J. Coetzee - El maestro de Petersburgo

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Este es otro de los libros traducidos al castellano del escritor sudafricano. En 1869 un novelista ruso exiliado vuelve a St. Petersburgo para recoger los efectos personales de su hijastro muerto. El novelista se ve envuelto en un mundo de sospechas revolución y peligro cuando descubre que la policía zarista ha descubierto entre sus enseres ciertos papeles incriminatorios. En este libro de alto contenido psicológico, Coetzee recrea la mente de Feodor Dostoievski (autor de "Crimen y castigo" y "Los hermanos Karamazov"). El gran novelista está obsesionado con descubrir si la muerte de su hijastro fue un asesinato o un suicidio, encontrándose sumergido en la subcultura violenta revolucionaria de la Rusia de 1869. Lo que Coetzee nos muestra es un retrato psicológico entremezclado con la trama típica de un Thriller.

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La chimenea del Muelle Stolyarny está en pie desde que fue construida la ciudad de Petersburgo, pero hace mucho tiempo que no se utiliza. Aunque hay un letrero que prohíbe el paso, se ha convertido en uno de los sitios preferidos por los chavales más osados de la vecindad, que trepan por una espiral de asideros de hierro clavados por fuera, primero hasta el horno de la fundición, a unos treinta o cuarenta metros sobre el suelo, y luego mucho más arriba, hasta lo alto de la chimenea de ladrillo.

Las grandes puertas claveteadas están cerradas a cal y canto, pero la portezuela de atrás ha sido derribada a patadas, hace mucho tiempo, por estos vándalos. A la sombra de esta entrada les espera un hombre. Saluda a la finesa en un murmullo; ella le sigue dentro.

El aire huele a excrementos y a argamasa enmohecida. De lo oscuro les llega un apagado chorro de obscenidades. El hombre enciende un fósforo con el que prende un farol. Casi bajo sus pies hay tres personas apiñadas en un jergón. Él aparta la mirada.

El hombre del farol es Nechaev; lleva un capote negro de oficial de granaderos. Tiene una palidez innatural. ¿Se le ha olvidado lavarse el maquillaje?

– Las alturas me dan vértigo, así que yo espero aquí abajo -dice la finesa-. Él le enseñará el lugar.

Una escalera de caracol asciende por el interior de la torre. Sujetando el farol bien alto, Nechaev comienza a subir. En ese espacio cerrado, las pisadas de los dos hacen un ruido tremendo.

– Llevaron a su hijastro por aquí -dice Nechaev-. Lo más probable es que antes lo emborrachasen, para que les fuese más fácil la tarea.

Pavel. Aquí.

Suben y suben. El pozo de la chimenea, allá abajo, es engullido por las tinieblas. Cuenta hacia atrás los días que han pasado desde la muerte de Pavel, llega a veinte, pierde la cuenta, empieza de nuevo, la vuelve a perder. ¿Es posible que hace tantos días Pavel subiera por esos mismos peldaños? ¿A qué se debe que no logre contarlos? Los peldaños, los días… algo tienen que ver unos con otros. Cada peldaño sustrae un día más de la suma de Pavel. Una suma y una resta paulatinas y simultáneas ¿Será eso lo que le confunde?

Alcanzan la cima de las escaleras y salen a una ancha grada de acero. Su guía columpia el farol alrededor.

– Por aquí -dice.

Vislumbra la maquinaria oxidada.

Salen luego muy por encima del muelle, a una plataforma que corona el exterior de la torre y que circunda una balaustrada que le llega a la cintura. A uno de los lados se ve encastrado en la pared el mecanismo de una polea y el gancho de una gruesa cadena.

El viento los zarandea nada más salir. Se quita el sombrero y se agarra a la balaustrada, procurando no mirar abajo. Es una metáfora, se dice, eso es todo: otra palabra que designa la pérdida de la conciencia, el no estar aquí, una ausencia. Nada nuevo. El epiléptico lo sabe todo: la aproximación al borde, la mirada hacia abajo, el empujón del alma, el pensar que piensa que enloquece una y otra vez, como si una campana tocase a rebato dentro de su cabeza. El tiempo tocará a su fin, y no habrá muerte.

Se aferra con todas sus fuerzas a la balaustrada, mueve la cabeza para despejar el vértigo. Metáforas… ¡qué tontería! No hay más que la muerte, solo la muerte. La muerte no es metáfora de nada. La muerte es la muerte. Nunca debería haber accedido a venir. Ahora, durante el resto de mi vida veré todo esto, una visión fantasmal: los tejados de San Petersburgo lustrados por la lluvia, la hilera de minúsculas farolas que jalonan el muelle.

Con los dientes apretados, se repite esas palabras no tendría que haber venido. Pero todos los noes empiezan a hacerse añicos, igual que pasó con Ivanov. No debería estar aquí, luego aquí debería estar. No veré nada más, luego lo veré todo. ¿Qué mareo es este, qué enfermedad del raciocinio?

Su guía ha dejado dentro el farol. Tiene una intensa conciencia del joven cuerpo que está junto al suyo, sin duda recio, nervudo, dotado de una fuerza infatigable. En cualquier momento podría sujetarlo por la cintura, levantarlo en vilo, dejarlo caer al vacío. Pero ¿quién es el que está en la plataforma? ¿Quién es él?

Despacio, se vuelve a mirar al joven.

– Si es verdad que Pavel fue conducido aquí para ser asesinado -dice-, le perdono que me haya traído. Pero si esto no es más que una monstruosa treta, si fue usted quien lo empujó, le advierto que no habrá perdón.

Están a poco más de un palmo de distancia. La luna está velada, les azotan las ráfagas de lluvia, y él sigue sin embargo convencido de que Nechaev no se le resiste. Con toda probabilidad, su adversario ya ha pasado por ese juego de principio a fin y lo conoce en todas sus variantes: de todo lo que pueda decir, nada le sorprenderá. Si no, es un demonio al que las maldiciones le resbalan como si fuesen agua.

– Debería darle vergüenza hablar así -dice Nechaev-. Pavel Isaev fue uno de nuestros camaradas. Nosotros fuimos su familia cuando no tenía familia. Usted se marchó al extranjero y lo abandonó aquí. Usted perdió todo contacto con él, se convirtió en un extraño para él. Ahora aparece como caído del cielo y no hace más que lanzar acusaciones infundadas contra las únicas personas realmente cercanas a él que encontró en este mundo. -Se ciñe mejor el capote-. ¿Sabe a qué me recuerda usted? Al típico pariente lejano que aparece en el entierro con el bolso al hombro, venido a saber de dónde, para reclamar una herencia de una persona a la que no vio en toda su vida. Para Pavel Alexandrovich, usted no es más que un primo segundo, un primo tercero, y no su padre. Ni siquiera su padrastro.

Es un golpe bajo, doloroso. A duras penas intenta dejar a un lado a Nechaev, pero su antagonista le impide el paso.

– ¡No haga caso omiso a lo que le estoy diciendo, Fiodor Mijailovich! Usted perdió a Isaev y nosotros lo salvamos. ¿Cómo se atreve a sospechar siquiera que nosotros pudimos haber causado su muerte?

– ¡Júremelo por la inmortalidad de su alma!

Mientras lo dice, se da cuenta del retintín melodramático que ha dado a sus palabras. De hecho, toda esta escena -dos hombres subidos a una plataforma que solo ilumina a ratos la luna, a gran altura y desafiando a los elementos, gritando para entenderse por encima del viento, denunciándose el uno al otro- es falsa y melodramática. Ahora bien, ¿dónde han de encontrarse palabras más verdaderas, palabras a las que Pavel asintiera con un gesto, con su lento sonreír?

– No pienso jurar por algo en lo que no creo -dice Nechaev sin espontaneidad-. Pero la razón misma debería persuadirle de que le estoy diciendo la verdad.

– ¿Y qué me dice de Ivanov? ¿También debería indicarme la razón que es usted inocente, que no tuvo nada que ver en la muerte de Ivanov?

– ¿Quién es ese Ivanov?

– Ivanov era el nombre que utilizaba el desgraciado cuya misión era vigilar el edificio en que vivo, en el que vivía Pavel, en donde me visitó su amiga.

– ¡Ah, el chivato de la policía! ¡El que hizo buenas migas con usted! ¿Qué le ha pasado?

– Ayer lo encontraron muerto.

– ¿Y qué? Nosotros perdemos a uno, ellos pierden a otro.

– ¿Que pierden a otro? ¿Está equiparando a Pavel con Ivanov? ¿Es así como llevan las cuentas?

Nechaev menea la cabeza.

– Deje a un lado las personalidades; solo sirven para añadir confusión. Los colaboracionistas tienen infinidad de enemigos. El pueblo los detesta. La muerte de ese Ivanov no me sorprende en modo alguno.

– Yo tampoco era amigo de Ivanov, ni me agradaba el trabajo que hacía. Pero eso no es motivo suficiente para asesinarlo. Y lo que dice del pueblo, ¡qué estupidez! El pueblo no lo ha hecho. El pueblo no trama asesinatos. Ni tampoco disimula sus huellas.

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