Estábamos hospedados en el único hotel de la ciudad, y un día ella apareció, me vio de nuevo en la recepción, nuestro primer encuentro pareció volver a su cabeza; esta vez me invitó a salir, e intenté contener mi alegría. Tal vez yo también era importante en su vida.
Más tarde descubrí que la frase que había dicho al final de su baile era un antiguo proverbio gitano.
LILIANA, COSTURERA, EDAD Y SOBRENOMBRE DESCONOCIDO.
Hablo de ella en presente porque para nosotros no existe el tiempo, sólo el espacio. Porque parece ayer.
La única costumbre tribal que no seguí fue la de tener a mi lado a mi pareja en el momento de nacer Athena. Pero las parteras vinieron, aun sabiendo que yo me había acostado con un gaje, un extranjero. Me soltaron el pelo, cortaron el cordón umbilical, hicieron varios nudos, y me lo dieron. En ese momento, según la tradición, el bebé tenía que ser envuelto en una prenda de su padre. Él había dejado un pañuelo, que me recordaba su perfume, que de vez en cuando yo acercaba a mi nariz para sentirlo cerca, y ahora ese perfume iba a desaparecer para siempre.
Yo la envolví en el pañuelo y la puse en el suelo para que recibiese la energía de la Tierra. Me quedé allí sin saber qué sentir, ni qué pensar; mi decisión estaba tomada.
Me dijeron que escogiese un nombre, y que no se lo dijese a nadie; sólo podía ser pronunciado después de que la niña estuviera bautizada. Me dieron aceite consagrado, y los amuletos que tenía que ponerle dos semanas después. Una de ellas me dijo que no me preocupase, que la tribu entera era responsable de ella, y que debía acostumbrarme a las críticas, que pronto se acabarían.
Me aconsejaron también no salir entre el atardecer y la autora, porque los tsinvari (N.R.: Espíritus malignos) podían atacarnos o poseernos, y entonces nuestra vida sería una tragedia.
Una semana después, en cuanto salió el sol, fui hasta un centro de adopción de Sibiu para dejarla en la entrada, esperando que una mano caritativa viniese y la recogiese. Cuando lo estaba haciendo, me sorprendió una enfermera y me llevó adentro. Me ofendió cuanto pudo, dijo que ya estaban preparados para ese tipo de comportamiento: siempre había alguien vigilando, no podía escapar fácilmente de la responsabilidad de traer a un niño al mundo.
Claro, no se puede esperar otra cosa de una gitana: ¡abandonar a su hijo!
Me obligaron a rellenar una ficha con todos mis datos, y como no sabía escribir, volvió a repetir otra vez: “Claro, una gitana. Y no intentes engañarnos dándonos datos falsos, o puedes acabar en la cárcel”. Por
Miedo, acabé contando la verdad.
La vi por última vez, y todo lo que pude pensar fue: “Niña sin nombre, que encuentres amor, mucho amor en tu vida”.
Salí y estuve caminando por el bosque durante horas. Me acordaba de las muchas noches del embarazo, en las que amaba y odiaba al bebé y al hombre que lo puso dentro de mí.
Como toda mujer, viví con el sueño de encontrar al príncipe azul, casarme, llenar mi casa de niños y colmar a mi familia de atenciones. Como gran parte de las mujeres, acabé enamorándome de un hombre que no podía darme eso, pero con el que compartí momentos que jamás olvidaré. Momentos que yo no podría hacerle comprender a la niña, ella estaría siempre estigmatizada en el seno de nuestra tribu, un gaje, una niña sin padre. Yo podía soportarlo, pero no quería que ella pasase por el mismo sufrimiento que yo estaba pasando desde que descubrí que estaba embarazada.
Lloraba y me arañaba, pensando que tal vez el dolor me haría pensar menos, volver a la vida, a la vergüenza de la tribu; alguien se haría cargo de la niña, y yo viviría siempre con la idea de volver a verla algún día, cuando fuese mayor.
Me senté en el suelo, me agarré a un árbol sin poder parar de llorar. Pero cuando mis lágrimas y la sangre de mis heridas tocaron su tronco, una extraña tranquilidad se apoderó de mí. Me parecía oír una voz que decía que no me preocupase, que mi sangre y mis lágrimas habían purificado el camino de la niña y disminuido mi sufrimiento. Desde entonces, siempre que me desespero, recuerdo esa voz, y me tranquilizo.
Por eso, no es una sorpresa verla llegar con el Rom Baro de nuestra tribu, que toma café, pide de beber, sonríe con ironía y se marcha. La voz me había dicho que ella iba a volver, y ahora está aquí, tal vez odio por haberla abandonado un día. No tengo que explicar por qué lo hice; nadie en el mundo podría comprenderlo.
Nos quedamos una eternidad mirándonos la una a la otra, sin decir nada, sólo mirándonos, sin sonreír, sin llorar, sin nada.
Un brote de amor sale del fondo del alma, no sé si le interesa lo que siento.
¿Tienes hambre? ¿Quieres comer algo?
El instinto. Siempre el instinto en primer lugar. Ella dice que sí con la cabeza. Entramos en el pequeño cuarto en el que vivo y que al mismo tiempo hace las veces de sala, dormitorio, cocina, y taller de costura. Lo mira todo, está atónita, pero finjo que no me doy cuenta: me acerco al fogón, vuelvo con dos platos de la espesa sopa de verduras y grasa animal. Preparo un café fuerte, y cuando voy a echarle el azúcar, oigo su primera frase:
Solo, por favor. No sabía que hablaba en inglés.
Iba a decirle “me enseñó tu padre”, pero me controlo. Comemos en silencio, y a medida que va pasando el tiempo, todo empieza a parecerme familiar; estoy ahí con mi hija, ella anduvo por el mundo pero ya ha vuelto, ha conocido otros caminos y vuelve a casa. Sé que es una ilusión, pero la vida me ha dado tantos momentos de dura realidad que me resulta fácil soñar un poco.
¿quién es esa santa? – señala un cuadro de la pared.
Santa Sara, la patrona de los gitanos. Siempre he querido visitar su iglesia, en Francia, pero no podemos salir de aquí. Nunca conseguiría el pasaporte, ni permiso, ni…
Iba a decir: “Aunque lo consiguiese, no tendría dinero” pero interrumpo mi frase. Ella podría pensar que le estoy pidiendo algo.
… Y tengo mucho trabajo.
Vuelve el silencio. Ella termina la sopa, enciende un cigarrillo, su mirada no dice nada, ni un sentimiento.
¿Pensaste que volverías a verme?
Le respondo que sí. Lo supe ayer, por la mujer del Rom Baro, que estaba en el restaurante.
Se acerca una tormenta. ¿No quieres dormir un poco?
No oigo ningún ruido. Ni el viento sopla más fuerte, ni tampoco menos que antes. Prefiero charlar.
Créeme. Tengo todo el tiempo que quieras, tengo toda la vida que me queda para estar a tu lado.
No digas eso ahora.
…pero estás cansada- sigo, fingiendo que no he oído su comentario.
Veo que la tormenta se acerca. Como todas las tempestades, trae destrucción; pero al mismo tiempo moja los campos, y la sabiduría del cielo baja con la lluvia. Como toda tempestad, tiene que pasar. Cuanto más violenta, más rápida.
Gracias a Dios he aprendido a afrontar las tempestades.
Y, como si las santas Marías del Mar me escuchasen, empiezan a caer las primeras gotas sobre el tejado de zinc. Ella acaba su cigarrillo, yo le cojo las manos, la llevo hasta mi cama. Ella se acuesta y cierra los ojos.
No sé cuánto tiempo duerme; y yo la contemplo sin pensar en nada, y la voz que un día había oído en el bosque me dice que todo está bien, que no tengo que preocuparme, que los cambios que el destino provoca en las personas son favorables so sabemos descifrar su contenido. No sé quién la había recogido del orfanato, la había educado, la había transformado en la mujer independiente qua parece ser. Rezo una ración por la familia que había permitido a mi hija sobrevivir y cambiar de vida. En mitad de la oración, siento celos, desesperación, arrepentimiento, y dejo de conversar con santa Sara; ¿era realmente importante que regresase? Aquí estaba todo lo que perdí y jamás podré recuperar.
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