John Updike - Terrorista

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Ahmad ha nacido en New Prospect, una ciudad industrial venida a menos del área de Nueva York. Es hijo de una norteamericana de origen irlandés y de un estudiante egipcio que desapareció de sus vidas cuando tenía tres años. A los once, con el beneplácito de su madre, se convirtió al Islam y, siguiendo las enseñanzas de su rigorista imam, el Sheij Rashid, lo fue asumiendo como identidad y escudo frente a la sociedad decadente, materialista y hedonista que le rodeaba.
Ahora, a los dieciocho, acuciado por los agobios y angustias sexuales y morales propios de un adolescente despierto, Ahmad se debate entre su conciencia religiosa, los consejos de Jack Levy el desencantado asesor escolar que ha sabido reconocer sus cualidades humanas e inteligencia, y las insinuaciones cada vez más explícitas de implicación en actos terroristas de Rashid. Hasta que se encuentra al volante de una furgoneta cargada de explosivos camino de volar por los aires uno de los túneles de acceso a la Gran Manzana.
Con una obra literaria impecable a sus espaldas, Updike asume el riesgo de abordar un tema tan delicado como la sociedad estadounidense inmediatamente posterior al 11 de Septiembre. Y lo hace desde el filo más escarpado del abismo: con su habitual mezcla de crueldad y empatía hacia sus personajes, se mete en la piel del «otro», de un adolescente árabe-americano que parece destinado a convertirse en un «mártir» inmisericorde, a cometer un acto espeluznante con la beatífica confianza del que se cree merecedor de un paraíso de huríes y miel.

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– ¿Sí? ¿Quién es?

– Chehab -dice Charlie-. Y el conductor.

Habla tan bajo que Ahmad duda que lo hayan oído, pero la puerta se abre y aparece un joven huraño. A Ahmad le parece haber visto antes a este hombre, pero no puede pararse a pensarlo porque Charlie, con la rigidez que surge del miedo, lo toma del brazo bruscamente y lo empuja adentro. El interior huele a hormigón empapado de aceite y a una sustancia inesperada que Ahmad reconoce de cuando trabajó de aprendiz durante dos veranos, de quinceañero, en la brigada de parques y jardines: fertilizante. El olor acre y cáustico le tapona la nariz y los senos; también percibe los efluvios que ha dejado un soplete oxiacetilénico y el hedor a cuerpos de varón encerrados y necesitados de un baño. Ahmad se pregunta si estos hombres -son dos, el más joven y esbelto y uno mayor, más recio, quien resulta ser el técnico- estaban entre los cuatro del bungalow en la costa de Jersey. Sólo los vio unos minutos, en una habitación sin mucha luz y después a través de una ventana sucia, pero exudaban esta misma tensión hosca, la de los corredores de fondo que han entrenado demasiado tiempo. Les molesta que les hagan hablar. Pero han de mostrar la deferencia debida a un proveedor y organizador que está un nivel por encima de ellos. Miran a Ahmad con una especie de terror, como si, al faltarle tan poco para convertirse en mártir, fuera ya un espectro.

«Lā ilāha illā Allāh» , los saluda, para tranquilizarlos. Sólo el más joven -y aun siéndolo le saca algunos años a Ahmad- se digna contestarle, «Muhammad rasūlu Allāh» , murmurando la fórmula como si le hubieran arrancado esta indiscreción con un engaño. Ahmad ve que tampoco se espera de ellos reacción humana alguna, ningún matiz de afinidad ni de humor; son agentes, soldados, unidades. Se yergue, buscando causarles buena impresión, aceptando el papel que le imponen.

En el aire, enclaustrado y espeso, flotan los rastros de la vida previa del edificio como taller mecánico: las vigas del techo, con sus cadenas y poleas para levantar motores y ejes; los bancos de trabajo e hileras de cajones cuyos tiradores han ennegrecido dedos embadurnados de grasa; tableros de clavijas en los que están pintadas las siluetas de herramientas ausentes; fragmentos de alambre, chapa metálica y tubos de caucho tirados donde los dejó la última mano al final de la última reparación; montones de latas de aceite desechadas, junturas, correas de transmisión y envoltorios vacíos en los rincones, detrás de bidones de aceite usados como cubos de basura. En el centro del suelo de hormigón, bajo las pocas luces que están encendidas, hay un camión parecido al Excellency en tamaño y forma, en cuya cabina se apelotonan, como los tubos que mantienen con vida a un paciente, alargadores eléctricos. En vez de un Ford Tritón E-350, es un GMC 3500, no de color naranja sino blanco crudo, tal y como salió de fábrica. En un lateral están escritas, en mayúsculas negras pintadas con esmero pero no muy profesionalmente, las palabras PERSIANAS AUTOMÁTICAS.

A primera vista, el camión no le gusta mucho a Ahmad, el vehículo transmite cierto anonimato furtivo, una impersonalidad genérica. Tiene un aspecto destartalado, paupérrimo. En el arcén de la autopista de New Jersey a menudo ha visto viejos sedanes de los años sesenta y setenta, enormes, de dos colores, cubiertos de acabados en cromo, y averiados, junto a los cuales se apiñaba alguna desventurada familia de negros a la espera de que la policía estatal acudiera al rescate y la grúa se llevara su desvencijada ganga. Este camión de color blanco hueso rezuma esa misma pobreza, esos mismos intentos patéticos por estar a la altura de América, por sumarse a la lenta corriente mayoritaria de los cien kilómetros por hora. El Subaru marrón de su madre, el guardabarros recompuesto con masilla y el esmalte rojo raído durante años por el aire ácido de New Jersey, era otro intento patético. Por el contrario, el Excellency , con su naranja brillante y sus letras con bordes doradas, tiene una jovialidad límpida; cierto aire circense, como ha dicho Charlie.

El mayor y más bajo de los dos expertos, que resulta imperceptiblemente más amable, le hace una seña a Ahmad para que se asome con él al interior de la cabina. Sus manos, con las puntas de los dedos manchadas de aceite, se desplazan hasta un elemento anómalo entre los asientos: una caja metálica del tamaño de un estuche de puros, pintada de gris militar, con dos salientes en la parte superior a los que están conectados unos cables aislados que se pierden en la parte del remolque. Como el fondo del espacio que queda entre el asiento del conductor y el del copiloto es profundo y de difícil acceso, el aparato no se apoya en el suelo sino en una caja de plástico, de las que se usan para las botellas de leche, puesta boca abajo, y está asegurado a ella con cinta aislante. En un lado del detonador -pues es lo que debe de ser- hay un interruptor amarillo, y en el centro, hundido un centímetro en un hueco donde cabría un pulgar, un botón rojo y brillante. El código de color delata la simplicidad militar, de los procedimientos lo más simples posibles con que se instruye a jóvenes ignorantes, a los que se les pone un botón hundido para evitar detonaciones fortuitas. El hombre le explica a Ahmad:

– Este interruptor, interruptor de seguridad. Mueves a la derecha, zas, así, cargas dispositivo. Luego, aprietas botón y mantienes: ¡bum! Cuatro mil kilos de nitrato amónico atrás. El doble que McVeigh. Necesarios para romper el revestimiento de metal del túnel. -Con las manos engrasadas dibuja un círculo como demostración.

– Túnel -repite Ahmad bobamente, nadie le había hablado de ningún túnel-, ¿qué túnel?

– Lincoln -contesta el hombre, ligeramente sorprendido pero sin más emoción que la de un interruptor encendido-. En el Holland, camiones están prohibidos.

Ahmad lo digiere en silencio. El hombre se vuelve hacia Charlie.

– ¿Lo sabe?

– Ahora sí -dice Charlie.

El tipo sonríe a Ahmad, le faltan algunos dientes, está más amable. Con mucha soltura, describe con las manos un círculo más grande.

– Hora punta por la mañana -detalla-. En el lado de Jersey. Túnel de la derecha, único para camiones. Es el más nuevo de los tres, mil novecientos cincuenta y uno. Más nuevo pero no más fuerte. Construcciones antiguas eran mejores. En segundo tercio, punto débil, donde hay una curva. Incluso si revestimiento exterior aguanta y no entra agua, el sistema de aire quedará destruido y todos ahogarán. Humo, presión. Para ti, no dolor, tampoco momento de pánico. Y sí felicidad por el éxito y cálida bienvenida de Dios.

Ahmad recuerda un nombre mencionado hace varias semanas:

– ¿Es usted el señor Karini?

– No, no -responde-. No, no, no. Tampoco amigo. Amigo de amigo: todos luchamos por Dios contra América.

El experto más joven, no mucho mayor que Ahmad, oye la palabra América y pronuncia una airada frase en árabe que Ahmad no entiende. Le pregunta a Charlie:

– ¿Qué ha dicho?

Charlie se encoge de hombros.

– Lo típico.

– ¿Estás seguro de que esto funcionará?

– Como mínimo, provocará un montón de daños. Será un buen mensaje. Habrá ríos de tinta en el mundo entero. En las calles de Damasco y Karachi la gente bailará, y todo gracias a ti, campeón.

El hombre mayor, aún sin identificar, añade:

– En El Cairo también. -Y vuelve a esbozar su sonrisa de dientes cuadrados, separados, manchados de tabaco. Se golpea en el pecho con el puño y le dice a Ahmad-: Egipcio.

– ¡Mi padre también! -exclama Ahmad, aunque en su búsqueda de vínculos sólo acierta a preguntar-: ¿Qué le parece Mubarak?

La sonrisa desaparece:

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