Don Delillo - Jugadores

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Por primera vez en castellano, una de las novelas más emblemáticas del maestro de la ficción norteamericana.
Pammy y Lyle Wynant son una pareja atractiva, moderna, que parece tenerlo todo. Sin embargo, tras su vida `ideal` ronda un tedio persistente y una desesperación contenida que les llevan a vivir aventuras diferentes, pero igual de letales. Insólitos en su terca normalidad, estos fríos `jugadores` se enfrentan diferentes a la violencia que los rodea y que han contribuido a crear.
El terrorismo y el lado más oscuro de la clase adinerada contemporánea y su profundo descontento, son la base sobre la que se sustenta esta ácida y curiosísima novela…

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Lyle pagó su billete con una tarjeta de crédito, viendo cómo la mujer de la consola introducía varios conjuntos de información. Había pensado en viajar con nombre falso, pero llegó a la conclusión de que no había razón suficiente, y además quería eludir el presentarse así de ridículo ante alguien, quienquiera que fuese, que pudiera mostrar el menor interés por sus movimientos. Verificó que la maleta estuviera en orden y fue en busca de un sitio para tomar una copa. Aún no era de noche. Al otro lado de las pistas de aterrizaje y despegue, las estructuras más altas de Manhattan quedaban dispuestas en campos de resina fósil, esa suciedad entre castaña y amarillenta, propia de los cielos previos a que descargue la tormenta. Los edificios eran notables a esa distancia no tanto por su audacia, su llamativa pretenciosidad, como por las llamativas aspiraciones que invocaban, el humor ambarino, evocando parte del dolor y el asombro de las ruinas. Lyle no dejaba de palparse el cuerpo: llaves, billetes, dinero, etcétera.

Encontró un bar especializado en cócteles y se acomodó en la barra. Era un lugar absurdamente sombrío, como si pretendiera fomentar toda clase de intimidades improvisadas, e incluso que dos perfectos desconocidos se metieran mano. Era algo que a veces ocurría en los aeropuertos, algo que daba a los viajeros la posibilidad de adquirir lo que restase de las comodidades tangibles antes de despedirse de la tierra firme. De un altavoz en alguna parte salía música de piano. Lyle se tomó dos copas, sin perder de vista el reloj. Cinco minutos antes de la hora de embarque salió a una cabina telefónica y marcó el número que le había dado Burks. Al hombre que contestó la llamada le dio su propio número a modo de identificación. Luego le facilitó la dirección de Marina, le dijo dónde estaba aparcado su coche, le proporcionó una descripción física de Luis (Ramírez) y una idea general del tipo de artefacto explosivo que tenía previsto montar. El hombre dijo a Lyle que no se moviera de ese teléfono. Que seguirían en contacto.

El 727 tomó tierra en el aeropuerto de Toronto. Dijo al de la aduana que iba a visitar a unos amigos, dos o tres días nada más. Alquiló un coche y condujo hacía el lago, decidido a pasar la noche en un motel llamado Green Acres. Comprobó la situación en uno de los mapas que había comprado, buscó en el callejero adjunto, topó con los nombres de Parkside, Bayview, Rosedale, Glenbrook, Forest Hill, Mt. Pleasant, Meadowbrook, Cedarcrest, Thornwood, Oakmount, Brookside, Beech-wood, Ferndale, Woodlawn, Freshmeadow, Crestwood, Pine Ridge, Wülowbrook y Greenbriar.

Por la mañana cogió el coche con rumbo suroeste, unos noventa kilómetros, hasta un sitio llamado Brantford. Dejó el coche en un aparcamiento y echó a caminar. El pueblo era poco menos que un clásico, tan naturalmente seguro en sus convenciones que, supuso, J. lo habría elegido al menos en parte por su (anti) dramático efecto. Otra de sus maniobras agridulces. A Lyle, imbuido como estaba en la psicología del sigilo, las calles limpias de Brantford, su población de blancos, de lengua inglesa, le pareció que adquirían una calidad sobrenatural, un solapamiento de la fantasía. Le resultaba todo más familiar que la calle de Nueva York en la que residía. Había hecho tan largo trayecto, había cruzado una frontera incluso, para hallar cosas que conocía de sobra a un nivel puramente colectivo. Temas comunes. Decencias de andar por casa. No se le escapó el chiste, aunque fuera a su costa más o menos, aunque ni si-¿quiera fuera un chiste con mucha gracia.

Cruzó una plaza espaciosa y aguardó ante el moderno ayuntamiento. Pasaban diez minutos de la hora fijada cuando vio una silueta a media manzana. Reconoció su manera de caminar, e¡ paso fluido; le resultó familiar el propio cuerpo que se desplazaba, su conjunto de líneas y filos identificativos. Pasaron sín embargo unos segundos hasta que cayó en la cuenta de quién era, quién avanzaba hacia él atravesando un grupo de niños que jugaban a algo, Rosemary Moore, meciéndose su falda a merced de la brisa. Pues claro, pensó. Ambigüedad, confusión, desinformación. Un proceso de aprendizaje. Técnicas, estrategias elaboradas.

Decidió ofrecer su más cálida sonrisa. La tomó de la mano. Le besó en la mejilla. Ella se apartó un rizo de la frente y le sugirió un sitio donde almorzar.

– Los dos solos.

– SÍ te parece bien.

– Claro, por supuesto, cómo no.

Caminaron por una cuesta hasta un restaurante llamado Iron Horse, un almacén ferroviario remodelado. Estaba oscuro. En la mesa contigua, cuatro hombres discutían pormenores sobre un cargamento de yeso. Hablaban la lengua llana de las culturas industriales, un tono desinflado, sin modulaciones, clavado en un plano único, rancio. Rosemary se quitó por fin las gafas de sol indicando a Lyle que se acercase a ella, mirándolo con intensidad.

– ¿De veras eres tú?

– De veras lo soy.

– Llámame Lyle. Tratémonos por el nombre de pila.

– Dejé mi trabajo.

– Dejaste tu trabajo.

– Algo tendré que encontrar, me temo.

– A la caza de un empleo.

– Tengo que ver.

– En busca de trabajo -dijo él.

– Me gustaría encontrar esta vez algo más interesante que sentarme en una mesa.

– Vuela, vuelve a la aviación comercial.

– Aquello fue horrendo. Atender a la gente. Lo odiaba.

Así siguió la cosa durante un par de copas. Él hablaba y escuchaba a un nivel determinado, observaba desde otro. Curiosa monotonía inquietante. El alcohol, la luz tenue. Los sonidos invariables que llegaban de la mesa de al lado, cargamentos y capacidades. La camarera que llegaba desde lugares embolsados y oscuros en el suelo, toda piernas, toda cono y toda culo. El contexto superficial, un paisaje inexplicablemente familiar, la cordura de una tarde en limpio.

– J. quiere saber si tuviste problemas con la parte monetaria.

– No -dijo é¡-. Pero dile que estoy francamente decepcionado. Díselo a J.

– Es pura precaución. No podía estar seguro al cien por cien.

– ¿Te doy a ti la pasta?

– Si te parece bien.

– ¿Puedo llamarle al menos?

– Ya no se le encuentra en ese número, sino en otro distinto.

– Tómate otra copa -dijo él.

– No debería.

– Bueno, si le dices que te la prepare suavecita…

– Entiendo que estarás con J. por tiempo indefinido.

– No lo sé. Aún tengo mi piso, aún me quedan dos meses como poco. Quizás me ponga a buscar trabajo. Tengo que ver.

– ¿Podré conversar con él? Me dijo que ya hablaríamos.

– Son promesas suyas.

– ¿Quiere que me quede por los alrededores?

– Dijo que no te vuelvas de inmediato.

– Así que me llamará.

– Se supone que has de darme un número.

– Aún tengo que encontrar un motel. ¿Qué pasa, te vienes conmigo?

– De acuerdo -dijo ella.

– ¿Te ha dicho él que lo hagas?

– ¿Qué más dará?

– Llámame por mi nombre.

– Tienes que darme el teléfono.

– ¿No te dijo que me lo propusieras, que me comentaras lo de irte conmigo a un motel?

– Dijo que me dieras un número, que le dieras un número donde te pueda localizar.

– ¿Dónde está? ¿Cerca?

Ella asintió. Fumaron un rato en silencio y luego pidieron algo de comer. El sitio se había quedado vacío cuando terminaron de almorzar.

– Así que interpreto que estarás con él un tiempo.

– Supongo. Más o menos.

– Me impresionas. Estoy impresionado.

– ¿Por qué?

– Una copa más -dijo él.

– Puede que una.

– Así que se compra una nueva identidad, ¿es eso?

– Conoce a alguien que le puede conseguir lo que necesite.

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