– Vamos, Nathan -exclamó Joyce-, no seas bobo. Nos va estupendamente tal como estamos. ¿Para qué estropear las cosas y crearnos problemas? El matrimonio es para gente joven, para parejas que quieren tener hijos. Nosotros ya hemos hecho eso. Somos libres. Por mucho que nos pongamos a follar como adolescentes, no voy a quedarme embarazada. No tienes más que silbar, amiguete, y mi culazo italiano será tuyo, ¿vale? Para ti mi culo, y para mí esa cosa yídish tan bonita que tienes tú. Eres el primer judío que conozco, Nathan, y ahora que has llamado a mi puerta, no voy a despedirte. Soy tuya, cielo. Pero déjate de matrimonios. No quiero ser la mujer de nadie otra vez, y el caso es, mi tierno y divertido Nathan, que serías un marido espantoso…
A pesar de aquellas duras palabras, un momento después rompió a llorar, súbitamente descompuesta, perdiendo el dominio de sí misma por primera vez desde que la conocía. Supuse que se acordaría de su difunto Tony, que estaría pensando en el hombre a quien dijo sí cuando todavía era una muchacha, el marido que había perdido, muerto cuando sólo tenía cincuenta y nueve años, el amor de su vida. Quizá estuviera en lo cierto, pero lo que me dijo fue algo completamente distinto.
– No creas que no te lo agradezco, Nathan. Eres lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo, y ahora esto, ahora me das esto. Nunca lo olvidaré, ángel mío. Proponer matrimonio a una vieja bruja como yo. No quiero ponerme a lloriquear, pero bueno, vaya, saber que me quieres tanto me llega a lo más hondo.
Sentí alivio al saber que la había emocionado hasta el punto de hacerle derramar aquellas lágrimas. Eso significaba que había algo sólido entre nosotros, un vínculo que no iba a romperse de un día para otro. Pero debo admitir que también se me quitó un peso de encima cuando vi que Joyce me rechazaba. Había hecho mi gran gesto, pero con toda franqueza, no estaba completamente seguro, y ella me conocía lo suficiente para entender, desde luego, que habría sido un marido espantoso y que a ninguno de los dos nos interesaba casarnos. De manera que, parafraseando al inmortal doctor Pangloss, al final todo fue para bien, y por primera vez en la vida, podía tenerlo todo sin tener que renunciar a nada.
Joyce se enjugó las lágrimas, y dos semanas después tenía a Aurora y Lucy viviendo en su casa. Era un arreglo conveniente para todas las partes, pero aun cuando la lógica exigía que madre e hija estuvieran de nuevo juntas, no hay que olvidar lo difícil que fue para Tom y Honey desprenderse de su joven pupila. Para entonces llevaban unos meses ocupándose de Lucy, y con el tiempo los tres habían ido cuajando hasta formar una pequeña familia bastante unida. Yo había sentido la misma punzada en el verano, cuando la entregué a su cuidado, y eso que sólo había vivido unas semanas conmigo. Al pensar en los cinco meses y medio que habían pasado con ella, no tuve más remedio que compadecerlos…, por muy contentos que estuviéramos todos de tener a Aurora sana y salva en Brooklyn.
– Ha de vivir con su madre -dije a Tom, intentando abordar el asunto con filosofía-. Pero en cierto modo Lucy nos sigue perteneciendo a todos y cada uno de nosotros. Ella también es nuestra, y nadie nos la podrá quitar.
Aunque sintieran mucho perderla, su breve incursión en la paternidad convenció a Tom y Honey de que querían tener hijos propios. De momento, estaban ocupados en diversos asuntos prácticos -negociar la venta del edificio de Harry, buscar otro apartamento, solicitar trabajo en institutos y colegios de la ciudad-, pero una vez despachadas esas tareas, Honey tiró el diafragma a la basura y los dos se entregaron con ahínco a la actividad nocturna necesaria para la creación de una familia. En marzo de 2001, se trasladaron a un apartamento de la calle Tres, entre la Avenida Sexta y la Séptima: un piso bien ventilado y luminoso en una cuarta planta con un salón de buenas dimensiones en la parte delantera, una cocina y un comedor no muy grandes en el centro, y al final de un pasillo estrecho tres habitaciones pequeñas en la parte de atrás (una de las cuales transformó Tom en estudio). Para cuando se instalaron en aquel apartamento, el Brightman's Attic había dejado de existir. Como condición para concluir la venta del edificio, el comprador había insistido en que no quedara un solo libro en el local, lo que a principios de año obligó a Tom a liquidar frenéticamente todas las existencias del negocio de Harry. Los libros de bolsillo Se vendieron a cinco y diez centavos, los de tapa dura se pusieron a tres por un dólar, y los volúmenes que no se habían vendido el uno de febrero se regalaron a hospitales, organizaciones de beneficencia y bibliotecas de barcos mercantes. Yo eché una mano en esas lúgubres tareas, y aunque los libros raros y las ediciones príncipe de la primera planta produjeron una considerable cantidad de dinero (incluso a los precios tirados que Tom estuvo dispuesto a aceptar con tal de traspasar toda la colección a un solo librero de Great Barringron, en Massachusetts), no fue nada divertido participar en la demolición del imperio de Harry; sobre todo cuando me enteré de lo que el nuevo dueño pensaba hacer con aquel espacio cuando estuviese vacío. Los libros dejarían sitio a zapatos y bolsos de señora, y las tres plantas superiores iban a convertirse en apartamentos de gran lujo. El mercado inmobiliario es la religión oficial de Nueva York, y su dios lleva un traje gris a rayas y lo llaman Pasta, señor Pasta Gansa. Si aquel triste giro de los acontecimientos me procuró algún consuelo, éste fue saber que Tom y Rufus nunca volverían a pasar estrecheces. Por duo centésima vez desde su muerte, volví a pensar en Harry, y en su prodigioso salto del ángel hacia la grandeza eterna.
Al atardecer de un jueves de principios de junio, Honey anunció que estaba embarazada. Tom le pasó un brazo por el hombro, se inclinó luego sobre la mesa del comedor y me preguntó si quería ser el padrino.
– Tú eres nuestro único candidato -aseveró-. Por servicios prestados, Nathan, mucho más allá de las exigencias del deber. Por tu valor inigualable en lo más reñido de la batalla. Por arriesgar la vida y la integridad física para rescatar al camarada herido bajo un intenso fuego enemigo. Por animar a ese mismo camarada a ponerse de nuevo en pie y establecer esta unión conyugal. En reconocimiento por esos actos heroicos, y por el bien de nuestra futura descendencia, mereces ser portador de un título más ajustado a tu papel que el de tío abuelo. Por tanto, te nombro padrino: si es que te dignas aceptar nuestra humilde súplica de que asumas la responsabilidad de esa carga. ¿Qué decides, buen señor? Esperamos tu respuesta con el corazón en un puño.
La respuesta fue sí. Un sí seguido de una sarta de palabras ininteligibles, ninguna de las cuales alcanzo a recordar ahora. Luego alcé mi copa hacia ellos, e inexplicablemente los ojos se me llenaron de lágrimas.
Tres días después, un domingo, Rachel y Terrence salieron de Nueva Jersey y vinieron a casa a media mañana para tomar un desayuno tardío. Joyce me ayudó a preparar el festín, y cuando nos sentamos los cuatro a la mesa del jardín y atacamos las rosquillas y el salmón ahumado, observé que hacía bastantes meses que no veía a mi hija tan guapa y tan contenta. En otoño había sufrido una brutal decepción con el aborto, y desde entonces se había sentido muy insegura: trataba de disimular la tristeza volcándose en el trabajo, preparando complejas y exquisitas comidas para Terrence, demostrando lo buena esposa que era pese al fracaso en darle un hijo, trajinando hasta el agotamiento. Pero aquel día en el jardín, la antigua luz brillaba de nuevo en sus ojos, y aunque normalmente se mostraba reservada en sociedad, más de una vez llevó la voz cantante en nuestra conversación a cuatro bandas, hablando tanto o más que el resto de nosotros. En un momento dado, Terrence se levantó para ir al baño y entró en la casa, y un instante después Joyce se fue corriendo a la cocina a traer otra cafetera. Rachel y yo nos quedamos solos. La besé en la mejilla y le dije lo guapa que estaba, y ella respondió al cumplido devolviéndome el beso y apoyando la cabeza en mi hombro.
Читать дальше