J. Coetzee - Desgracia

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A los cincuenta y dos años, David Lurie tiene poco de lo que enorgullecerse. Con dos divorcios a sus espaldas, apaciguar el deseo es su única aspiración, sus clases en la universidad son un mero trámite para él y para los estudiantes. Cuando se destapa su relación con una alumna, David, en un acto de soberbia, preferirá renunciar a su puesto antes que disculparse en público. Rechazado por todos, abandona Ciudad del Cabo y va a visitar la granja de su hija Lucy. Allí, en una sociedad donde los códigos de comportamiento, sean de blancos o de negros, han cambiado, donde el idioma es una herramienta viciada que no sirve a este mundo naciente, David verá hacerse añicos todas sus creencias en una tarde de violencia implacable. Una historia profunda, extraordinaria, que por momentos atenaza el corazón, y siempre, hasta el final, subyuga.

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Se pone colorada. Ha pasado mucho tiempo desde que vio por última vez a una mujer de mediana edad ponerse colorada de semejante forma. Se ha sonrojado hasta la raíz del cabello.

– Sin embargo, Grahamstown te resultará muy tranquilo -murmura-. Por comparación, claro.

– No me importa Grahamstown. Al menos estoy al margen de las tentaciones. Por otra parte, no vivo en Grahamstown. Vivo en una granja con mi hija.

Al margen de las tentaciones: un comentario falto de tacto para hacérselo a una mujer, incluso a una mujer anodina. Pero no será anodina a ojos de todo el mundo. Tuvo que haber un tiempo en el que Bill Shaw viera algo en la joven Bev. Y tal vez también otros hombres.

Trata de imaginársela con veinte años menos, cuando su cara, mirando hacia arriba, sobre su cuello tan corto, tuvo que resultar coqueta, y su piel llena de pecas, acogedora, saludable. Por impulso, extiende la mano y le pasa un dedo sobre los labios.

Ella baja la mirada, pero no se retrae. Al contrario, responde apretando los labios contra su mano -besándosela incluso-, sin dejar de estar furiosamente colorada.

Eso es todo lo que sucede. No llegan más allá. Sin mediar una palabra más, él se marcha de la clínica. A sus espaldas, la oye apagar las luces.

A la tarde siguiente recibe una llamada de ella.

– ¿Podemos vernos en la clínica, a eso de las cuatro?

No es una pregunta, sino más bien un anuncio; lo hace con voz aflautada, tensa. A punto está de preguntarle: «¿Para qué?», pero tiene la sensatez de callarse. Podría apostarse cualquier cosa a que ella no ha recorrido antes ese camino. En su inocencia, ese debe de ser el modo en que da por hecho que se llevan a cabo los adulterios: la mujer telefonea a su perseguidor, se declara dispuesta.

La clínica no está abierta los lunes. Él entra y cierra con llave por dentro. Bev Shaw está en el quirófano, de pie, de espaldas a él. La abraza; ella le roza con la oreja el mentón; los labios de él se sumergen en los rizos pequeños y prietos de su cabello.

– Hay mantas -dice ella-. En el armario. En la estantería de abajo.

Dos mantas, una rosa y una gris, traídas de su casa, de contrabando, por una mujer que durante la última hora seguramente se ha bañado y se ha empolvado y se ha ungido para ese momento; una mujer que, por lo que él alcanza a saber, se ha empolvado y se ha ungido todos los domingos, y ha guardado un par de mantas en el armario, más que nada por si acaso. Una mujer que supone que, como él viene de la gran ciudad, como ha sido piedra de escándalo y el escándalo sigue unido a su nombre, hace el amor con muchas mujeres y cuenta con que le haga el amor a toda mujer que se cruce en su camino.

Hay que optar entre la mesa de operaciones y el suelo. Tiende las mantas en el suelo, la gris debajo y la rosa encima. Apaga la luz, sale de la habitación, se cerciora de que la puerta de atrás esté cerrada, espera. Oye el rumor de las ropas cuando ella se desviste. Bev. Jamás soñó que iba a acostarse con Bev.

Yace inmóvil bajo la manta; solo asoma la cabeza. Ni siquiera con una luz tan tenue hay encanto alguno en esa visión. Quitándose los calzoncillos, se acomoda al lado de ella y le pasa las manos por el cuerpo. No tiene pechos que se diga. Su cuerpo recio, sin cintura apenas, es como un barreño pequeño.

Ella le aprieta la mano, le pasa algo. Un preservativo. Está todo previsto de antemano, de principio a fin.

Del congreso entre los dos al menos él podrá decir que cumple con su deber. Sin pasión, pero también sin disgusto. De modo que al final Bev Shaw se sienta contenta consigo misma. Todo lo que se había propuesto ella lo ha logrado. Él, David Lurie, ha sido socorrido tal como es socorrido un hombre por una mujer; su amiga Lucy Lurie ha recibido ayuda con una visita difícil de tratar.

Que no me olvide de este día, se dice él tumbado junto a ella cuando ya están agotados. Después de las dulces y jóvenes carnes de Melanie Isaacs, a esto he terminado por llegar. A esto tendré que empezar a acostumbrarme, a esto y a mucho menos que esto.

– Se hace tarde -dice Bev Shaw-. Tengo que irme.

Él aparta la manta a un lado y se pone en pie sin hacer ningún esfuerzo por ocultarse. Que su mirada abarque su ración de Romeo, piensa él, que se detenga en sus hombros algo caídos y en sus flacas piernas. Desde luego que se hace tarde. Pende en el horizonte un postrer resplandor carmesí; la luna luce en lo alto; el humo se ha posado en el aire; del otro lado de una franja de tierra yerma, de las primeras hileras de chabolas, llega un ronroneo de voces. Ante la puerta, Bev se aprieta por última vez contra él, apoya la cabeza sobre su pecho. Él la deja hacer, tal como le ha dejado hacer todo lo que ella ha tenido necesidad de hacer. Sus pensamientos vuelan hacia Emma Bovary en el momento en que se planta ante el espejo después de su primera tarde triunfal. ¡Tengo un amante, tengo un amante!, canturrea Emma para sí. Bueno, pues dejemos que la pobrecita Bev Shaw regrese a su casa y cante lo que tenga que cantar. Y ya basta de llamarla pobrecita Bev Shaw Si ella es pobre, él está en bancarrota.

18

Petrus ha conseguido que alguien le preste un tractor, aunque él no tiene ni idea de dónde lo ha sacado, y le ha adaptado un viejo arado rotatorio que estaba oxidándose detrás del establo desde mucho antes de que llegara Lucy a la granja. En pocas horas ha roturado todas sus tierras. Todo muy ágil y muy profesional; todo muy impropio de África. En los viejos tiempos -es decir, hace diez años- habría tardado varios días y solo habría contado con la ayuda de un buey y un arado.

Frente a este nuevo Petrus, ¿qué posibilidades tiene Lucy? Petrus llegó en calidad de aparcero, transportista, aguador. Ahora está demasiado ajetreado con sus cosas para hacerse cargo esas. ¿Dónde va a encontrar Lucy a alguien que le cave las zanjas, le lleve las cosas de acá para allá, se encargue del agua de riego? De ser esta una partida de ajedrez, él diría que Lucy ha perdido sus opciones en todos los frentes. Si tuviera algo de sentido común, renunciaría a todo: se acercaría al Banco de Crédito Agrícola, idearía un trato con ellos, consignaría la granja a nombre de Petrus, volvería a la civilización. Podría abrir una perrera o una simple guardería para perros en los suburbios; podría incluso ampliar el negocio a los gatos. También podría volver a lo que hacía con sus amigos en sus tiempos de hippy: labores de costura y tejido al estilo étnico, alfarería al estilo étnico, cestería al estilo étnico, venta de abalorios a los turistas.

Derrotada. No es difícil imaginar a Lucy dentro de diez años: una mujer gruesa, con surcos de tristeza en la cara, vestida con ropas muy pasadas de moda, hablando con sus animales, comiendo sola. Un asco de vida, pero mejor de todas formas que pasar sus días temerosa de sufrir una nueva agresión, cuando los perros ya no basten para protegerla y ya nadie coja el teléfono.

Se aproxima a Petrus, que está en el lugar que ha escogido para construir su nueva residencia. Está en una loma poco elevada, desde la que se domina la granja. El topógrafo ya le ha hecho una visita, las estacas ya están clavadas en los sitios correspondientes.

– ¿No te irás a encargar tú mismo de la construcción? -le pregunta.

Petrus se ríe.

– No, ese es un trabajo para especialistas -responde-. Para la albañilería, los alicatados y todo lo demás, hay que ser un especialista. No, yo solo cavaré las zanjas de los cimientos. Eso sí puedo hacerlo; para eso no hay que ser especialista, es un trabajo normal para un chico. Para cavar, basta con ser un chico.

Petrus pronuncia la palabra como si de veras le hiciera gracia. En otro tiempo sí fue un chico, ahora ya no. Ahora puede jugar a ser un chico, tal como María Antonieta pudo jugar a ser una sencilla lechera.

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