– Le puedo preparar uno descafeinado -promete ella, demasiado entusiasta-. ¿Le gusta el instantáneo? -Sus ojos son de un verde claro, como el de las botellas de cristal en que venía antes la Coca-Cola.
– Me está tentando -se permite decir él-. Bueno, pero sólo si es rápido. ¿Adónde podemos ir, y así dejamos de molestar a Ahmad? ¿A la cocina?
– Está muy desordenada. Aún no he recogido los platos. Esperaba centrarme en mi cuadro mientras me quedasen energías. Vayamos a mi estudio, allí tengo un hornillo eléctrico.
– ¿Estudio?
– Yo lo llamo así. También es mi dormitorio. Haga como si no viera la cama. Me veo obligada al multiuso, para que a Ahmad no le falte privacidad en su habitación. Compartimos cuarto durante años, quizá demasiado tiempo. Estos apartamentos baratos, ya sabe, las paredes son como de papel.
Abre la puerta por la que había salido diez minutos antes.
– ¡Vaya! -dice Jack Levy al entrar-. Creo que Ahmad me dijo que pintaba, pero…
– Intento trabajar con formatos grandes, más luminosos. La vida es muy corta, me dije un día de repente, ¿por qué preocuparme tanto de los detalles? La perspectiva, las sombras, las uñas… la gente no se fija, y tus colegas, los otros pintores, te acusan de hacer mero figurativismo. Algunos de mis clientes habituales, como los de la tienda de regalos de Ridgewood, que venden mi material desde hace años, están un poco desconcertados por el nuevo rumbo que he tomado, pero yo les digo: «No puedo evitarlo, es la dirección que debo seguir». Si no creces, estás muerto, ¿no?
Rodeando la cama, hecha con descuido, la manta arrebujada, Levy contempla las paredes entornando los ojos, con respeto.
– ¿Y dice que los vende?
Se arrepiente de cómo lo ha expresado; ella salta a la defensiva.
– Algunos, no todos. Ni Rembrandt ni Picasso vendieron toda su obra de buenas a primeras.
– Oh, no, no quería decir… -masculla-. Son muy llamativos; es que no te lo esperas, al entrar.
– Estoy experimentando -dice ella más tranquila; todavía quiere hablar de pintura-, uso los colores tal como salen del tubo. De ese modo, el observador los mezcla en el ojo.
– Estupendo -comenta Jack Levy, deseando que concluya esta parte de la conversación. No está en su elemento.
Teresa ha puesto el hervidor con agua en el hornillo de espiral que hay sobre la cómoda, que está recubierta de óleo seco, salpicaduras o manchas mal borradas de color. A él, los cuadros le parecen bastante disparatados, pero le gusta la atmósfera que se respira ahí, el desorden y los fluorescentes que dan a la estancia un toque gélido y límpido. El olor a pintura, como la fragancia de las virutas de madera, le trae a la memoria una época pasada, cuando la gente hacía las cosas a mano, con la espalda encorvada en un taller.
– A lo mejor prefiere alguna infusión -dice ella-. Yo con la manzanilla duermo como un bebé. -Lo mira, examinándolo-. Salvo que me levanto al cabo de cuatro horas. -«Porque tengo que ir a hacer pis», le falta decir.
– Sí -contesta Jack-. Es un incordio.
El comentario, ella se ha dado cuenta, es como un punto final, se sonroja y va a comprobar el agua, que ya desprende un hilo de vapor por el pitorro del hervidor.
– He olvidado qué infusión quería. ¿Era manzanilla?
Él se resiste al lado new age de esta mujer. Si se descuida, lo próximo que ella hará será sacar sus cristales y los palitos del I Ching.
– Pensaba que habíamos quedado en café descafeinado de sobre, aunque siempre sabe a escaldado -dice él.
El rubor permanece bajo su tamiz de pecas.
– Entonces quizá prefiera no tomar nada.
– No, no, señorita… señora… -Renuncia a dirigirse a ella por su nombre-. Lo que sea, líquido y caliente, ya me está bien. Lo que usted prefiera. Está siendo muy amable. Yo no esperaba…
– Voy a buscar el café y de paso echo un vistazo a Ahmad. Odia estudiar si no me ve entrando y saliendo del salón, cree que si no lo veo no reconozco su esfuerzo, ¿entiende?
Teresa desaparece, y cuando vuelve trae en la mano -de uñas cortas y carne firme, una mano que hace cosas- un achatado tarro de cristal con polvos marrones; Jack ha apagado el hornillo para que el agua no hierva demasiado. Sus labores de madre le han llevado unos minutos; la ha oído bromear en el cuarto contiguo con voz ligera, penetrante, femenina, y también ha oído la de su hijo, sólo un poco más grave, quejándose y refunfuñando en los imprecisos términos de estudiante de instituto que él conoce demasiado bien: como si la simple existencia de los adultos fuera una prueba cruel e innecesaria a la que están sometidos. Jack intenta aprovechar la circunstancia:
– Dígame, ¿considera usted a su hijo como un típico chico de dieciocho años?
– ¿No lo es?
Tiene una vertiente maternal sensible. Sus ojos de color verde berilo lo miran desorbitados, entre pestañas incoloras que debe de pintarse con rímel de vez en cuando, pero no hoy ni ayer. En las raíces del cabello luce un tinte más suave que el rojo metálico del resto. La mueca de sus labios, el superior más relleno, un poco levantado, como cuando se presta mucha atención, le revela que ya ha agotado el caudal de simpatía del principio. Se ha puesto firme, luego impaciente; así lo ve él.
– Tal vez -dice Levy-. Pero hay algo que lo está alejando de la normalidad. -Ahora va al grano-. Escuche, él no quiere ser camionero.
– ¿No? Él cree que sí, señor…
– Levy, Teresa. Terminado en «y». Como cuando dice «ayer le vi». Alguien está presionando a Ahmad, por la razón que sea. Él puede aspirar a algo más que a conducir camiones. Es un chaval listo, bien parecido, con ideas propias. A lo que voy, me gustaría que tuviera algunos catálogos de universidades de la zona en las que todavía pueden admitirlo. Para Princeton y la Universidad de Pennsylvania ya es tarde, pero en cambio podría entrar en el New Prospect Community College, supongo que sabe dónde está, pasados los saltos de agua, o en la Fairleigh Dickinson o el Bloomfield College, y podría ir y volver cada día si no le alcanza para el alojamiento y la manutención. La cosa sería empezar a estudiar en alguna parte y, en función de cómo le vaya, ver si puede ir a alguna universidad mejor. Hoy en día todos los centros, tal y como van sus políticas, quieren diversidad, y su chico, ya por la filiación religiosa que él mismo ha elegido, o ya, y discúlpeme por decir esto, por su origen mestizo, es una especie de minoría entre las minorías… se lo quedarían seguro.
– ¿Y qué estudiaría?
– Lo que todos: ciencia, arte, historia. Que si el origen de la humanidad, de la civilización. Cómo hemos llegado aquí. Esas cosas. Sociología, economía, incluso antropología… lo que más le motive. Que sea él quien decida. En la actualidad hay pocos estudiantes universitarios que al principio ya sepan qué quieren estudiar, y aun éstos luego cambian de opinión. Ése es el objetivo de la formación superior, dejar que cambies de opinión para que puedas enfrentarte al siglo veintiuno. Yo no puedo. Cuando estaba en la universidad, ¿quién sabía qué era la informática? ¿Quién había oído hablar del genoma y de cómo se puede reconstruir la evolución? Usted, usted es mucho más joven que yo, quizás usted pueda. Estos cuadros modernos que pinta… son el principio de algo.
– En realidad son muy conservadores -dice ella-. Nuestra vieja amiga la abstracción. -Ahora ya no abre los labios, los tiene apretados, el comentario sobre pintura ha sido estúpido.
Levy se apresura a terminar su discurso:
– En fin, Ahmad…
– Señor Levy. Jack.
Ahora es una persona distinta, sentada con sus dos descafeinados en un taburete de cocina de madera que nunca ha llegado a barnizar. Enciende un cigarrillo, apoya en el peldaño un pie enfundado en un zapato de lona azul y suela de crepé, y cruza las piernas. Los pantalones, unos vaqueros blancos ajustados, le dejan al descubierto los tobillos. Su piel blanca, de palidez irlandesa, está recorrida por venas azules; los tobillos son huesudos y flacos, sobre todo en comparación con el resto de su blando cuerpo. El peso de Beth ha tenido veinte años más que el de esta mujer para asentarse, desbordando los zapatos y borrando cualquier resto de forma anatómica de su culo. Pese a que Jack fumaba dos cajetillas de Old Gold, ya no está acostumbrado a que la gente fume, ni siquiera en la sala de profesores del instituto; el olor a tabaco le es muy familiar pero raya en lo escandaloso. Los gestos estilizados para encender, inhalar y expulsar violentamente el humo por sus fruncidos labios le dan a Terry -así firma los cuadros, en letras grandes y legibles, sin apellido- cierto atractivo.
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