– ¿Ah, sí? -dijo Bird con un tono poco sociable.
– ¿Te has enterado del rumor sobre el señor Delchef?
– ¿Rumor? -preguntó, con una vaga aprensión.
El señor Delchef era agregado en la legación diplomática de un pequeño país socialista de los Balcanes, y profesor del grupo de estudio.
– Parece que se ha ido a vivir con una muchacha japonesa y que no quiere volver a la legación. Dicen que ocurrió hace una semana. La legación quiere que todo quede en familia y ocuparse ellos mismos de que Delchef regrese, pero no conocen mucho de por aquí. La muchacha vive en el barrio más bajo de Shinjuku, una especie de laberinto. Nadie en la legación conoce el lugar como para encontrar allí a Delchef. Aquí entramos nosotros: han pedido ayuda al grupo de estudio. Desde luego, nosotros somos responsables en cierta forma…
– ¿Responsables?
– El señor Delchef la conoció en aquel bar al que le llevamos después de una reunión, ¿lo recuerdas?, La Silla. -El amigo de Bird rió con disimulo-. ¿No te acuerdas de aquella chica menuda, extraña y pálida?
La recordó de inmediato: una chica menuda, extraña y pálida.
– Pero ella no hablaba inglés ni ninguna lengua eslava, y los conocimientos de japonés del señor Delchef son bastante precarios… ¿Cómo se entienden?
– Eso es lo peor de todo. ¿Cómo imaginas que han pasado una semana juntos? ¿Sin hablarse y cruzados de brazos?
El amigo pareció incómodo ante su propia insinuación.
– ¿Qué sucederá si el señor Delchef no regresa a la legación? ¿Lo considerarán desertor o algo así?
– ¡Puedes estar seguro de que sí!
– Realmente se está buscando problemas… -dijo Bird con displicencia.
– Pensamos convocar una reunión del grupo de estudio y analizar la situación. ¿Tienes algo que hacer esta noche?
– ¿Esta noche? -Bird quedó desconcertado-. Yo… esta noche no puedo.
– De todos nosotros, tú eres el que mejor se entendía con el señor Delchef. Si decidimos que un representante del grupo vaya a verlo, esperábamos que fueras tú…
– Un representante… En cualquier caso, esta noche me es imposible -dijo Bird. Y se sintió obligado a agregar-: Hemos tenido un bebé, pero tiene algo mal. Se está muriendo…
– ¡Dios mío! -exclamó el amigo, estremecido.
Por encima de sus cabezas comenzó a sonar una campana.
– Es espantoso, realmente espantoso. Mira, esta noche nos arreglaremos sin ti. Y procura que no se lleve lo mejor de ti… ¿Tu esposa está bien?
– Sí, gracias.
– Cuando decidamos qué hacer con lo del señor Delchef, te avisaré. ¡Dios! Pareces agotado… ¡Cuídate!…
– Gracias.
Mientras observaba a su amigo bajar la escalera de caracol moviendo los hombros precipitadamente, como si estuviera escapando de algo, Bird sintió remordimiento por no haber mencionado su resaca. Luego entró en su clase y se enfrentó a cien caras tan grotescas como cabezas de moscas. Automáticamente bajó la cabeza. Enfiló hacia el atril, decidido a no mirar la cara de sus alumnos y sujetando el libro y las tizas contra el pecho, como si fueran armas para defenderse. ¡Ya era hora de iniciar la clase! Bird abrió el libro por la marca, en el pasaje donde quedaran la semana anterior. No tenía idea de lo que trataba. Comenzó a leer en voz alta y enseguida advirtió que era un texto de Hemingway. El libro de lectura incluía una extensa serie de pasajes breves de autores norteamericanos contemporáneos. Al jefe de departamento le gustaban y por eso lo había elegido, además de por las trampas gramaticales que contenía. ¡Hemingway! Bird se alegró. Le gustaba Hemingway, en especial Las verdes colinas de África, una de sus lecturas preferidas. El pasaje que ahora leía pertenecía a Fiesta, una escena próxima al final, en la que el héroe va a nadar al mar. Lo hace hasta más allá de la rompiente, zambulléndose de tanto en tanto, y cuando llega a mar abierto, donde el agua es serena, se pone de espaldas y flota. No ve más que cielo y no siente más que el movimiento de las olas que suben y bajan…
Bird sintió que en las profundidades de su cuerpo comenzaba una crisis irreprimible. La garganta se le secó y la lengua se le hinchó como si fuera un cuerpo extraño dentro de la boca. El líquido amniótico del temor lo empapó. Pero siguió leyendo, mientras atisbaba astuta y débilmente hacia la puerta, como una comadreja enferma. ¿Llegaría a tiempo si corría en esa dirección? Cuánto mejor sería poder superar la crisis sin necesidad de ello. Ansioso por apartar la mente del estómago, Bird intentó situar el párrafo que leía dentro de su contexto. El héroe permanece acostado en la playa y luego se da otro baño. Cuando regresa al hotel, hay un telegrama de su amante: se ha ido con un joven torero. Bird trató de recordar el telegrama: could you come hotel montana MADRID AM RATHER IN TROUBLE BRETT. [En inglés en el original japonés. VEN POR FAVOR HOTEL MONTANA MADRID TENGO PROBLEMAS BRETT. (N. de la T.) ]
.Pues sí, sonaba bien; y lo recordó con facilidad. Es un buen presagio; de todos los telegramas que he leído, éste es el más interesante. Tendría que lograr eliminar las náuseas… Bixd prosiguió su reconstrucción: el héroe se zambulle con los ojos abiertos en el océano y ve que algo fluye por el fondo. Si esto aparece en este pasaje, lograré terminar sin vomitar. Es un hechizo. Bird continuó: héroe salí del agua, regresé al hotel y recogí el siguiente telegrama. Tal como Bird lo recordaba: COULD YOU COME HOTEL MONTANA MADRID AM RATHER IN TROUBLE BRETT. Sin embargo, el héroe se había marchado de la playa y no se mencionaba ni una palabra sobre nadar con los ojos abiertos bajo el agua. Bird se sorprendió: ¿la habría confundido con otra novela de Hemingway? La duda rompió el hechizo y Bird perdió la voz. Su garganta se abrió en millones de grietas secas y la lengua se le hinchó desmesuradamente. Levantó la mirada hacia las cien caras como cabezas de moscas, y sonrió. Fueron cinco segundos de ridículo y desesperado silencio. A continuación, Bird se desplomó sobre sus rodillas, apoyó las manos sobre la madera del suelo y, con un gruñido, comenzó a vomitar. Lo hizo como un gato con náuseas, con el cuello tenso y separado de los hombros. Parecía un insignificante demonio retorciéndose bajo el pie de un enorme rey Deva. Bird esperaba que, al menos, su particular estilo de vomitar resultara gracioso, pero su actuación distaba mucho de ser divertida. Eso sí, cuando el vómito volvía a bajarle por la garganta, tenía un marcado gusto a limón, tal como había vaticinado Himiko. Como la violeta que florece en el muro del calabozo, se dijo Bird, mientras intentaba recuperar la compostura. Pero este ardid psicológico se desvaneció ante los violentos espasmos que ahora experimentaba: un gruñido que parecía un trueno le abrió la boca y su cuerpo se puso rígido. A los lados de su cabeza fue creciendo una negrura similar a las anteojeras para caballos, y su campo visual se oscureció. Anheló hundirse en algún lugar todavía más oscuro, más profundo, y saltar desde allí a otro universo.
Un segundo después constató que seguía en el mismo universo. Lagrimeando, bajó la mirada hasta el charco de vómito. Un charco pálido, ocre rojizo, sembrado de sedimentos de limón amarillo brillante. Vistas desde un avión a baja altura, en una época del año desolada y marchita, las llanuras de África tal vez fueran de ese color; acechando en la sombra de los vestigios cítricos había hipopótamos y osos hormigueros y cabras monteses salvajes. ¡Sujeta el paracaídas, coge tu rifle y salta con la velocidad de un saltamontes!
La náusea había cedido. Bird se frotó la boca con una mano sucia de bilis y se puso de pie.
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