J. Coetzee - Desgracia

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A los cincuenta y dos años, David Lurie tiene poco de lo que enorgullecerse. Con dos divorcios a sus espaldas, apaciguar el deseo es su única aspiración, sus clases en la universidad son un mero trámite para él y para los estudiantes. Cuando se destapa su relación con una alumna, David, en un acto de soberbia, preferirá renunciar a su puesto antes que disculparse en público. Rechazado por todos, abandona Ciudad del Cabo y va a visitar la granja de su hija Lucy. Allí, en una sociedad donde los códigos de comportamiento, sean de blancos o de negros, han cambiado, donde el idioma es una herramienta viciada que no sirve a este mundo naciente, David verá hacerse añicos todas sus creencias en una tarde de violencia implacable. Una historia profunda, extraordinaria, que por momentos atenaza el corazón, y siempre, hasta el final, subyuga.

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Va directo al grano.

– Si Lucy y yo nos volviésemos a Ciudad del Cabo, ¿tú estarías dispuesto a mantener en marcha la parte de la granja que le corresponde? Podríamos pagarte un salario, o podrías hacerlo con un porcentaje por determinar, un porcentaje sobre beneficios, claro.

– He de mantener en marcha la granja de Lucy -dice Petrus-. He de ser el capataz de la granja. -Pronuncia esas palabras como si no las hubiera oído nunca, como si acabaran de brotar delante de sus narices, tal como brota un conejo de una chistera.

– Pues sí, digamos que serías el capataz de la granja si es eso lo que quieres.

– Y algún día volvería Lucy.

– Estoy seguro de que volvería. Tiene muchísimo apego a esta granja. No tiene ninguna intención de abandonar, pero de un tiempo a esta parte lo ha pasado bastante mal. Necesita un respiro, unas vacaciones.

– Junto al mar -dice Petrus, y sonríe mostrándole los dientes amarillos de tanto fumar.

– Sí, junto al mar, si es lo que quiere. -Lo irrita esa costumbre que tiene Petrus de dejar las palabras suspendidas en el aire. Hubo un tiempo en que pensó que tal vez podría hacerse amigo de Petrus. Ahora lo detesta. Hablar con Petrus es como liarse a puñetazos con un saco lleno de arena-. No creo que ninguno de los dos tengamos ningún derecho. a tratar de influir en Lucy si ella decide tomarse un descanso -dice-. Ni tú, ni yo.

– ¿Cuánto tiempo he de ser el capataz de la granja?

– Todavía no lo sé, Petrus. Ni siquiera lo he comentado con Lucy, solo he comenzado a explorar esa posibilidad, a sondearte, por ver si estarías de acuerdo.

– Y he de hacerlo todo: he de dar de comer a los perros, he de plantar las verduras, he de ir al mercado…

– Petrus, no hace ninguna falta que confecciones una lista. Ni siquiera habrá perros. Si te lo pregunto es solo así, en términos generales: ¿estarías dispuesto a cuidar de la granja?

– ¿Y cómo iré al mercado si no tengo la furgoneta?

– Eso no es más que un detalle. Ya discutiremos los detalles más adelante. Ahora solo querría una respuesta en general, sí o no.

Petrus menea la cabeza.

– Es demasiado, es demasiado -dice.

Inesperadamente hay una llamada de la policía, de un tal sargento detective Esterhuyse, de Port Elizabeth. Han recuperado su vehículo. Está en el depósito de la comisaría de New Brighton, por donde puede pasar a identificarlo y a reclamarlo. Han detenido a dos hombres.

– Eso es estupendo -dice-. Ya casi había renunciado a toda esperanza.

– No, señor; el expediente sigue abierto durante dos años.

– ¿En qué condiciones se encuentra el coche? ¿Puede circular?

– Sí, puede circular.

En un estado de regocijo casi desconocido para él, viaja con Lucy a Port Elizabeth y luego a New Brighton, en donde siguen las indicaciones de Van Deventer Street hasta llegar a una comisaría de policía que es un edificio de una sola planta, como un fortín, rodeado por una valla de dos metros de altura coronada de alambre de espino. Hay señales que prohíben aparcar delante de la comisaría. Estacionan más abajo en la calle.

– Te espero en el coche -dice Lucy. -¿Seguro?

– Sí, no me gusta este sitio. Prefiero esperar.

Se persona en el departamento de denuncias, y de allí lo acompañan por un dédalo de pasillos hasta la Unidad de Vehículos Robados. El sargento detective Esterhuyse, un hombre bajito, rubio y gordo, revisa sus archivos y luego lo conduce a un aparcamiento en el que descansan veintenas de vehículos pegados unos a otros, sin dejar apenas una rendija entre ellos. Comienzan a recorrer las hileras.

– ¿Dónde lo han encontrado? -pregunta a Esterhuyse.

– Aquí mismo, en New Brighton. Ha tenido usted suerte. Lo corriente con los Corolla más antiguos es que los ladrones los desguacen para vender las piezas.

– Me dijo que se habían realizado dos detenciones.

– Dos individuos. Los pillamos gracias a un chivatazo. Encontramos una casa repleta de artículos robados. Televisores, vídeos, frigoríficos, de todo.

– ¿Y dónde están ahora?

– En libertad bajo fianza.

– ¿No habría sido más lógico llamarme antes de ponerlos en libertad, de modo que los identificase? Ahora que están en la calle, seguro que desaparecen. Eso lo sabe usted de sobra.

El detective guarda un silencio asfixiante.

Se detienen ante un Corolla blanco.

– Ese coche no es el mío -dice-. El mío tenía matrícula CA. Lo dice en el expediente. -Le señala el número que figura en la primera hoja: CA 507644.

– Suelen repintarlos, les ponen matrículas falsas, las cambian como si tal cosa.

– Con todo, este coche no es el mío. ¿Puede abrirlo?

El detective abre el coche. El interior huele a periódicos mojados y a pollo frito.

– No tenía equipo de música -dice-. No es mi coche. ¿Está seguro de que mi coche no estará en otro lugar del depósito?

Terminan un recorrido exhaustivo por el depósito. El coche no aparece. Esterhuyse se rasca el cogote.

– Haré una comprobación -dice-. Algo ha debido de traspapelarse. Déjeme su número de teléfono, lo llamaré.

Lucy lo espera sentada al volante de la furgoneta con los ojos cerrados. Él repica en la ventanilla, ella le abre la portezuela.

– Todo ha sido un error -dice al subirse al coche-. Tienen un Corolla, pero no es el mío.

– ¿Has visto a los hombres?

– ¿A los hombres?

– Dijiste que habían detenido a dos.

– Han vuelto a salir en libertad bajo fianza. De todos modos, no es mi coche. Esos dos detenidos no pueden ser los que se llevaron mi coche.

Se hace un silencio.

– ¿Te parece una conclusión lógica? -dice ella.

Arranca el motor y da un tirón del volante.

– No estaba al tanto de que tuvieras tanto interés en que los cogieran -dice él. Percibe la irritación que sin duda se le nota en la voz, pero no hace nada por frenarla-. Si los detienen, habrá un juicio y todo lo que un juicio comporta. Tendrás que testificar. ¿Estás preparada para eso?

Lucy apaga el motor. Se le pone la cara rígida y lucha por contener las lágrimas.

– Sea como fuere, la pista se ha enfriado. Nuestros amigos no van a dejarse sorprender, y menos en el estado en que se encuentra la policía. Más vale que nos olvidemos de todo el asunto.

Se contiene. Se está convirtiendo en un pelma, un pesado, pero eso no puede evitarlo.

– Lucy, de verdad creo que ya va siendo hora de que afrontes tus posibilidades. O te quedas a vivir en una casa repleta de feos recuerdos y sigues dándole vueltas a lo que te sucedió, o dejas a un lado todo el episodio, lo dejas atrás y comienzas un nuevo capítulo en otra parte. Tal como entiendo que están las cosas, tienes esas dos opciones. Sé que te gustaría quedarte, pero ¿no deberías considerar al menos el otro camino? ¿Es que no podemos hablar de esto como dos personas, como dos seres racionales?

Ella menea la cabeza.

– Yo ya no puedo hablar más, David. Es que no puedo -dice con suavidad, deprisa, como si le diera miedo que se le pudieran secar las palabras en la boca-. Sé que no me expreso con mucha claridad, y ojalá pudiera, créeme. Pero no puedo. No puedo por ser tú quien eres y por ser yo quien soy. Y lo lamento. Lamento lo de tu coche. Lamento la decepción.

Apoya la cabeza sobre los brazos; se estremece al ceder al llanto.

De nuevo lo invade un sentimiento conocido: apatía, indiferencia, pero también ingravidez, como si algo lo hubiera corroído por dentro y solo quedase la cáscara erosionada de su corazón. Un hombre en semejante estado, piensa, ¿cómo va a encontrar las palabras, cómo va a encontrar la música que traiga de vuelta a los muertos?

Sentada en el bordillo de la acera, a menos de cuatro metros, una mujer con zapatillas y un vestido hecho jirones los mira fijamente, enfurecida. Pone una mano protectora sobre el hombro de Lucy. Mi hija, piensa: mi queridísima hija. A quien no he sabido guiar. Mi hija, que un día de estos tendrá que guiarme.

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