Paul Auster - Brooklyn Follies

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Nathan Glass ha sobrevivido a un cáncer de pulmón y a un divorcio después de treinta y tres años de matrimonio, y ha vuelto a Brooklyn, el lugar donde nació y pasó su infancia. Quiere vivir allí lo que le queda de su `ridícula vida`. Hasta que enfermó era un próspero vendedor de seguros, ahora que ya no tiene que ganarse la vida, piensa escribir El libro de las locuras de los hombres. Contará todo lo que pasa a su alrededor, todo lo que le ocurre y lo que se le ocurre, y hasta algunas de las historias caprichosas, disparatadas, verdaderas locuras de personas que recuerda. Comienza a frecuentar el bar del barrio, el muy austeriano Cosmic Diner, y está casi enamorado de la camarera, la casada e inalcanzable Marina. Y va también a la librería de segunda mano de Harry Brightman, un homosexual culto y contradictorio, que no es ni remotamente quien dice ser.

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Entonces me di cuenta de lo mucho que lo había infravalorado. Puede que de mayor se convirtiera en un granuja y un bribón, pero en parte había seguido siendo el niño de diez años que soñaba con rescatar huérfanos de las ciudades bombardeadas de Europa. A pesar de todo su irreverente sarcasmo, de todos sus deslices y engaños, nunca había dejado de creer en los principios del Hotel Existencia. El bueno de Harry Brightman. El divertido Harry Brightman. Si hubiera habido una botella de algo en el escritorio, me habría servido una copa para brindar por su memoria. En cambio, cogí el teléfono y marqué el número de Gordon. A la larga probablemente viniera a ser lo mismo.

No contestó, pero al cuarto tono saltó un mensaje y oí su voz por primera vez: una voz inusitadamente fría y cautelosa, carente de emotividad e inflexión. Afortunadamente, daba otro número donde se le podía localizar (el de Trumbell, supuse), lo que me evitó la molestia de tener que buscarlo. Volví a marcar, plenamente convencido de que no contestarían, imaginando que Dryer y Trumbell estarían de juerga en algún sitio, celebrando su triunfo de aquella tarde en Brooklyn. Justo cuando empezaba a preguntarme si dejaba algún mensaje en el contestador, el teléfono dejó de sonar y oí la voz de Dryer por segunda vez en treinta segundos. Para estar completamente seguro, pregunté si podía hablar con Gordon Dryer, aun cuando no me cabía duda que era él quien estaba al otro lado de la línea.

– Al habla -contestó-. ¿Quién llama?

– Nathan -contesté-. No nos hemos visto nunca, pero creo que ha oído hablar de mí. Soy amigo de Harry Brightman. El adivino.

– No sé de qué me habla.

– Claro que lo sabe. Cuando usted y su amigo han ido hoy a ver a Harry, había alguien al otro lado de la puerta, escuchando su conversación. En un momento dado, Harry mencionó mi nombre. «Debí haber hecho caso a Nathan», dijo él, y usted le preguntó: «¿Quién es Nathan?» Entonces fue cuando Harry le dijo que yo era adivino. ¿Se acuerda ahora? No estamos hablando de un pasado lejano, señor Dryer. Hace sólo unas horas que ha escuchado esas palabras.

– ¿Quién es usted?

– Soy el portador de malas noticias. El que reparte amenazas y advertencias, el que dice a la gente lo que tiene que hacer.

– Ah. ¿Y qué es lo que tengo que hacer yo?

– Me gusta tu sarcasmo, Gordon. Oigo la frialdad de tu voz, y se confirma mi impresión sobre tu persona. Te lo agradezco. Gracias por facilitarme tanto la tarea.

– Para acabar con esta conversación no tengo más que colgar el teléfono.

– Pero tú no vas a colgar, ¿verdad? Estás cagado de miedo, y harás cualquier cosa para averiguar lo que yo sé. ¿Acaso me equivoco?

– Tú no sabes nada de nada.

– Te equivocas, Gordon. Deja que cite algunos nombres, y ya veremos si sé o no sé.

– ¿Nombres?

– Dunkel Freres. Alec Smith. Nathaniel Hawthorne. Ian Metropolis. Myron Trumbell. ¿Qué te parece? ¿Quieres que siga?

– De acuerdo, así que sabes quién soy. Pues mira qué bien.

– Sí, qué bien. Porque, gracias a lo que sé, estoy en condiciones de conseguir lo que quiero.

– Ah. De modo que es eso. Dinero. Quieres sacar tajada.

– Te equivocas otra vez, Gordon. No quiero dinero. Sólo hay una cosa que puedes hacer por mí. Algo muy fácil. No te quitará ni un minuto de tiempo.

– ¿Qué cosa?

– Llama a la empresa de transportes que has contratado para mañana y cancela el servicio. Diles que has cambiado de idea y que ya no necesitas la furgoneta.

– ¿Y por qué iba a hacer eso?

– Porque os ha salido el tiro por la culata, Gordon. Todo el asunto se fue a hacer gárgaras cinco minutos después de que salierais de la librería de Harry.

– ¿Qué quieres decir?

– Harry ha muerto.

– ¿Qué?

– Harry ha muerto. Salió corriendo detrás de vosotros por la Séptima Avenida cuando os marchabais en el taxi. Fue demasiado esfuerzo para él. Le falló el corazón y murió allí mismo, en plena calle.

– No te creo.

– Créetelo, tío. Harry ha muerto, y vosotros lo habéis matado. El muy estúpido, el pobre Harry. Lo único que hizo fue quererte, y tú se lo pagaste tendiéndole una horrorosa trampa para hacerle chantaje. Buen trabajo, muchacho. Ya puedes estar orgulloso.

– No es verdad. Harry está vivo.

– Llama al depósito de cadáveres del Hospital Metodista de Brooklyn. No tienes por qué aceptar mi palabra tal cual. Pregúntaselo a los tíos de la bata blanca.

– Lo haré. Eso es precisamente lo que voy a hacer.

– Bien. Entretanto, no te olvides de llamar a los de la mudanza. Los libros de Harry se quedan donde están. Si te presentas mañana en el Brightman's Attic, te rompo la crisma. Y luego te entrego a la policía. ¿Te enteras, Gordon? Si haces lo que te digo saldrás bien librado. Porque sé lo de la página falsificada del manuscrito, el cheque de diez mil dólares, todo. Sólo que no quiero ver mezclado el nombre de Harry en todo esto. El pobre hombre ha muerto, y no quiero hacer nada que perjudique su memoria. Pero a condición de que tú te portes como un buen chico. Haz lo que te digo, o de lo contrario cambio de idea y no paro hasta acabar contigo. ¿Me oyes? Haré que te echen el guante y te metan en la cárcel. Te voy a joder de tal manera que ya no te quedarán ni ganas de vivir.

«ADIEU»

Rufus no quería su parte, ni del edificio ni de la tienda. No quería nada de Brooklyn, nada de la ciudad de Nueva York, nada de Estados Unidos. La única Norteamérica que quería era la que habitaba Harry Brightman, y ahora que Harry ya no estaba allí, Rufus decidió que era el momento de volver a casa.

– Me vaya Kingston, a vivir con mi abuela -anunció-. Es mi amiga, la única que tengo en el mundo.

Ésa fue su sorprendente reacción al conocer el testamento de Harry. En cuanto a Tom, permaneció en silencio, sin saber lo que pensar.

Volví al apartamento de arriba a las diez un poco pasadas. Nancy ya se había ido a casa, a atender a sus hijos; Lucy se había quedado dormida delante de la televisión y la habían trasladado a la cama de Harry, donde ahora seguía tumbada sobre la colcha con la ropa puesta y la boca abierta, dejando escapar tenues sonidos guturales en la cálida noche de Nueva York; Tom y Rufus estaban en el cuarto de estar, sentados en sendas butacas y fumando. Tom, dando lentas caladas a un Camel con filtro, ofrecía un aspecto meditabundo. Rufus, dando continuas chupadas a lo que parecía ser un canuto, tenía ojos de loco.

Colocado o no, habló con meridiana claridad cuando les leí el testamento de Harry. Ya había tomado su decisión, y por mucho que Tom tratara de convencerlo, no se apartaba un ápice de su postura. Lo único que quería era hablar de Harry, cosa que hizo durante largo rato, ofreciendo una prolija y emotiva descripción del momento en que se conocieron -Rufus deshecho en llanto, recién desalojado del apartamento en que vivía con su amigo Tyrone, y Harry que surge entre las sombras de la noche, rodeándole el hombro con el brazo y preguntándole si podía ayudado en algo-, para luego pasar a las mil cosas que Harry había hecho desinteresadamente por él a lo largo de los tres últimos años, dándole trabajo en primer lugar, pero también pagándole el vestuario y las joyas que utilizaba en su papel de Tina Hott, por no mencionar la inagotable generosidad de Harry con respecto a los carísimos medicamentos que mantenían a Rufus con vida. ¿Había existido jamás una persona tan buena como Harry Brightman?, preguntó. No que él supiera, prosiguió, contestando a su propia pregunta, y entonces, por enésima vez aquella noche, rompió a llorar.

– No tienes más remedio -le dijo Tom, emergiendo finalmente de su aturdido silencio-. Te quedes o no, el dinero nos pertenece a los dos. Somos socios, y desde luego yo no voy a quedarme con tu parte. Mitad y mitad, Rufus. Nos repartimos todo a medias.

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