundo se había marchado carretera abajo, el niño dijo:
– Mamá, ¿quién era ése?
– Era un vagabundo.
– Mamá, yo también seré vagabundo.
– No digas tonterías niño, eso no es para los Hazards.
Pero él nunca olvidó aquel día, y cuando se hizo mayor, y tras un breve período de jugador de fútbol en la universidad de Louisiana, se hizo vagabundo. Big Slim y yo pasamos muchas noches contándonos historias y escupiendo tabaco de mascar en bolsas de papel. Había algo en Mississippi Gene que me recordaba tanto a Big Slim Hazard, que le pregunté:
– ¿No habrás conocido por casualidad a un tipo llamado Big Slim Hazard?
– ¿Se refiere usted a un tipo que se ríe mucho? -me dijo.
– Bueno, eso suena un poco a él. Era de Ruston, Louisiana.
– Eso es. Louisiana Slim le llamaban a veces. Sí, señor, he conocido a Big Slim.
– ¿Solía trabajar en los yacimientos de petróleo del este de Texas?
– El este de Texas, así es. Y ahora se dedica a marcar ganado.
Y eso era exacto; pero todavía no podía creer que Gene hubiera conocido realmente a Slim, a quien yo había buscado, más o menos, durante años.
– ¿Y solía trabajar en los remolcadores de Nueva York?
– Bueno, eso no lo sé.
– Supongo que sólo lo conociste en el Oeste.
– Así parece. Yo nunca he estado en Nueva York.
– Bueno, maldita sea, me asombra que lo conozcas. Este es un país muy grande, Sin embargo sé que debes de haberlo conocido.
– Si, señor, conozco a Big Slim perfectamente. Siempre generoso con su dinero; cuando lo tiene, claro. De mal genio, un tipo duro, también. Le he visto tumbar a un policía en los depósitos de ferrocarril de Cheyenne, y de un solo puñetazo.
Eso sonaba mucho a Big Slim; siempre practicaba golpes de boxeo en el aire; se parecía un poco a Jack Dempsey, pero a un Jack Dempsey joven que bebía bastante.
– ¡Maldición! -grité al viento, y tomé otro trago, y me sentía muy bien. Cada trago era bañado por el viento en aquel camión abierto, desaparecían sus malos efectos, y los buenos penetraban en mi estómago-, ¡Cheyenne, allá voy! -canté-. Denver espera a tu chico.
Slim Montana se volvió hacia mí, señaló mis zapatos y comentó:
– Se supone que si pones esas cosas en el suelo crecerá algo, ¿no? -sin soltar ni una sonrisa, claro, y los demás al oírle se echaron a reír.
Y es que eran los zapatos más absurdos de toda América; los llevaba concretamente porque no quería que me sudaran los pies en la ardiente carretera, y excepto cuando la lluvia del Monte del Oso demostraron ser los mejores zapatos posibles para un viaje como el mío. Así que me uní a sus risas. Y los zapatos ya estaban por entonces muy gastados, las tiras de cuero de colores levantadas como rodajas de pina y mis dedos asomando a través de ellas. Bueno, tomé otro trago y me reí. Como en sueños pasamos zumbando por pequeños pueblos y cruces de carreteras que brotaban de la oscuridad y junto a largas hileras de braceros y vaqueros en la noche. Nos veían pasar con un movimiento de cabeza y nosotros les veíamos golpearse los muslos desde la renovada oscuridad del otro lado del pueblo: éramos un grupo extraño de ver.
Había un montón de hombres en el campo durante esta época del año. Los chicos de Dakota estaban inquietos.
– Creo que nos bajaremos en la próxima parada para mear; parece que por aquí hay montones de trabajo -dijo uno de ellos.
– Lo único que tenéis que hacer es dirigiros al Norte cuando se termine por aquí
– les aconsejó Montana Slim-, y seguir la cosecha hasta llegar a Canadá. -Los chicos asintieron vagamente; no parecía que les interesara demasiado aquel consejo.
Entretanto, el chico rubio fugitivo seguía sentado igual que siempre; de vez en cuando Gene abandonaba su trance budista sobre las sombrías praderas y decía algo cariñoso al oído del chico. El chico asentía. Gene cuidaba de él, de su estado de ánimo y de sus temores. Yo me preguntaba adónde coño irían y qué coño harían. No tenían pitillos. Derroché mi paquete con ellos. Me gustaban. Eran agradecidos y amables. Nunca pedían y yo seguía ofreciéndoles. Montana Slim también tenía un paquete pero nunca ofrecía. Pasamos zumbando por otro pueblo; pasamos junto a otra hilera de hombres altos y flacos con pantalones vaqueros arracimados en la penumbra como mariposas alrededor de la luz, y regresamos a la tremenda oscuridad, y las estrellas se mostraban encima puras y brillantes porque el aire se hacia gradualmente más y más tenue a medida que ascendíamos la empinada pendiente de la meseta occidental, alrededor de veinte centímetros cada kilómetro, o eso decían, y sin árboles en parte alguna que ocultaran las estrellas. Y una vez vi una vaca melancólica de cabeza blanca entre la salvia del borde de la carretera cuando pasábamos a toda prisa. Era como ir en tren, justo con la misma regularidad, justo con idéntica seguridad.
Al rato llegamos a un pueblo, aminoramos la marcha, y Montana Slim dijo:
– Hora de mear -pero los de Minnesota no pararon y siguieron a toda marcha-. ¡Joder! Tengo que hacerlo -gritaba Slim.
– Hazlo por un lado -dijo alguien.
– Bueno, lo haré -respondió él, y lentamente, observado por todos, se fue arrastrando hasta la parte de atrás de la caja agarrándose a lo que podía, hasta que las piernas le quedaron colgando fuera. Alguien golpeó la ventanilla de la cabina para llamar la atención de los hermanos. Se desplegaron sus enormes sonrisas en cuanto se volvieron. Y justo cuando Slim estaba preparado para empezar, en la posición precaria en la que se encontraba, empezaron a hacer zigzags con el camión a más de cien kilómetros por hora. Se cayó de espaldas y durante un momento vimos un surtidor de ballena en el aire; trabajosamente consiguió sentarse de nuevo. Hicieron oscilar el camión otra vez. ¡Whaam! Montana Slim cayó de costado y se puso todo perdido. Entre el ruido del motor le oíamos soltar maldiciones como gemidos de un hombre llegando desde lejanas montañas.
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