– Está a tu lado. Ayer, cuando saliste de casa, ella hizo que te olvidaras el bolso. Volviste a recogerlo y descubriste que la llave estaba dentro de casa, no podías entrar. Perdiste una hora buscando el cerrajero, aunque podrías haber ido a tu cita, haberte encontrado con el hombre que te esperaba y haber conseguido el empleo que querías. Pero si todo hubiese ocurrido tal y como lo habías planeado por la mañana, dentro de seis meses habrías muerto en un accidente de coche. Ayer, al olvidarte el bolso, cambió tu vida.
La chica se echó a llorar.
¿Alguien más quiere preguntar algo?
Levantaron otra mano; era el director.
¿Él me ama?
Entonces era verdad. La historia de la madre de aquella chica había provocado un torbellino de emociones en la sala.
Tu pregunta es equivocada. Lo que necesitas saber es si estás en condiciones de darle el amor que él necesita. Y lo que venga o no venga será igual de gratificante. Saberse capaz de amar ya es bastante.
“Si no es él, será otro. Porque has descubierto una fuente, la dejaste correr y ella inundará tu mundo. No intentes mantener una distancia segura para ver lo que pasa; tampoco intentes estar seguro antes de dar el paso. Lo que des, recibirás, aunque a veces venga del lugar de donde menos te lo esperas.
Aquellas palabras también valían para mí. Y Athena -o quien fuera- se volvió hacia Andrea.
¡Tú!
Se me heló la sangre.
Tienes que estar preparada para perder el universo que has creado.
¿Qué es el “universo”?
Es lo que crees que ya tienes. Has hecho prisionero tu mundo, pero sabes que tienes que liberarlo. Sé que entiendes lo que estoy diciendo, aunque no deseases oírlo.
Comprendo.
Estaba seguro de que estaban hablando de mí. ¿Sería todo aquello una representación de Athena?
Se acabó- dijo-. Tráeme al niño.
Viorel no quería ir, estaba asustado con la transformación de su madre; pero Andrea lo cogió cariñosamente de la mano y lo llevó hasta ella.
Athena -o Santa Sofía, o Sherine, no importa quién estuviera allí- hizo lo mismo que había hecho conmigo, tocando con firmeza la nuca del niño.
No te asustes con las cosas que ves, hijo mío. No intentes apartarlas, porque se van a ir en cualquier caso; aprovecha la compañía de los ángeles mientras puedas. En este momento tienes miedo, pero no tienes tanto miedo como deberías, porque sabes que somos muchos en esta sala. Dejaste de reír y de bailar cuando viste que abrazaba a tu madre, y le pedía que me dejase hablar a través de su boca. Que sepas que ella me dio permiso, o yo no lo habría hecho. Siempre me he aparecido en forma de luz, y sigo siendo esa luz, pero hoy he decidido hablar.
El niño la abrazó.
Podéis salir. Dejadme a solas con él.
Uno a uno, fuimos saliendo del apartamento, dejándola con el niño. En el taxi que nos llevaba a casa, intenté hablar con Andrea, pero ella me pidió que, si teníamos que hablar de algo, no debíamos referirnos a lo que acababa de ocurrir.
Me quedé callado. Mi alma se llenó de tristeza: perder a Andrea era muy difícil. Por otro lado, sentí una paz inmensa; los acontecimientos habían provocado los cambios, y yo no tenía que sentarme delante de esa mujer a la que tanto amaba y decirle que también estaba enamorado de otra.
En ese caso, escogí quedarme callado. Llegué a casa, puse la tele, Andrea fue a ducharse. Cerré los ojos, y cuando los abrí, al sala estaba inundada de luz; ya era de día, había dormido casi diez horas seguidas. A mi lado había una nota, en la que Andrea decía que no quería despertarme, que había ido directamente al teatro, pero que había dejado el café preparado. La nota era romántica, adornada con la marca del pintalabios y un pequeño corazón.
Ella no estaba dispuesta ni por asomo a “soltar su universo”.
Iba a luchar. Y mi vida se iba a convertir en una pesadilla.
Aquella tarde, ella llamó, y su voz no dejaba entrever ninguna emoción especial. Me contó que el actor había ido al médico, lo habían explorado, y habían descubierto que su próstata estaba anormalmente inflamada. El paso siguiente fue un análisis de sangre, con el que detectaron un aumento significativo de un tipo de proteína llamada PSA. Le extrajeron muestras de tejidos para una biopsia, pero, por el cuadro clínico, las posibilidades de que tuviera un tumor maligno eran grandes.
– El médico le dijo: tiene suerte, aunque la situación se presente peliaguda, todavía es posible operar, y hay un 99 por ciento de posibilidades de que se cure.
Deidre O´Neill, conocida como Edda.-
¡Qué Santa Sofía, ni qué nada! Era ella misma, Athena, pero tocando la parte más profunda del río que corre por su alma, entrando en contacto con la Madre.
Todo lo que hizo fue ver lo que estaba ocurriendo en otra realidad. La madre de la chica, al estar muerta, vive en un lugar sin tiempo, pero nosotros, los seres humanos, siempre estaremos limitados a conocer el presente. No es poco, dicho sea de paso: descubrir una enfermedad incubada antes de que se agrave, tocar centros nerviosos y desbloquear energías, eso está a nuestro alcance.
Claro que muchos murieron en la hoguera, otros se exiliaron y muchos acabaron escondiendo y suprimiendo la centella de la Gran Madre en nuestra alma. Yo nunca induje a Athena a entrar en contacto con el Poder. Lo decidió ella misma, porque la Madre ya le había hecho varias señales: era una luz mientras bailaba, se convirtió en letras mientras aprendía caligrafía, apareció en una hoguera o en un espejo. Lo que me discípula no sabía era cómo convivir con Ella, hasta que hizo algo que provocó toda esa sucesión de acontecimientos.
Athena, que siempre les decía a todos que tenían que ser diferentes, que siempre era una persona igual que el resto de los mortales. Tenía un ritmo, una velocidad de crucero. ¿Era más curiosa? Tal vez. ¿Había conseguido superar sus problemas de creerse una víctima? Seguro. ¿Sentía necesidad de compartir con los demás, fueran empleados de banca o actores, aquello que iba aprendiendo? En algún caos, la respuesta es sí; en otros, yo intenté estimularla, porque no estamos destinados a la soledad y nos conocemos cuando nos vemos en la mirada de los demás.
Pero mi interferencia termina ahí.
Porque la Madre quería manifestarse aquella noche, posiblemente le susurró algo al oído: “Ve en contra de todo lo que has aprendido hasta ahora; tú que eres una maestra del ritmo, deja que pase por tu cuerpo, pero no lo obedezcas”. Fue por eso por lo que Athena sugirió el ejercicio: su subconsciente ya estaba preparado para convivir con la Madre, pero ella vibraba siempre en la misma sintonía, y con eso no permitía que los elementos externos pudieran manifestarse.
Conmigo ocurría lo mismo; la mejor manera de meditar, de entrar en contacto con la luz, era haciendo calceta, algo que mi madre me había enseñado cuando era niña. Sabía contar los puntos, mover las agujas, hacer cosas bonitas a través de la repetición y de la armonía. Un día, mi protector me pidió que tejiese ¡de una manera completamente irracional!, algo muy violento para mí, que había aprendido el trabajo con cariño, paciencia y dedicación. Aun así, insistió para que hiciese un pésimo trabajo.
Durante dos horas pensé que aquello era ridículo, absurdo, me dolía la cabeza, pero no podía dejar que las agujas guiasen mis manos. Todo el mundo es capaz de hacer algo mal, ¿por qué me pedía eso? Porque conocía mi obsesión por la geometría y las cosas perfectas.
Y de repente, ocurrió; detuve las agujas, sentí un vacío inmenso, que se llenó con una presencia cálida, cariñosa, compañera. A mí alrededor, todo era diferente, tenía ganas de decir cosas que jamás me habría atrevido en mi estado normal. Pero no perdí la conciencia: sabía que era yo misma, aunque – aceptemos la paradoja – no era la persona con la que estaba acostumbrada a convivir.
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