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J. Coetzee: Desgracia

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J. Coetzee Desgracia

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A los cincuenta y dos años, David Lurie tiene poco de lo que enorgullecerse. Con dos divorcios a sus espaldas, apaciguar el deseo es su única aspiración, sus clases en la universidad son un mero trámite para él y para los estudiantes. Cuando se destapa su relación con una alumna, David, en un acto de soberbia, preferirá renunciar a su puesto antes que disculparse en público. Rechazado por todos, abandona Ciudad del Cabo y va a visitar la granja de su hija Lucy. Allí, en una sociedad donde los códigos de comportamiento, sean de blancos o de negros, han cambiado, donde el idioma es una herramienta viciada que no sirve a este mundo naciente, David verá hacerse añicos todas sus creencias en una tarde de violencia implacable. Una historia profunda, extraordinaria, que por momentos atenaza el corazón, y siempre, hasta el final, subyuga.

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Desde el principio fue muy satisfactorio, justamente lo que él buscaba. Había dado en el clavo. Al cabo de un año no ha sentido ninguna necesidad de volver a la agencia.

Entonces se produjo el encuentro accidental en Saint George's Street y el extrañamiento subsiguiente. Aunque Soraya sigue sin faltar a sus citas, él percibe una frialdad creciente; ella se transforma en una mujer más y él en otro cliente cualquiera.

Él tiene una idea atinada de cómo hablan entre sí las prostitutas sobre los hombres que las frecuentan, en concreto los hombres de edad avanzada. Cuentan anécdotas, se ríen, pero también se estremecen, tal como alguien se estremece al ver una cucaracha en el lavabo cuando va al cuarto de baño en plena noche. No falta mucho para que con finura, con malicia, también él sea fuente de estremecimientos parecidos. Es un destino al que no puede escapar.

El cuarto jueves después del incidente, cuando ya se dispone a dejar el apartamento, Soraya le hace el anuncio para el cual se ha aprestado él con todas sus fuerzas.

– Tengo a mi madre enferma. Voy a tomarme unas vacaciones para cuidarla. No vendré la semana que viene.

– Y la semana siguiente?

– No estoy segura. Depende de cómo evolucione. Lo mejor sería que llamaras antes por teléfono.

– No tengo tu número.

– Llama a la agencia. Allí te informarán de mis planes.

Aguarda unos días, luego llama a la agencia. ¿Soraya? Soraya ya no sigue con nosotros, le dice el encargado. No, no podemos ponerle en contacto con ella, eso es contrario a las normas de la casa. ¿No desea que le presente a una de nuestras chicas? Tenemos muchísimas exóticas para elegir: malayas, tailandesas, chinas, lo que usted quiera.

Pasa una velada con otra Soraya -da la impresión de que Soraya se ha convertido en un nom de commerce muy habitual en una habitación de hotel en Long Street. Esta no tiene más de dieciocho años, no tiene práctica, a su juicio es desabrida.

– Bueno, ¿y a qué te dedicas? -le pregunta ella al desnudarse.

– Un negocio de exportación e importación -contesta.

– Hay que ver -dice ella.

En su departamento trabaja una nueva secretaria. Se la lleva a almorzar a un restaurante discretamente alejado del campus universitario y la escucha; mientras ella da cuenta de la ensalada de langostinos, le habla del colegio de sus hijos. Hay traficantes que incluso se pasean por el patio, le dice, y la policía no hace nada. Su marido y ella llevan ya tres años inscritos en el consulado de Nueva Zelanda, en lista de espera para obtener un permiso de emigración.

– Vosotros lo tuvisteis mucho más fácil. O sea, no me refiero a lo bueno y a lo malo de la situación, sino a que al menos sabíais cuál era vuestro sitio.

– ¿Nosotros? -dice él-. ¿Quiénes?

– Los de tu generación. Ahora todo el mundo escoge qué leyes son las que quiere obedecer. Esto es la anarquía. ¿Cómo vas a educar a tus hijos si están rodeados por la anarquía?

Se llama Dawn. La segunda vez que la lleva a almorzar por ahí hacen una parada en casa de él y se acuestan juntos. Resulta un fracaso. A sacudidas, agarrándose con uñas y dientes a quién sabe qué, ella alcanza un frenesí de excitación que, al final, a él tan solo le repugna. Le presta un peine, la lleva en su coche al campus.

Después de ese encuentro la rehuye y pone especial empeño en evitar la oficina en que trabaja. A cambio, ella lo mira mostrándose dolida y luego lo desaira.

Tendría que dejarlo de una vez por todas, retirarse, renunciar al juego. ¿A qué edad, se pregunta, se castró Orígenes? No es la más elegante de las soluciones, desde luego, pero es que envejecer no reviste ninguna elegancia. Es mera cuestión de despejar la cubierta, para que uno al menos pueda concentrarse en hacer lo que han de hacer los viejos: prepararse para morir.

¿No cabría la posibilidad de abordar a un médico y planteárselo? Debe de ser una operación sumamente simple; a los animales se la practican a diario, y los animales sobreviven bastante bien si hacemos hace caso omiso de cierto poso de tristeza. Amputar, anudar: con anestesia local, una mano firme y un punto de flema, cualquiera incluso podría practicárselo a sí mismo siguiendo un libro de texto. Un hombre sentado en una silla dándose un tajo: feo espectáculo, pero no más feo, al menos desde cierto punto de vista, que ese mismo hombre cuando se ejercita sobre el cuerpo de una mujer.

Sigue estando Soraya. Debería dar por cerrado ese capítulo. Muy al contrario, paga a una agencia de detectives para que la localicen. En cuestión de pocos días ha conseguido su verdadero nombre, su dirección, su número de teléfono. Llama a las nueve de la mañana, hora a la que su marido y sus hijos seguramente no estarán en casa.

– ¿Soraya? -dice-. Soy David. ¿Cómo estás? ¿Cuándo podemos volver a vernos?

Sigue un largo silencio antes de que ella diga algo.

– No sé quién es usted -dice-. Y está acosándome en mi propia casa. Le pido que nunca vuelva a llamarme a este número, nunca más.

Pedir. Quiere decir exigir. Esa estridencia le sorprende: hasta ese instante jamás ha dado muestras de ser capaz de algo semejante. Sin embargo, ¿qué puede esperarse del depredador cuando asoma como un intruso en la guarida de la zorra, en el cubil de sus cachorros?

Cuelga el teléfono. Nubla su ánimo una sombra de envidia del marido al que jamás ha visto.

2

Sin los interludios de los jueves, la semana se torna monótona como el desierto. Hay días en los que ya no sabe qué hacer con su tiempo.

Pasa más horas en la biblioteca de la universidad y lee todo lo que encuentra sobre el círculo de Byron y sus allegados, incrementando sus notas sobre el asunto, que ya llenan dos gruesas carpetas. Disfruta de la quietud que a última hora de la tarde se adueña de la sala de lectura, disfruta del paseo que después da hasta su casa: el aire cortante del invierno, las calles húmedas y relucientes.

Un viernes por la noche regresa a su casa dando un rodeo por los viejos jardines de la universidad, y de pronto se fija en que una de sus alumnas recorre el mismo sendero que él. Va unos pasos por delante. Se llama Melanie Isaacs, es de su curso de los poetas románticos. No es la mejor de sus alumnas, pero tampoco es de las peores: es bastante lista, pero le falta interés.

Va remoloneando; no tarda en alcanzarla.

– Hola -le dice.

Ella le devuelve la sonrisa a la vez que cabecea; tiene una sonrisa más taimada que tímida. Es pequeñita y delgada, lleva el pelo negro muy corto, tiene los pómulos anchos, casi como una china, y los ojos grandes y oscuros. Siempre viste de manera llamativa. Hoy lleva una minifalda marrón combinada con un jersey de color mostaza y medias negras. Las tachuelas doradas del cinturón hacen juego con las bolas de oro que lleva por pendientes.

Está bastante colado por ella. No es algo nuevo: prácticamente no deja pasar un trimestre sin enamorarse en mayor o menor medida de alguna de sus alumnas. Ciudad del Cabo: una ciudad pródiga en belleza, en bellezas.

¿Sabrá ella que él está por la labor? Es probable. Las mujeres son sensibles a esas cosas, al peso que tiene esa mirada cargada de deseo.

Ha llovido; en las canaletas que bordean el camino canta el suave murmullo del agua.

– Mi estación preferida, y la hora del día que más me gusta -dice él-. ¿Vives por aquí?

– Ahí al lado. En un piso compartido.

– ¿Y eres de Ciudad del Cabo?

– No, nací y me crié en George.

– Yo vivo aquí cerca. ¿Puedo invitarte a tomar algo?

Una pausa, cautela.

– De acuerdo, pero he de marcharme a las siete y media.

De los jardines pasan al tranquilo reducto residencial en el que vive él desde hace veinte años, primero con Rosalind, y luego, tras el divorcio, solo.

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