Ha ido durante siete años dos veces por semana, hora y media, para instruirse en el Corán, pero en el resto de su tiempo no tiene oportunidad de usar el árabe clásico. El elocuente idioma, al-lugha al-fushā, todavía se asienta torpemente en la boca de Ahmad, con todas sus sílabas guturales y sus consonantes enfáticas; y resulta desconcertante para sus ojos: las letras en cursiva, con sus correspondientes salpicaduras de signos diacríticos, le parecen pequeñas, y leerlas de derecha a izquierda aún precisa de un cambio de marcha en su cabeza. En cuanto las enseñanzas, tras haber avanzado poco a poco por el texto sagrado, se someten a revisión, recapitulación y perfeccionamiento, el sheij Rachid muestra su preferencia por las suras cortas más antiguas, las mequíes, poéticas, intensas y crípticas en comparación con los fragmentos prosaicos de la primera parte del Libro, en la que el Profeta se proponía gobernar Medina con leyes pormenorizadas y consejos mundanos.
Hoy el profesor dice:
– Empecemos por «El elefante». Es la sura ciento cinco.
Como el sheij Rachid no quiere contaminar el árabe clásico, concienzudamente aprendido por su alumno, con los sonidos de una variedad coloquial moderna, al-lugha al-'āmmiyya -así lo dice en apresurado dialecto yemení-, da las clases en un inglés fluido pero algo solemne, hablando con cierta repugnancia, acomodando sus labios de color violeta, enmarcados entre su cuidada barba y su bigote, como si quisiera mantener una distancia irónica.
– Lee en voz alta -le indica a Ahmad-, que se note el ritmo, por favor. -Y cierra los ojos para escuchar mejor; en sus párpados bajados asoman capilares púrpura, vívidos sobre su ceroso rostro.
Ahmad recita la fórmula invocatoria:
– bi-smi llāhi r-rah-māni r-rahlī m. -Con tensión por la demanda de ritmo de su maestro, emprende alzando la voz la primera aleya de la sura-: a-lam tara kayfa fa'ala rabbuka bi-asha'bi 'l-fīl.
Con los ojos todavía cerrados, recostado en los cojines de su espaciosa butaca de orejas, de color gris plata y respaldo alto, en la que recibe sentado al escritorio a su pupilo, el cual toma lugar junto a una esquina de la mesa en una espartana silla de plástico moldeado como las que se encuentran en los bares de aeropuerto de las ciudades pequeñas, el sheij lo previene:
– S y h: son dos sonidos separados, no digas sh. Pronúncialos como en…, esto… asshole. * Tendrás que perdonarme, es la única palabra de la lengua de los demonios que me viene a la cabeza. No te excedas en la oclusión glótica, el árabe clásico no es una de esas lenguas africanas que funcionan con chasquidos. Que fluya con facilidad, como si fuera instintivo; que lo es, por cierto, para los hablantes nativos y los estudiantes lo bastante diligentes. Mantén el ritmo a pesar de la dificultad de los sonidos. Pon el acento en la última sílaba, la que rima. ¿Recuerdas la regla? El acento cae en las vocales largas entre dos consonantes o en las consonantes seguidas primero de una vocal corta y luego de dos consonantes. Continúa, por favor, Ahmad. -Incluso la pronunciación de su nombre por parte del maestro tiene el suave filo cortante, el espíritu, de la fricativa faríngea. a-lam yaj'al kaydahum fi tadīl…
– Pon el énfasis en ese «līl -dice el sheij Rachid, con los párpados aún bajados, trémolos, como cediendo al empuje de una masa de gelatina-. Es audible incluso en la peculiar traducción del siglo diecinueve del reverendo Rodwell: «¿Acaso Él no dio al traste con sus artimañas?». -Entreabre los ojos mientras explica-: Las artimañas de los dueños del elefante. La sura supuestamente se refiere a un hecho verídico, el ataque a La Meca de Abraha al-habashí, a la sazón gobernador del Yemen, la tierra de espliego de mis antepasados guerreros. Los ejércitos, en aquel entonces, claro está, debían tener elefantes: eran los tanques Sherman MI, los humvees blindados de la época. Esperemos que tuvieran la piel más gruesa que la de los desafortunados humvees de que disponen las valientes tropas de Bush en Irak. Se cree que el suceso histórico aconteció alrededor del año en que el Profeta nació, el 570 de la era cristiana. Habría oído a sus parientes, no de boca de sus padres, puesto que el padre murió antes de que naciera su hijo y su madre cuando el Profeta tenía seis años, quizá fueran su abuelo, 'Abd al-Muttalib, y su tío, Abū Tālib; le habrían hablado éstos, pues, de esa legendaria batalla a la luz de una hoguera en los campamentos de los hachemíes. Durante un tiempo, el niño estuvo al cuidado de una niñera beduina, y quizá de ella, como se ha propuesto, bebió la pureza sagrada de su árabe.
– Señor, ha dicho usted «supuestamente», pese a que en el primer versículo de la sura se pregunta «¿No has visto?», como si el Profeta y sus oyentes lo hubieran visto.
– Mentalmente -deja ir el profesor en un suspiro-. Mentalmente, el Profeta vio muchas cosas. Y en cuanto a si el ataque de Abraha aconteció de verdad, los eruditos, todos devotos e igualmente convencidos de que el Corán fue inspirado por Dios, discrepan. Léeme las tres últimas aleyas, que son especial y profundamente arrebatadas. Deja fluir la respiración. Usa los conductos nasales. Quiero oír el viento del desierto.
– wa arsala 'alayhim tayran abābīl -salmodia Ahmad, intentando hundir la voz hasta un lugar de gravedad y belleza, muy abajo en la garganta, para sentir la sagrada vibración en los senos del cráneo-, tarmihim b-bijāratin min sijjīl -prosigue, en una envolvente resonancia, al menos en sus propios oídos- faja'alabum ka-'afīn ma'kūl.
– Eso está mejor -concede indolente el sheij Rachid, indicando que ya basta con un ademán de su blanda y blanca mano, cuyos dedos parecen sinuosamente largos a pesar de que su cuerpo, tomado entero, arropado en un caftán bordado con exquisitez, es menudo y de poca estatura. Debajo lleva unos calzones blancos, el llamado sirwāl, y sobre su pulcra cabeza, el blanco gorro sin alas de encaje, el amāma, que lo distingue como imán. Sus zapatos negros, menudos y rígidos como los de un niño, asoman bajo el dobladillo del caftán cuando los levanta y acomoda en el reposapiés acolchado con el mismo tapizado lujoso, en el que destellan miles de hilos plateados, que forra el sillón parecido a un trono desde el que imparte sus enseñanzas-. ¿Y qué nos dicen estos magníficos versículos?
– Nos dicen… -aventura Ahmad, presa del rubor por arriesgarse a mancillar el texto sagrado con una paráfrasis torpe que, además, no depende tanto de improvisar sobre su lectura del árabe antiguo como del cotejo subrepticio con alguna traducción inglesa-… nos dicen que Dios les envió bandadas de aves que los arrojaron contra piedras de arcilla, redujo a los hombres del elefante a un estado similar al de las briznas de hierba que han sido comidas. Devoradas.
– Sí, más o menos -dijo el sheij Rachid-. Las «piedras de arcilla», como tú las has llamado, seguramente formaron un muro que luego cayó, bajo el aluvión de aves, lo cual a nosotros nos parece algo misterioso pero es de suponer que está tan claro como el agua en el prototipo del Corán que permanece esculpido en el Paraíso. Ah, el Paraíso, apenas puede esperar uno.
El sonrojo de Ahmad se desvanece lentamente, dejando en su cara una corteza de inquietud. El sheij ha cerrado de nuevo los ojos, ensimismado. Cuando el silencio se alarga dolorosamente, Ahmad pregunta:
– Señor, ¿está usted sugiriendo que la versión de que disponemos, fijada por los primeros califas a los veinte años de la muerte del Profeta, es en el fondo imperfecta si la comparamos con la versión que es eterna?
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