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J. Coetzee: Desgracia

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J. Coetzee Desgracia

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A los cincuenta y dos años, David Lurie tiene poco de lo que enorgullecerse. Con dos divorcios a sus espaldas, apaciguar el deseo es su única aspiración, sus clases en la universidad son un mero trámite para él y para los estudiantes. Cuando se destapa su relación con una alumna, David, en un acto de soberbia, preferirá renunciar a su puesto antes que disculparse en público. Rechazado por todos, abandona Ciudad del Cabo y va a visitar la granja de su hija Lucy. Allí, en una sociedad donde los códigos de comportamiento, sean de blancos o de negros, han cambiado, donde el idioma es una herramienta viciada que no sirve a este mundo naciente, David verá hacerse añicos todas sus creencias en una tarde de violencia implacable. Una historia profunda, extraordinaria, que por momentos atenaza el corazón, y siempre, hasta el final, subyuga.

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Mientras prepara sus clases de comunicación, revolotean en su cabeza frases, melodías, fragmentos de canciones de esa obra todavía no escrita. Nunca ha sido ni se ha sentido muy profesor; en esta institución del saber tan cambiada y, a su juicio, emasculada, está más fuera de lugar que nunca. Claro que, a esos mismos efectos, también lo están otros colegas de los viejos tiempos, lastrados por una educación de todo punto inapropiada para afrontar las tareas que hoy día se les exige que desempeñen; son clérigos en una época posterior a la religión.

Como no tiene ningún respeto por las materias que imparte, no causa ninguna impresión en sus alumnos. Cuando les habla, lo miran sin verlo; olvidan su nombre. La indiferencia de todos ellos lo indigna más de lo que estaría dispuesto a reconocer. No obstante, cumple al pie de la letra con las obligaciones que tiene para con ellos, con sus padres, con el estado. Mes a mes les encarga trabajos, los recoge, los lee, los devuelve anotados, corrige los errores de puntuación, la ortografía y los usos lingüísticos, cuestiona los puntos flacos de sus argumentaciones y adjunta a cada trabajo una crítica sucinta y considerada, de su puño y letra.

Sigue dedicándose a la enseñanza porque le proporciona un medio para ganarse la vida, pero también porque así aprende la virtud de la humildad, porque así comprende con toda claridad cuál es su lugar en el mundo. No se le escapa la ironía, a saber, que el que va a enseñar aprende la lección más profunda, mientras que quienes van a aprender no aprenden nada. Es uno de los rasgos de su profesión que no comenta con Soraya. Duda que exista una ironía capaz de estar a la altura de la que vive ella en la suya.

En la cocina del piso de Green Point hay un hervidor, tazas de plástico, un bote de café instantáneo, un cuenco lleno de bolsitas de azúcar. En la nevera hay una buena cantidad de botellas de agua mineral. En el cuarto de baño, jabón y una pila de toallas; en el armario, ropa de cama limpia y planchada.

Soraya guarda su maquillaje en un neceser. Es un sitio asignado, nada más: un sitio funcional, limpio, bien organizado.

La primera vez que lo recibió, Soraya llevaba pintalabios de color bermellón y sombra de ojos muy marcada. Como no le gustaba ese maquillaje pegajoso, le pidió que se lo quitara. Ella obedeció; desde entonces, no ha vuelto a maquillarse. Es de esas personas que aprenden rápido, que se acomodan, se amoldan a los deseos ajenos.

A él le agrada hacerle regalos. Por Año Nuevo le regaló un brazalete esmaltado; por el festejo con que concluye el Ramadán, una pequeña garza de malaquita que le llamó la atención en el escaparate de una tienda de regalos. Él disfruta con la alegría de ella, una alegría sin afectación.

Le sorprende que una hora y media por semana en compañía de una mujer le baste para sentirse feliz, a él, que antes creía necesitar una esposa, un hogar, un matrimonio. En fin de cuentas, sus necesidades resultan ser muy sencillas, livianas y pasajeras, como las de una mariposa. No hay emociones, o no hay ninguna salvo las más difíciles de adivinar: un bajo continuo de satisfacción, como el runrún del tráfico que arrulla al habitante de la ciudad hasta que se adormece, o como el silencio de la noche para los habitantes del campo.

Piensa en Emma Bovary cuando regresa a su domicilio, saciada, con la mirada vítrea, después de una tarde de follar sin parar. ¡Asíque esto es la dicha!, dice Emma maravillada al verse en el espejo. ¡Asíque esta es la dicha de la que hablael poeta! En fin: si la pobre, espectral Emma llegara alguna vez a aparecer por Ciudad del Cabo, él se la llevaría de paseo uno de esos jueves por la tarde para enseñarle qué puede ser la dicha: una dicha moderada, una dicha temperada.

Un sábado por la mañana todo cambia. Está en el centro de la ciudad para resolver unas gestiones; va caminando por Saint George's Street cuando se fija de pronto en una esbelta figura que camina por delante de él, en medio del gentío. Es Soraya, es inconfundible, y va flanqueada por dos niños, dos chicos. Los tres llevan bolsas y paquetes; han estado de compras.

Titubea, decide seguirlos de lejos. Desaparecen en la Taberna del Capitán Dorego. Los chicos tienen el cabello lustroso y los ojos oscuros de Soraya. Sólo pueden ser sus hijos.

Sigue de largo, vuelve sobre sus pasos, pasa por segunda vez delante de la Taberna del Capitán Dorego. Los tres están sentados a una mesa junto a la ventana. A través del cristal, por un instante, la mirada de Soraya se encuentra con la suya.

Siempre ha sido un hombre de ciudad, capaz de hallarse a sus anchas en medio de un flujo de cuerpos en el que el erotismo anda al acecho y las miradas centellean como flechas. Sin embargo, esa mirada entre Soraya y él es algo que lamenta en el acto.

En su cita del jueves siguiente ninguno de los dos menciona lo sucedido. No obstante, ese recuerdo pende incómodo entre los dos. Él no tiene el menor deseo de alterar lo que para Soraya debe de ser una precaria doble vida. A él le parecen muy bien las dobles vidas, las triples vidas, las vidas vividas en compartimientos estancos. Tal vez, si acaso, siente una mayor ternura por ella. Tu secreto está a salvo conmigo: eso es lo que quisiera decir.

Pese a todo, ni él ni ella pueden dejar a un lado lo ocurrido. Los dos niños se convierten en presencias que se interponen entre ellos, que se esconden como sombras quietas en un rincón de la habitación en donde copulan su madre y ese desconocido. En brazos de Soraya él pasa a ser fugazmente su padre: padre adoptivo, padrastro, padre en la sombra. Después, cuando sale de la cama de ella, nota los ojos de los dos chiquillos que lo escrutan con curiosidad, a hurtadillas.

A su pesar, centra sus pensamientos en el otro padre, en el padre de verdad. ¿Tiene acaso alguna idea, sabe siquiera por asomo en qué anda metida su mujer, o tal vez ha elegido la dicha de la ignorancia?

Él no tiene hijos varones. Pasó su niñez en una familia compuesta por mujeres. A medida que fueron desapareciendo la madre, las tías, las hermanas, a su debido tiempo fueron sustituidas por amantes, esposas, una hija. Estar en compañía de mujeres lo ha llevado a ser un amante de las mujeres y, hasta cierto punto, un mujeriego. Con su estatura, su buena osamenta, su tez olivácea, su cabello ondulado, siempre ha contado con un alto grado de magnetismo. Cada vez que miraba a una mujer de una determinada forma, con una intencionalidad determinada, ella siempre le devolvía la mirada; de eso podía estar seguro. Así ha vivido: durante años, durante décadas, esa ha sido la columna vertebral de su vida.

Y un buen día todo terminó. Sin previo aviso, lo abandonaron sus poderes. Las miradas que en sus buenos tiempos sin duda hubieran respondido a la suya pasaban de largo, pasaban a través de él. De la noche a la mañana se convirtió en una presencia fantasmal. Si le apetecía una mujer, a partir de entonces tuvo que aprender a requebrarla; muchas veces, de uno u otro modo, tuvo que comprarla.

Existió en un ansioso aluvión de promiscuidades. Tuvo líos con las esposas de algunos colegas; ligó con las turistas en los bares del paseo marítimo o en el club Italia; se acostó con furcias.

Conoció a Soraya en una pequeña sala de espera, en penumbra, ante la oficina principal de Acompañantes Discreción, una habitación con persianas venecianas, con plantas en los rincones y olor a tabaco rancio en el aire. En el catálogo de la empresa figuraba bajo el epígrafe: «Exóticas». En la fotografía aparecía con una flor de la pasión en el cabello y unas sombras casi inapreciables en el rabillo del ojo. El pie decía: «Solamente tardes». Eso fue lo que lo llevó a decidirse, la promesa de una estancia con las persianas entornadas, sábanas frescas, horas robadas.

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