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Doris Lessing: Canta La Hierba

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Doris Lessing Canta La Hierba

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Un asesinato es el punto de arranque de esta novela publicada en 1950, la primera de Doris Lessing, autora galardonada con el premio Príncipe de Asturias de las letras. Situada en la Suráfrica segregacionista, Canta la hierba describe la historia de una mujer blanca en el seno de uña sociedad dividida por el color de la piel y en la que imperan la injusticia y la desesperación. Mary Turner, hija de unos pobres granjeros y nacida en África, se convierte en una joven urbana, trabajadora e independiente, hasta el día en que sorprende los cotilleos de sus amigas y decide que debe casarse para silenciarlos. Tras un periodo de angustiosa espera, conoce a un granjero que se enamora perdidamente de ella. Sin embargo, el matrimonio, la rutina de una granja aislada, las convenciones de la comunidad blanca y la relación con los nativos cambiarán su vida hasta límites insospechados.

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Cuando los colonos viejos dicen: «Hay que comprender el país», lo que quieren decir es: «Debe usted acostumbrarse a nuestras ideas sobre los nativos.» En realidad, vienen a decir: «Aprenda nuestras ideas o largúese; no le necesitamos.» La mayoría de aquellos jóvenes habían crecido con vagas ideas sobre la igualdad. Durante la primera semana les escandalizaba el trato dispensado a los nativos y se indignaban cien veces al día por la indiferencia con que se les interpelaba, como si fueran cabezas de ganado; o por un golpe o una mirada. Llegaban dispuestos a tratarles como seres humanos. Pero no podían rebelarse contra la sociedad a la que se habían incorporado y no tardaban en cambiar. Adquirir su maldad era difícil, por supuesto, pero no se-guían considerándolo «maldad» durante mucho tiempo y, al fin y al cabo, ¿con qué ideas habían llegado hasta allí? Con ideas abstractas sobre la decencia y la buena voluntad, aquello era todo; un puñado de ideas abstractas. En la práctica, el contacto con los nativos se reducía, a la relación entre amo y criado. Nunca se les conocía en el contexto de sus vidas, como seres humanos. Unos meses más tarde, aquellos sensibles y decentes muchachos se habían endurecido para adaptarse al país árido, áspero y requemado por el sol al que habían venido a instalarse; habían adquirido una nueva personalidad más en concordancia con sus miembros fortalecidos y tostados por el sol y con sus cuerpos curtidos.

Si Tony Marston hubiera llegado al país unos meses antes, todo habría sido más fácil, o así lo creía Charlie. Por esto dirigía al muchacho una mirada especulativa, no condenatoria, sino sólo cauta y alerta.

– ¿A qué se refiere al decir que es todo tan difícil? -inquirió.

Tony Marston se removió, incómodo, como si no conociera la respuesta. Y en realidad no sabía qué pensar; las semanas pasadas en casa de los Turner, con su ambiente de tragedia, no le habían ayudado a superar su confusión. Los dos criterios -el que había traído consigo y el que estaba adoptando- seguían siendo conflictivos. Y en la voz de Charlie había una aspereza, una nota de advertencia, que le desorientaba. ¿Contra qué pretendía advertirle? Era lo bastante inteligente para saber que se intentaba ponerle en guardia. En esto difería de Charlie, que actuaba por instinto e ignoraba que su voz constituyera una amenaza. Era todo tan insólito. ¿Dónde estaba la policía? ¿Qué derecho asistía a Charlie, que era un vecino, para ser avisado antes que él, que era prácticamente un miembro de la familia? ¿Por qué había asumido Charlie el mando de la situación?

Sus ideas sobre lo procedente estaban confundidas pero no así sus ideas sobre el crimen, que, sin embargo, no podía expresar de buenas a primeras, sin preámbulo. Pensándolo bien, el asesinato era bastante lógico; si recordaba los últimos días, veía que debía ocurrir algo parecido, casi podía decir que había estado esperando alguna clase de violencia o un suceso desagradable. La ira, la violencia, la muerte parecían naturales en aquel vasto y áspero país… Había reflexionado mucho desde que entrara tranquilamente en la casa aquella mañana, preguntándose por qué todos se levantaban tan tarde y encontrando a Mary Turner asesinada en la veranda y a los agentes de policía fuera, custodiando al criado; y a Dick Turner murmurando en voz baja y pisando los charcos, loco, pero al parecer inofensivo. Lo que no había comprendido hasta entonces, lo comprendía ahora y estaba dispuesto a hablar de ello. Pero le desconcertaba la actitud que adoptaba Charlie; no acababa de entender su significado.

– Verá -explicó-, cuando llegué sabía muy poco acerca de este país.

Con ironía risueña, pero brutal, Charlie replicó:

– Gracias por la información. -Y añadió en seguida-: ¿Tienes idea de por qué este negro ha asesinado a la señora Turner?

– Bueno, sí, tengo una ligera idea.

– Pues será mejor que dejemos opinar al sargento, cuando venga.

Fue un desplante para hacerle callar. Tony guardó silencio, airado y aturdido a la vez.

Cuando llegó el sargento, observó al homicida, vio a Dick sentado en el coche de Slatter y entró en la casa.

– He estado en su casa, Slatter -dijo, saludando a Tony y dirigiéndole una mirada penetrante. Entonces entró en el dormitorio y sus reacciones fueron las mismas de Charlie: de venganza hacia el asesino, de emocionada piedad hacia Dick y de amarga y desdeñosa cólera hacia Mary; hacía muchos años que el sargento Denham vivía en el país. Esta vez Tony vio la expresión del rostro y se sobresaltó. Los semblantes de los dos hombres mientras contemplaban el cadáver le inspiraron inquietud, incluso miedo. En cuanto a él, sentía cierto malestar, pero no mucho; más que nada le agitaba la piedad, por saber lo que sabía. El malestar era el que habría sentido ante cualquier irregularidad social, sólo el malestar producido por el fracaso de la imaginación. Pero aquel horror profundo e instintivo le asombraba.

Los tres volvieron en silencio a la sala.

Charlie Slatter y el sargento Denham se colocaron de lado como dos jueces, dando la impresión de que adoptaban deliberadamente esta actitud. Tony se detuvo delante de ellos, dueño de sí mismo pero sintiéndose invadido por un absurdo sentimiento de culpabilidad, sólo a causa del talante de los dos hombres, en cuyos rostros sutiles y reservados era incapaz de leer nada.

– Mal asunto -comentó con brevedad el sargento Denham.

Nadie contestó. Abrió un cuaderno de notas, ajustó la goma sobre una página y mantuvo el lápiz en el aire.

– Unas preguntas, si no le importa -dijo. Tony asintió.

– ¿Cuánto tiempo hace que está aquí?

– Alrededor de tres semanas.

– ¿Viviendo en esta casa?

– No, en una cabana del sendero.

– ¿Vino a hacerse cargo del lugar mientras ellos estaban fuera?

– Sí, durante seis meses.

– ¿Y luego?

– Luego me proponía ir a una plantación de tabaco.

– ¿Cuándo se ha enterado de lo sucedido?

– No me han llamado. Me he despertado y encontrado a la señora Turner.

La voz de Tony indicaba que ahora estaba a la defensiva. Consideraba un agravio, incluso un insulto no haber sido prevenido; y sobre todo porque aquellos dos hombres parecían encontrar normal y natural que se prescindiera de él de aquel modo, como si su reciente llegada al país le descalificase para cualquier responsabilidad. Y le molestaba ser interrogado; no tenían derecho a hacerlo. Empezaba a dominarle la cólera, aunque sabía muy bien que ellos no eran conscientes del agravio implícito en su actitud y que sería mucho mejor para él tratar de comprender el verdadero significado de aquella escena que preocuparse por la propia dignidad.

– ¿Comía con los Turner?

– Sí.

– Aparte de las comidas, ¿venía a la casa… socialmente, por decirlo de algún modo?

– No, casi nunca. He estado muy ocupado aprendiendo mi trabajo.

– ¿Se lleva bien con Turner?

– Sí, creo que sí. Quiero decir que no es fácil conocerle. Estaba absorto en su trabajo y era evidente que le disgustaba mucho abandonar el lugar.

– Sí, pobre diablo, era un mal trago para él.

La voz sonó de repente tierna, casi sentimental, llena de piedad, aunque el sargento dio a las palabras un tono brusco y luego cerró con fuerza los labios, como para presentar al mundo una expresión ecuánime. Tony estaba desconcertado: las reacciones inesperadas de aquellos hombres le confundían. No sentía nada de lo que sentían ellos; era un extraño en aquella tragedia, y tanto el sargento como Charlie Slatter parecían sentirse personalmente implicados, porque ambos habían adoptado de manera inconsciente posturas de abatida dignidad, como abrumados por el terrible peso que representaba el pobre Dick Turner y sus sufrimientos.

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