– ¡Sal, Sal, mira, aquí es donde nací, piénsalo! La gente cambia, come año tras año y cambia cada vez que come. ¡Iiii! ¡Mira! -estaba tan excitado que me hizo gritar. ¿Adónde nos llevaría todo esto?
Los turistas insistieron en conducir el coche el resto del camino hasta Denver. De acuerdo, nos daba lo mismo. Nos sentamos atrás y hablamos. Pero por la mañana estaban demasiado cansados y Dean cogió el volante en Craig, una zona del desierto del este de Colorado. Habíamos pasado casi toda la noche avanzando cautelosamente por el Paso de Strawberry, en Utah, y habíamos perdido muchísimo tiempo. Se durmieron. Dean se lanzó decididamente hacia la imponente pared del paso de Berthoud que se alzaba unos cien kilómetros delante de nosotros en el techo del mundo, un tremendo estrecho de Gibraltar envuelto en nubes. Bajó el Paso de Berthoud volando: lo mismo que en el de Techachapi, con el motor parado y gracias al impulso del coche, y pasando a todos los demás vehículos y sin interrumpir nunca el rítmico avance que las propias montañas señalaban, hasta que contemplamos la gran llanura caliente de Denver una vez más… y Dean estaba en casa.
Aquella gente nos vio bajar del coche con gran alivio en la esquina de la 27 y Federal. Nuestro maltrecho equipaje volvió a amontonarse en la acera; todavía nos quedaba mucho camino. Pero no nos importaba: la carretera es la vida.
Teníamos un montón de cosas que hacer en Denver, y eran de un tipo totalmente diferente a las de 1947. Podíamos ir a buscar inmediatamente un coche a la agencia de viajes o bien quedarnos unos cuantos días para divertirnos y buscar a su padre.
Los dos estábamos cansados y sucios. En el retrete de un restaurante, estaba en el urinario cerrando el paso de Dean al lavabo y dejé de mear antes de haber terminado y fui a otro urinario, y le dije:
– ¿Qué te parece?
– Sí, tío -respondió mientras se lavaba las manos-, está muy bien, pero es muy malo para los ríñones y como ya te estás haciendo viejo cada vez que hagas eso te aseguras años de dolores en tu vejez, dolores de ríñones seguros para los días en que te toque sentarte en los parques.
– ¿Quién es viejo? -repliqué enfadado-. No soy mucho mayor que tú.
– No estaba diciendo eso, tío.
– Ya -añadí-, siempre estás haciendo bromas con mi edad. No soy un marica como aquel marica viejo, no necesitas preocuparte por mis ríñones.
Volvimos a nuestra mesa justo cuando la camarera nos traía los emparedados de roastbeef caliente que habíamos pedido y, aunque habitualmente Dean se habría lanzado como un lobo encima de la comida, no lo hizo. Yo dije para desahogar mi ira:
– No quiero oírte hablar más de eso. Y de repente los ojos de Dean se llenaron de lágrimas y se levantó y dejó su comida caliente allí y salió del restaurante. Me pregunté si se habría ido para siempre. No me importó, estaba muy enfadado. Había flipeado momentáneamente y la había tomado con Dean. Pero la vista de la comida sin tocar me puso más triste de lo que había estado en años. No debí haber dicho eso… le gusta tanto comer… Nunca había dejado su comida así… ¡Qué cojones! Eso le servirá de lección.
Dean estuvo fuera del restaurante exactamente cinco minutos y después volvió y se sentó:
– Bueno -dije-, ¿qué andabas haciendo por ahí afuera?, ¿apretándote los puños, quizá? ¿Cagándote en mi madre o pensando en nuevas bromas sobre mis ríñones?
– No, tío, no, estás completamente equivocado. Si lo quieres saber, bueno…
– repondió moviendo la cabeza.
– Adelante, dímelo -añadí yo sin levantar la vista de mi plato. Me sentía un animal. -Estaba llorando -dijo Dean. -¿Qué coño? Pero si tú nunca lloras…
– ¿Crees eso? ¿Por qué piensas que nunca lloro? -No tienes bastante sensibilidad para llorar -cada una de estas cosas que decía era como un cuchillo que me clavaba a mi mismo. Estaba saliendo todo lo que abrigaba en contra de mi hermano: me sentí un ser espantoso y miserable al descubrir en lo más profundo de mí unos sentimientos tan asquerosos.
– No, tío, estaba llorando -Dean meneaba la cabeza. -Vamos, tuviste un ataque de locura y quisiste largarte. -Créeme, Sal, créeme esto si es que has creído algo de mí -sabía que estaba diciendo la verdad y sin embargo no quería que me molestara la verdad, y cuando lo miré noté que todas mis asquerosas tripas se revolvían. Me di cuenta, y acepté, que estaba equivocado.
– Perdóname, Dean, creo que nunca me había portado así contigo. Bueno, ahora ya sabes cómo soy. Sabes que no tendré nunca más relaciones íntimas con nadie… no sé qué hacer cuando me pasan estas cosas. Tengo las cosas en la mano como si no valieran nada y no sé dónde dejarlas. Olvídalo -el taleguero santo empezó a comer-. ¡No es culpa mía! -le dije-. En este asqueroso mundo nada es culpa mía, ¿no lo ves? No quiero que lo sea y no puede serlo y no lo es.
– Si, tío, sí. Pero, por favor, vuelve a escucharme, y créeme.
– Te creo, de verdad. -Y fue la historia más triste de aquella tarde. Y aquella noche, surgieron toda clase de complicaciones cuando Dean y yo fuimos a instalarnos con la familia okie.
Habían sido vecinos míos en la soledad que había pasado en Denver dos semanas atrás. La madre era una mujer maravillosa que llevaba pantalones vaqueros y conducía camiones de carbón en las montañas por el invierno para mantener a sus hijos, cuatro en total, pues su marido los había abandonado años antes cuando viajaban por todo el país con un remolque. Habían recorrido con ese remolque la distancia que hay entre Indiana y LA. Tras muchos buenos ratos y un maravilloso domingo por la tarde emborrachándose en los bares de los cruces de la carretera y risas y música de guitarra por la noche, el enorme patán de pronto se había alejado caminando por la oscura pradera y nunca volvió. Sus hijos eran maravillosos. El mayor era un chico, que no andaba por allí aquel verano, sino en un campamento de las montañas; la siguiente era una chica adorable de trece años que escribía poemas y cogía flores en el campo y quería ser actriz de Hollywood cuando fuera mayor, su nombre era Janet; después estaban los pequeños, Jimmy, que por las noches se sentaba alrededor de la hoguera y pedía su patata antes de que estuviera asada, y Lucy, que jugaba con gusanos, escarabajos y todo lo que se arrastrara y les ponía nombres y les hacía sitios donde vivir. Tenían cuatro perros. Vivían sus pobres y alegres vidas en una pequeña calle recién abierta y eran el blanco del semirrespetable sentido del decoro de sus vecinos sólo porque a la pobre mujer le había dejado su marido y porque llenaban de basura el patio. Por la noche todas las luces de Denver se extendían como una gran rueda en la llanura de abajo, pues la casa estaba en la zona del oeste donde las montañas bajan hasta la llanura en estribaciones sucesivas y donde, en tiempos muy lejanos, las suaves olas del Mississippi, entonces casi un mar, debieron barrer la tierra para crear mesetas tan redondas y perfectas como las de los picos-islas de Evans y Pike y Longs. Dean se presentó allí y, por supuesto, todo fueron sudores y alegrías al verlos, en especial a Janet, pero le avisé que no la tocara, y probablemente ni tenía necesidad de decírselo. La mujer era una mujer estupenda y se encariñó en seguida con Dean, pero ella se mostró tímida y él se mostró tímido. Ella dijo que Dean le recordaba a su marido.
– Justo igual que él… era tan loco, tan loco.
El resultado fue un frenético beber cerveza en la sucia sala de estar, cenas ruidosas y una radio Lone Ranger que hacía un ruido tremendo. Las complicaciones surgieron como nubes de mariposas: la mujer (Frankie, la llamaban todos), por fin había decidido comprar un viejo coche tal y como había estado amenazando con hacerlo durante años, y ya sólo le faltaban unos pocos dólares. Dean asumió de inmediato la responsabilidad de elegir el coche y señalar su precio, pues, claro está, quería usarlo él para, como antaño, coger a las chicas a la salida del colegio y llevarlas a las montañas. La pobre e inocente Frankie siempre estaba de acuerdo en todo. Pero tuvo miedo de soltar su dinero cuando estuvieron en la tienda delante del vendedor. Dean se sentó directamente en el polvo del Bulevar Alameda y se daba puñetazos en la cabeza.
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