El profesor declara:
– Las imperfecciones residen sin duda en nuestro interior, en nuestra ignorancia, y en las anotaciones que los primeros discípulos y escribas hicieron de las palabras del Profeta. El mismo título de esta sura, por ejemplo, podría ser un error en la transcripción del nombre del monarca de Abraha, Alfilas, que una omisión de las últimas letras habría dejado en al-Fīl: el elefante. Puede conjeturarse que las bandadas de aves son una metáfora de algún tipo de proyectil lanzado por una catapulta, y si no, queda la visión tosca de que se tratara de criaturas aladas, menos impresionantes que el Roc de Las mil y una noches pero presumiblemente más numerosas, clavando sus picos en los ladrillos de arcilla, los bi-hijāratin. Verás que si tomamos esta aleya, la cuarta, hay algunas vocales largas que no están a final de versículo. Pese a que desdeñaba el título de poeta, el Profeta, sobre todo en estos primigenios versos mequíes, logró algunos efectos exquisitos. Pero sí, la versión que nos ha llegado, aunque sería blasfemo tacharla de imperfecta, está necesitada, a causa de nuestra ignorancia de mortales, de interpretación, y las interpretaciones, a lo largo de catorce siglos, han diferido. El significado exacto de la palabra ababil, por ejemplo, sigue siendo tras tanto tiempo una conjetura, pues no aparece en ningún lugar más. Hay una locución griega, querido Ahmad, para designar una palabra tan única y por tanto indeterminable: hapax legomenon. En la misma sura, sijjīl es otra palabra enigma, aunque se repite tres veces a lo largo del Libro Sagrado. El propio Profeta previó las dificultades y, en el séptimo versículo de la tercera sura, «La familia de Imrán», admite que algunas expresiones son unívocas, muhkamat, pero que otras son sólo asequibles a Dios. Quienes siguen estos pasajes poco claros, llamados mutashībihāt, son los enemigos de la fe verdadera, «los de corazón extraviado», en palabras del Profeta, mientras que los sabios y los fieles dicen: «Creemos en ello; todo procede de nuestro Señor». ¿Te estoy aburriendo, querido pupilo?
– Oh, no -contesta Ahmad con sinceridad, pues mientras el profesor prosigue con su murmullo informal, el alumno siente que un abismo se abre en su interior, la sima de lo antiguo, por definición problemático e inaccesible.
El sheij, inclinándose hacia delante en su gran sillón, retoma con enérgica vehemencia su discurso, gesticulando indignado con sus manos de largos dedos.
– Los estudiosos ateos de Occidente alegan, en su ciega vileza, que el Libro Sagrado es una mezcolanza de fragmentos y adulteraciones reunidas aprisa y dispuestas en el orden más infantil posible, a bulto, las suras más largas al principio. Afirman encontrar interminables puntos oscuros y entresijos. Recientemente, por ejemplo, ha habido una controversia bastante curiosa acerca de los dictámenes académicos de un especialista alemán en lenguas del Oriente Medio, un tal Christoph Luxenberg, quien mantiene que muchas de las oscuridades del Corán desaparecen si en lugar de leer las palabras en árabe lo hacemos como si fueran homónimos siríacos. Incluso tiene la osadía de afirmar que, en las magníficas suras «El humo» y «El monte», las palabras que tradicionalmente se han leído como «huríes vírgenes de grandes ojos oscuros» significan en realidad «pasas blancas» de «claridad cristalina». De manera similar, los donceles inmortales que son comparados con perlas desgranadas, citados en la sura llamada «Hombre», deberían interpretarse como «pasas enfriadas», en referencia a una bebida refrescante hecha de pasas que sería servida con extrema cortesía en el Paraíso, mientras que los condenados beben metal fundido en el Infierno. Me temo que esta particular relectura haría del Paraíso un lugar considerablemente menos atractivo para muchos hombres jóvenes. ¿Qué dices tú al respecto, como bello joven que eres? -Con una vivacidad casi cómica, el profesor acentúa su inclinación hacia delante, apoyando los pies en el suelo de modo que sus zapatos negros desaparecen de la vista; queda a la espera, los labios y los párpados abiertos.
– Oh, no. Yo tengo sed de Paraíso -dice, sorprendido, Ahmad, pese a que su abismo interior continúa ensanchándose.
– Y no es atractivo sin más -insiste el sheij Rachid-, un lugar agradable de visitar, como Hawai, sino que es algo que anhelamos, algo por lo que suspiramos ardientemente, ¿no es así?
– Sí.
– ¿Hasta el punto de ser impacientes con este mundo, sombra remota y tenue del que viene después?
– Sí, exacto.
– E incluso si las huríes de ojos negros son simplemente pasas blancas, ¿te hace eso perder apetito por el Paraíso?
– Oh, no, señor, qué va -responde Ahmad, mientras en su cabeza se arremolinan estas otras imágenes ultramundanas.
Si bien algunos podrían tomar como satíricas estas chanzas provocadoras del sheij Rachid, e incluso como un peligroso flirteo con el fuego eterno, Ahmad siempre las ha entendido en un sentido mayéutico, como el señuelo con que hacer pasar al alumno por algunas oscuridades y complicaciones necesarias para así enriquecer una fe superficial y completamente inocente. Pero hoy los roces de la ironía mayéutica son más lacerantes, irritan el estómago del muchacho, que quiere que la lección termine ya.
– Bien -pronuncia el profesor cerrando sus labios en un terso brote de carne-. Siempre he sido del parecer que las huríes son metáforas de una dicha más allá de la imaginación, una dicha casta e interminable, y no se refieren a la copulación literal con mujeres físicas, con mujeres cálidas, rellenas, serviles. Sin duda, la copulación común es la misma esencia de lo terrenal pasajero, del goce vano.
– Pero… -balbucea Ahmad, sonrojándose de nuevo.
– ¿Pero?
– Pero el Paraíso tiene que existir, ser un lugar de verdad. -Por supuesto, estimado muchacho. ¿Qué otra cosa iba a ser?
Con todo, para avanzar un poco en este asunto de la perfección textual, incluso en las declaraciones más dóciles que se encuentran en las suras atribuidas al gobierno de Medina por parte del Profeta, los estudiosos infieles dicen haber encontrado desaciertos. ¿Podrías leerme…? Lo sé, las sombras se alargan, el día de primavera está muriendo tristemente al otro lado de la ventana. Lee, por favor, la aleya catorce de la sura sesenta y cuatro, «El engaño mutuo».
Ahmad hojea su manoseado ejemplar del Corán hasta encontrar la página y despacha en voz alta:
– yā āyyuhd 'lladhina āmānū inna min azwājikum wa awlādi-kum 'aduw-wan lakum fa 'hdharūhum, wa in ta'fū wa tasfahū wa taghfirū fa-inna 'llāha ghafūrun rahim.
– Bien. Bastante bien, quiero decir. Tenemos que trabajar más, por supuesto, en tu acento. ¿Podrías decirme, Ahmad, en dos palabras, cuál es su significado?
– Pues… dice que en vuestras esposas e hijos tenéis un enemigo. Cuidado con ellos. Pero si, esto…, sabéis disculpar y ser tolerantes y perdonar, Dios será indulgente y misericordioso.
– ¡Esposas e hijos! ¿Qué hay de enemigo en ellos? ¿Qué causaría su necesidad de perdón?
– Bueno, quizás es porque te pueden distraer de yihad, de la lucha consagrada a acercarse a Dios.
– ¡Perfecto! ¡Eres un bellísimo pupilo, Ahmad! Yo no lo podría haber dicho mejor, «ta'fū wa tasfahū wa taghfirū»: 'af ā y safaba, ¡absteneos y apartaos! ¡Alejaos de estas mujeres de carnes no celestiales, de este equipaje terrenal, de estas impuras prisioneras de la fortuna! ¡Viajad ligeros, directos al Paraíso! Dime, querido Ahmad, ¿te da miedo entrar en el Paraíso?
– Oh, no, señor. ¿Por qué iba a darme miedo? Lo deseo, como todos los buenos musulmanes.
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