– Cuando hablas así me asustas. Suena como si odiaras la vida. -Y no lo deja ahí, desvelándose con la misma libertad que cuando canta-. Para mí, el espíritu es lo que sale del cuerpo, como salen las flores de la tierra. Odiar tu cuerpo es odiarte a ti mismo, los huesos, la sangre, la piel y la mierda que hacen que tú seas tú.
Como cuando estaba ante el rastro irisado de un gusano o una babosa desaparecida, Ahmad se siente alto, lo bastante alto como para sentir vértigo al mirar a esta chica bajita y redonda cuya indignación ante sus anhelos de pureza da vivacidad a su voz y a sus labios. En el punto donde sus labios se funden con la piel de la cara hay un filo, una fina línea parecida al poso que deja el cacao en las tazas. Las cavilaciones de Ahmad se centran en sumirse en el cuerpo de ella, y sabe por la suntuosidad y ligereza de los mismos que son malos pensamientos.
– No hablo de odiar tu cuerpo -la corrige-, sino de no convertirse en su esclavo. Miro a mi alrededor y veo esclavos: esclavos de las drogas, esclavos de las modas, esclavos de la televisión, esclavos de ídolos deportivos que ni siquiera saben que sus admiradores son seres humanos, esclavos de las opiniones profanas y absurdas de los demás. Tienes buen corazón, Joryleen, pero con esa actitud tan indolente te encaminas derecha al infierno.
Ella se ha parado en la acera, en una calle desolada, sin árboles, y Ahmad piensa que se ha detenido por rabia hacia él, víctima de una desilusión que casi le hace saltar las lágrimas, pero entonces se da cuenta de que esa portería anodina es la suya, con sus cuatro escalones de madera moteada de gris como por una lluvia interminable. Al menos el apartamento donde él vive está en un edificio de ladrillo, en la parte norte del bulevar. La decepción de Joryleen lo hace sentirse culpable ya que, al invitarlo a pasear, ella seguramente había esperado algo más de él.
– Eres tú, Ahmad -dice, volviéndose para entrar, poniendo un pie en el primer peldaño gris-, quien no sabe adónde va. Eres tú el que no sabe qué puto final te espera.
Sentado a la vieja y pesada mesa marrón circular que él y su madre llaman «la mesa de comer», aunque nunca coman en ella, Ahmad estudia los manuales para el permiso de conducción comercial; son cuatro folletos grapados. El sheij Rachid le ayudó a pedirlos por correo a Michigan y cargó los ochenta y nueve dólares con cincuenta a cuenta de la mezquita. Ahmad siempre había pensado que conducir camiones era algo para mentecatos como Tylenol y los de su banda del instituto, pero la verdad es que requiere muchos conocimientos, como la lista de materiales peligrosos que se deben indicar y diferenciar visiblemente con cuatro señales de veintisiete centímetros en forma de rombo. Hay gases inflamables como el hidrógeno y gases tóxicos como el flúor comprimido; hay materiales inflamables como el ácido pícrico diluido en agua y otros susceptibles de sufrir combustión espontánea como el fósforo blanco, así como algunos que también pueden prender al entrar en contacto con el agua, como el sodio. Después están los venenos como el cianuro de potasio, las sustancias infecciosas como el virus del ántrax, las sustancias radiactivas como el uranio y los corrosivos como el líquido de los acumuladores eléctricos. Todo ello debe ser transportado en camión, y cualquier derrame de cierta cantidad, dependiendo de la toxicidad, la volatilidad y la durabilidad química, debe ser informado al DOT (Departamento de Transportes) y a la EPA (Agencia de Protección Ambiental).
A Ahmad le hastía pensar en todo el papeleo, en los documentos de transporte colmados de números, códigos y prohibiciones. Las cargas de sustancias tóxicas son incompatibles con el transporte de comida o de piensos; los materiales peligrosos, incluso en bombonas selladas, nunca deben ir en la cabina del conductor; hay que tener cuidado con el calor, las filtraciones y los cambios repentinos de velocidad. Aparte de las sustancias peligrosas, están las regulaciones para otros materiales (ORM) que puedan causar reacciones anestésicas, irritantes o nocivas en conductor y pasajeros, como la monocloroacetona o la difenil-cloroarsina, y para sustancias que pueden ser perjudiciales para el vehículo en caso de filtración, a saber: los corrosivos líquidos como el bromo, la cal sodada, el ácido clorhídrico, las soluciones de hidróxido sódico y el ácido sulfúrico de las baterías. Ahmad se da cuenta de que a lo largo y ancho del país se desplazan a gran velocidad materiales peligrosos, vertiéndose, abrasando y mordiendo carreteras y suelos de camión: una conjura de demonios químicos que pone de relieve la ponzoña espiritual del materialismo.
Además, le explican los folletos, en relación con el transporte de líquidos en camiones cisterna hay que tener en cuenta la merma, también llamada atestamiento, que es el espacio que se deja vacío entre la carga y el techo del tanque, de modo que éste no explote si el contenido se dilata durante el transporte, por ejemplo, si la temperatura ambiente asciende hasta cincuenta y cuatro grados. Asimismo, si el conductor lleva líquidos en la cisterna, debe atender al oleaje producido por la inercia, más pronunciado y peligroso en el caso de los tanques de interior liso que en los que tienen deflectores o compuertas. Incluso en estos últimos, pese a todo, el oleaje que se produce hacia los lados puede provocar que el vehículo vuelque si se toma una curva con brusquedad. El oleaje hacia delante puede impulsar al camión hasta un cruce si no se frena adecuadamente en un semáforo en rojo o ante una señal de stop. Sin embargo, las regulaciones sanitarias prohíben el uso de tanques con deflectores para trasladar leche o zumo de fruta, ya que es difícil limpiar a fondo los deflectores, lo cual aumenta las probabilidades de contaminación en el producto. El transporte comercial está lleno de riesgos que Ahmad jamás había imaginado. No obstante, le entusiasma la idea de verse -como el piloto de un 727 o el capitán de un superpetrolero o el minúsculo cerebro de un brontosaurio- al mando de un gran vehículo y llevarlo a buen puerto a través de un laberinto de aciagos peligros. Le satisface encontrar, en los códigos de tráfico de los camiones, una preocupación de calidad casi religiosa por la pureza.
Llaman a la puerta, a las ocho y cuarto de la noche. Los golpes, que suenan no muy lejos de la mesa donde Ahmad estudia a la luz de una destartalada lámpara de pie, lo desconcentran de la merma y el tonelaje, del oleaje y la circulación. Su madre sale rápido del dormitorio, que también es su estudio de pintura, y acude -se precipita, incluso- a contestar, esponjándose el cabello, pelirrojo claro, largo hasta la nuca, teñido con henna. Afronta las intromisiones misteriosas con más optimismo que Ahmad. Diez días después de haber acudido al oficio en la iglesia de los infieles, sigue nervioso por haber violado el territorio de Tylenol; no es imposible que el matón y su banda lo acosen durante una temporada, incluso por la noche, haciéndolo salir de su propio apartamento.
Tampoco es imposible, aunque sí improbable, que sea un emisario del sheij Rachid quien llame. Su maestro tiene varios discípulos. Últimamente parece crispado, como si algo le abrumara; para Ahmad, es como un elemento muy afilado en una estructura que soporta demasiada presión. La semana anterior el imán tuvo un pequeño arrebato con su alumno mientras discutían sobre un verso de la tercera sura: «Que no piensen los infieles que el que les concedamos una prórroga supone un bien para ellos. El concedérsela es para que aumente su pecado. Tendrán un castigo humillante». Ahmad tuvo la osadía de preguntar a su mentor si no había algo sádico en semejante desprecio, y en muchos otros versos como ése. Lo formuló así:
– ¿El propósito de Dios no debería ser, como enunció el Profeta, la conversión de los infieles? ¿No debería, en cualquier caso, mostrarse misericordioso y no recrearse en su dolor?
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