– Jane -le dije-. Soy yo. Somos nosotros -ella ya lo sabía.
– Sí, ya lo sé. Bull no está ahora. ¿No parece un incendio eso de allí? -ambos miramos hacia el sol.
– ¿Quieres decir el sol? -pregunté.
– Naturalmente que no me refiero al sol. Oigo sirenas por esa parte. ¿No te parece un resplandor especial? -era hacia Nueva Orleans y las nubes parecían raras.
– No veo nada -respondí.
– El mismo viejo Paradise de siempre -Jane se sorbió la nariz.
Fue así cómo nos saludamos el uno al otro después de cuatro años; Jane había vivido con mi mujer y conmigo en Nueva York.
– ¿Está aquí Galatea Dunkel? -pregunté.
Jane seguía buscando su incendio; en aquellos tiempos tomaba tres tubos de benzedrina diarios. Debido a las anfetas su rostro, en otro tiempo lleno y germánico y hermoso, se había vuelto de piedra y rojo y demacrado. Había tenido la poliomelitis en Nueva Orleans y cojeaba un poco. Silenciosamente, Dean y los demás salieron del coche y se instalaron más o menos por la casa. Galatea Dunkel abandonó su augusto retiro de la parte de atrás de la casa para recibir a su verdugo. Galatea era una chica seria. Estaba pálida y parecía haber llorado. Ed se pasó la mano por el pelo y dijo «hola». Ella lo miró fijamente.
– ¿Dónde has estado? ¿Por qué me has hecho esto? -y miró con desagrado a Dean; conocía el percal. Dean no le prestó ninguna atención; lo único que quería era comer; preguntó a Jane si había algo. La confusión comenzó en aquel mismo momento.
El pobre Bull volvió a casa en su Texas Chevy y se la encontró invadida de maniáticos; pero me dio la bienvenida con una agradable cordialidad que no había visto en él desde hacía muchísimo tiempo. Había comprado esta casa de Nueva Orleans con el dinero que había ganado cultivando guisantes en Texas en unión de un viejo compañero de la facultad cuyo padre, un loco parético, había muerto dejándole una fortuna. El propio Bull sólo recibía cincuenta dólares semanales de su familia, lo que no estaba del todo mal, pero lo gastaba casi todo en drogas… y el cuelgue de su mujer también era caro, ya que gastaba en benzedrina unos diez dólares a la semana. Sus gastos de comida eran los más bajos del país; raramente comían; tampoco comían sus hijos, aunque no se quejaban de ello. Tenían dos hijos maravillosos: Dodie, una niña de ocho años; y el pequeño Ray de uno. Ray andaba por el patio completamente desnudo: era una criatura rubia surgida del arco iris. Bull le llamaba «la bestezuela», inspirándose en W. C. Fields. Bull entró en el patio y se bajó del coche; desenrollándose hueso a hueso, se acercó con andar cansino. Llevaba gafas, sombrero de fieltro y un traje raído. Alto, delgado, encorvado, extraño y lacónico, dijo:
– Bien, Sal, por fin has llegado; entremos a tomar un trago.
Hubiera hecho falta toda la noche para hablar del viejo Bull Lee; de momento, diré que era un auténtico maestro, y debe añadirse que tenía todo el derecho del mundo a enseñar porque se pasaba la vida aprendiendo; y lo que aprendía era lo que él consideraba y llamaba «los hechos de la vida», de los que se informaba no sólo por necesidad, también por afición. Había arrastrado su largo y delgado cuerpo por todo los Estados Unidos y la mayor parte de Europa y el norte de África, sólo por ver cómo iban las cosas; se había casado en Yugoslavia con una condesa, rusa blanca, en la década de los treinta para salvarla de los nazis; tenía fotos de la época con cocainómanos internacionales muy elegantes: unos tipos despeinados que se apoyaban unos en otros; también hay fotos suyas con un panamá en la cabeza recorriendo las calles de Argel; nunca volvió a ver a la condesa rusa. Fue exterminador en Chicago, tuvo un bar en Nueva York y fue alguacil en Newark. En París se sentaba a las mesas de los cafés para observar los hoscos rostros franceses que pasaban. En Atenas levantaba la cabeza de su ouzo, dejaba de beber este dulce licor, y contemplaba a la que consideraba la gente más fea del mundo. En Estambul se le hizo entre opiómanos y vendedores de alfombras, buscando los hechos. Leyó a Spengler y al marqués de Sade en hoteles ingleses. En Chicago proyectó atracar unos baños turcos, se rezagó dos minutos tomando un trago, y sólo consiguió un par de dólares y tuvo que salir pitando. Hizo todas estas cosas por puro experimento. Ahora su estudio final era la adicción a las drogas. Andaba por las calles de Nueva Orleans con tipos siniestros y visitando los bares donde tenía a sus contactos.
Hay una extraña historia de sus días de estudiante que ilustra algo como es: una tarde había reunido a sus amigos para tomar unos cócteles en su elegante alojamiento cuando, de pronto, el hurón que tenía en casa, como animal de compañía, surgió de improviso y mordió el tobillo a un marica muy elegante, y todos los demás salieron chillando. Bull se levantó de un salto, cogió su escopeta y dijo:
– Huele otra vez a esa vieja rata -y disparó haciendo un agujero suficiente para cincuenta ratas.
Tenía clavada en la pared una fotografía de una vieja casa muy fea de Cape Cod. Sus amigos le decían:
– ¿Por qué tienes colgada ahí esa cosa tan fea?
– Me gusta precisamente porque es fea -respondía Bull.
Toda su vida seguía esta línea. Una vez llamé a la puerta de su casa de la calle 60 en los bajos fondos de Nueva York y me abrió llevando un sombrero hongo, un chaleco sin nada debajo, y unos pantalones a rayas totalmente destrozados; en la mano tenía un cazo lleno de alpiste y estaba tratando de liarse unos pitillos con él. También experimentó calentando jarabe de codeína para la tos hasta convertirlo en una masa negra… pero no funcionó excesivamente bien. Pasaba largas horas con Shakespeare -«El Bardo Inmortal», como él le llamaba- sobre las rodillas. En Nueva Orleans había empezado a pasar horas con los códices mayas sobre las rodillas y, aunque hablara, el libro seguía allí abierto todo el tiempo.
– ¿Qué será de nosotros cuando muramos? -le pregunté en cierta ocasión.
– Cuando uno muere se muere, eso es todo -respondió.
En su habitación tenía una colección de cadenas que decía utilizar con su psicoanalista; experimentaban con el narconanálisis y descubrieron que Bull Lee tenía siete personalidades diferentes; cada una de ellas iba empeorando progresivamente hasta que finalmente sería un idiota rabioso que necesitaría ser sujetado con cadenas. La personalidad de más arriba era la de un lord inglés, el summun de la idiotez. Hacia la mitad estaba un negro viejo que esperaba su turno y decía: Gingiol
– Unos son hijoputas, otros no lo son, eso es lo que hay.
Bull se mostraba un tanto sentimental con respecto a los viejos días de América, especialmente 1910 cuando se conseguía morfina en los drugstores sin receta y los chinos fumaban opio en la ventana al atardecer y el país era salvaje y ruidoso y libre, con gran abundancia de cualquier tipo de libertad para todos. El principal objeto de su odio era la burocracia de Washington; después iban los liberales; después la bofia. Se pasaba el tiempo hablando y enseñando a los demás. Jane se sentaba a sus pies; yo hacía otro tanto; y lo mismo había hecho Carlo Marx y hacía ahora Dean. Bull era un tipo de cabello gris, imposible de describir, que pasaba desapercibido en la calle, a no ser que se le observara desde muy cerca y se viera su loca y huesuda cabeza con una extraña juventud: era como un clérigo de Kansas con ardores exóticos y misterios en su interior. Había estudiado medicina en Viena; había estudiado antropología, lo había leído todo; y ahora había iniciado su trabajo fundamental: el estudio de las cosas en sí mismas por las calles de la vida y de la noche. Se sentó en su cátedra; Jane trajo bebidas, martinis. Las persianas de su cátedra siempre estaban cerradas, noche y día; eso era en un rincón de la casa. En su regazo estaban los códices mayas y una pistola de aire comprimido con la que disparaba ocasionalmente los corchos de los tubos de benzedrina por la habitación. Yo me apresuraba a cargar la pistola de nuevo. Todos hicimos algunos disparos mientras hablábamos. Bull sentía curiosidad por conocer la razón de este viaje. Nos miró y resopló, con sonido de depósito vacío.
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