J. Coetzee - El maestro de Petersburgo

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Este es otro de los libros traducidos al castellano del escritor sudafricano. En 1869 un novelista ruso exiliado vuelve a St. Petersburgo para recoger los efectos personales de su hijastro muerto. El novelista se ve envuelto en un mundo de sospechas revolución y peligro cuando descubre que la policía zarista ha descubierto entre sus enseres ciertos papeles incriminatorios. En este libro de alto contenido psicológico, Coetzee recrea la mente de Feodor Dostoievski (autor de "Crimen y castigo" y "Los hermanos Karamazov"). El gran novelista está obsesionado con descubrir si la muerte de su hijastro fue un asesinato o un suicidio, encontrándose sumergido en la subcultura violenta revolucionaria de la Rusia de 1869. Lo que Coetzee nos muestra es un retrato psicológico entremezclado con la trama típica de un Thriller.

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Esas últimas palabras le salen con tal petulancia que él no puede disimular una sonrisa. El propio Nechaev se sonroja, presa de la confusión.

– Ojalá tenga ocasión de ser padre antes de llegar a esa edad, para que sepa a qué sabe este cáliz.

– Yo nunca seré padre-musita Nechaev.

– ¿Cómo lo sabe? No puede estar tan seguro. Todo lo que puede hacer el hombre es derramar la simiente; después, esta tiene vida propia.

Nechaev sacude la cabeza con vehemencia. ¿Qué pretende decir? ¿Que él no derrama su simiente? ¿Que ha jurado voto de castidad, como Jesucristo?

– No puede estar tan seguro -repite con más cautela-. La simiente se convierte en hijo, el príncipe se convierte en rey. Cuando un día esté usted sentado en el trono (si es que para entonces no se ha volado la tapa de los sesos, claro está), cuando la tierra esté llena de principitos escondidos en sótanos y en buhardillas, tramando todos su caída, ¿qué es lo que hará? ¿Ordenar a sus soldados que los degüellen a todos?

Nechaev está que se sube por las paredes.

– Pretende usted enojarme con sus tontas parábolas. Lo sé todo sobre su propio padre; Pavel Isaev me habló de él, me dijo que era un tiranuelo, que todo el mundo le odiaba, hasta que sus propios aparceros lo mataron. Cree usted que, como su padre y usted se odiaban el uno al otro, la historia del mundo ha de ser simplemente la historia de las guerras que se libran entre padres e hijos. No entiende usted el sentido de la revolución. La revolución es el fin de todo lo antiguo, incluidos padres e hijos. Es el fin de la sucesión y las dinastías. Y se renueva incesantemente, si es revolución de verdad. Con cada nueva generación, la vieja revolución queda invalidada y la historia empieza de nuevo. He ahí la nueva idea, la idea verdaderamente nueva. Año uno. Carta blanca. Todo se reinventa, todo se borra y renace: la ley, la moralidad, la familia, todo. Todos los prisioneros son puestos en libertad, todos los delitos son perdonados. La idea es tan tremenda que usted no alcanza a entenderla, como tampoco la entienden los de su generación. Mejor dicho, usted la entiende demasiado bien, y pretende asfixiarla en su cuna.

– ¿Y el dinero? Cuando se perdonen los delitos, ¿se redistribuirá el dinero?

– Mucho más que eso. De vez en cuando, en el momento en que menos se lo espere la gente, declararemos que el dinero existente carece de valor y emitiremos una nueva moneda. Ese fue el error de los franceses, permitir que el dinero antiguo siguiera en circulación. Los franceses no hicieron una verdadera revolución, porque no tuvieron el valor de ir hasta el final. Liquidaron a la aristocracia, pero no eliminaron la antigua manera de pensar. En nuestras escuelas se enseñará la manera de pensar propia del pueblo, la que ha estado reprimida durante todo este tiempo. Todo el mundo irá de nuevo a la escuela, incluidos los profesores. Los campesinos serán los maestros, y los maestros pasarán a ser alumnos. En nuestras escuelas haremos hombres y mujeres nuevos del todo. Todos renacerán con un nuevo corazón.

– ¿Y Dios? ¿Qué pensará Dios de todo eso?

El joven se ríe de puro júbilo.

– ¿Dios? Dios estará verde de envidia.

– Así que usted cree en Dios.

– ¡Por supuesto! ¿Qué sentido tendría no creer? Lo mismo daría prenderle fuego a todo, convertir el mundo en ceniza. No; iremos ante Dios, nos presentaremos de pie ante su trono, lo llamaremos. ¡Y vendrá! No le quedará más remedio que escucharnos. ¡Y entonces por fin estaremos todos juntos en un mismo pie de igualdad!

– ¿Y los ángeles?

– Los ángeles formarán círculos a nuestro alrededor entonando el hosanna. Los ángeles estarán embelesados. También ellos serán libres para caminar por la tierra como hombres de a pie.

– ¿Y las almas de los muertos?

– ¡Qué cantidad de preguntas hace usted! También las almas de los muertos, Fiodor Mijailovich, también, si así le parece. Las almas de los muertos volverán a caminar por la tierra, por supuesto. Si así le parece, también Pavel Isaev. Lo que podemos hacer no tiene límite.

¡Qué charlatán! Sin embargo, él ya no sabe quién domina la situación: no sabe si está jugando con Nechaev o si es Nechaev el que juega con él. Es como si todas las barreras se hicieran añicos al tiempo: la barrera que contiene las lágrimas, la barrera que contiene la risa. Si Anna Sergeyevna estuviera aquí, y es una idea que le acude a la memoria sin que él quiera, estaría en condiciones de decirle las palabras que han faltado en todo este tiempo.

Da un paso adelante y, con lo que le parece la fuerza de un gigante, abraza a Nechaev y lo estrecha. En su abrazo, atrapa los brazos del muchacho contra sus costados, y nota el hedor agrio de su carne forunculada; sollozando, riendo, lo besa en ambas mejillas. Cintura contra cintura, pecho contra pecho, permanece entrelazado con él.

Se oyen pasos por las escaleras. Nechaev se libra como puede de su abrazo.

– ¡Por fin vienen! -exclama. Los ojos le brillan triunfales.

Se vuelve. En la entrada hay una mujer vestida de negro con un incongruente sombrerito blanco. En la penumbra, con los ojos borrosos por las lágrimas, no sabe qué edad tendrá.

Nechaev parece decepcionado.

– ¡Ah! -dice-. ¡Perdone! Pase, pase.

Pero la mujer permanece donde está. Lleva bajo el brazo algo envuelto en una tela blanca. Los niños tienen un olfato más agudo que el suyo. Todos juntos, sin mediar palabra, se dejan caer del catre y pasan por entre los dos hombres. La niña tira de la tela y el olor del pan recién hecho inunda el sótano. Sin mediar palabra parte dos trozos y se los da a sus hermanos. Apretados contra las faldas de su madre, con las miradas ausentes e inexpresivas, se ponen a comer. Como los animales, piensa: saben de dónde viene, y no les importa.

16 La Imprenta

Hace una inclinación de cabeza ante la mujer. Bajo el ridículo sombrerito que lleva asoma una cara un tanto tímida, juvenil, pecosa. Siente un rápido aleteo de interés sexual por ella, pero se apaga enseguida. Debería llevar una corbata negra, o un brazalete negro, a la italiana, y así su posición en el mundo estaría mucho más clara, inclusive para él. Y no sería un hombre en plenitud de facultades, sino solamente medio hombre. Si no, debería llevar en la solapa una medalla con la efigie de Pavel. Su mejor mitad, la que ha perdido, la mitad que aún estaba por ser.

– Debo irme dice.

Nechaev lo mira con desdén.

– Váyase -dice-, nadie se lo impide. Se cree -dice a la mujer- que no sé adonde piensa ir.

El comentario le resulta gratuito.

– ¿Adonde cree que voy a ir?

– ¿Quiere que se lo diga con todas las letras? ¿No es esta su ocasión de vengarse?

Vengarse: después de lo que acaba de ocurrir, esa palabra es como si una vejiga de cerdo le fuese aplastada contra la cara. Es la palabra de Nechaev, el mundo de Nechaev: un mundo de venganza. ¿Qué tiene que ver con él? Con todo, esa fea palabra no le ha sido arrojada a la cara sin razón. Se acuerda de algo: la conducta de Nechaev cuando se conocieron, el roce de las faldas contra el respaldo de su silla, la presión del pie por debajo de la mesa, el modo en que hizo uso de su cuerpo, desvergonzado y sin embargo torpe y falto de aplomo. ¿Tiene ese muchacho una idea clara de lo que quiere, o simplemente se limita a ver como puede por qué camino le lleva? Es como yo; yo era como él, piensa; solo que yo no tenía ese valor. Y añade: ¿Será esa la causa de que Pavel lo siguiera, será que intentaba adquirir el valor? ¿Será esa la causa de que aquella noche subiera a la chimenea?

Cada vez se aclaran más las cosas: Nechaev no quedará satisfecho hasta caer en manos de la policía, hasta haber probado también eso. De ahí que insista tanto en poner a prueba su valor y su resolución. Y saldrá indemne; no cabe la menor duda. No se vendrá abajo. Poco importa que lo apaleen, que lo tengan a pan y agua, que él no cederá, que si quisiera caerá enfermo. Puede que pierda toda la dentadura, pero mantendrá intacta su sonrisa. Arrastrará sus extremidades tronzadas, rugiendo con la fuerza de un león.

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