Paul Auster - Brooklyn Follies

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Nathan Glass ha sobrevivido a un cáncer de pulmón y a un divorcio después de treinta y tres años de matrimonio, y ha vuelto a Brooklyn, el lugar donde nació y pasó su infancia. Quiere vivir allí lo que le queda de su `ridícula vida`. Hasta que enfermó era un próspero vendedor de seguros, ahora que ya no tiene que ganarse la vida, piensa escribir El libro de las locuras de los hombres. Contará todo lo que pasa a su alrededor, todo lo que le ocurre y lo que se le ocurre, y hasta algunas de las historias caprichosas, disparatadas, verdaderas locuras de personas que recuerda. Comienza a frecuentar el bar del barrio, el muy austeriano Cosmic Diner, y está casi enamorado de la camarera, la casada e inalcanzable Marina. Y va también a la librería de segunda mano de Harry Brightman, un homosexual culto y contradictorio, que no es ni remotamente quien dice ser.

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– Lo dije en serio, aunque no dejaba de ser mera palabrería.

– Eso es imposible. O una cosa u otra.

– Lo dije en serio, pero por otra parte soy consciente de que ese sueño nunca se hará realidad. Por tanto, no era más que hablar por hablar.

– ¿Y qué me dices del plan de Harry?

– Palabras, nada más. A estas alturas debías saber eso de Harry. Si hay alguien que siempre habla por hablar, ése es nuestro buen amigo Harry Brightman.

– No te lo discuto. Pero pongamos por caso que decía la verdad, imagínatelo. Figúrate que va a ganar mucho dinero y que estaría dispuesto a invertido en una casa de campo. ¿Qué dirías entonces?

– Diría: «Venga, vamos a hacerlo.»

– Bien. Ahora piénsalo detenidamente. Si pudieras comprar un sitio en cualquier parte del mundo, ¿dónde querrías que fuese?

– Todavía no he llegado a pensar en eso. Pero tendría que ser algún sitio aislado. Donde no hubiera gente alrededor.

– ¿Un sitio parecido al Chowder Inn?

– Sí. Ahora que lo dices, esto nos iría de maravilla.

– ¿Por qué no preguntamos a Stanley si quiere venderlo?

– ¿Para qué? No tenemos suficiente dinero para comprado.

– Te olvidas de Harry.

– No, no me olvido de él. Harry tiene sus cualidades, pero es la última persona a quien recurriría para algo así.

– Reconozco que hay una probabilidad entre un millón, pero sólo en el supuesto de que salga lo de Harry, ¿por qué no hablar con Stanley? Sólo por gusto. Si dice que le interesa, al menos sabremos el aspecto que tiene el Hotel Existencia.

– Aunque nunca vivamos aquí.

– Exacto. Aunque jamás volvamos en lo que nos queda de vida.

Resulta que Stanley lleva años pensando en vender la casa. Sólo la inercia y la apatía le han impedido «coger el toro por los cuernos», dice, pero si le ofrecieran un buen precio, no tardaría ni un minuto en mandarlo todo a hacer gárgaras. Ya no puede seguir viviendo con el fantasma de Peg. No puede soportar los crudos inviernos. No aguanta el aislamiento. Está hasta el gorro de Vermont, y sólo sueña con irse a vivir al trópico, a alguna isla caribeña donde haga calor todos los días del año.

Entonces, ¿por qué trabajar tanto para poner rápidamente a punto el Chowder Inn?, le pregunto. Por nada, contesta. No tiene nada mejor que hacer, y es una forma de combatir el aburrimiento.

Hora del almuerzo. Estamos los cuatro sentados a la mesa del comedor, comiendo fiambres, fruta y queso. Ahora que ha levantado la niebla, el sol entra a raudales por las ventanas abiertas, y los objetos de la habitación parecen más definidos, más vívidos, más llenos de color. Nuestro anfitrión desahoga sus penas con nosotros, pero yo me siento increíblemente feliz por estar donde estoy, dentro de mi propio cuerpo, mirando las casas que hay sobre la mesa, notando cómo el aire entra y sale de mis pulmones, saboreando el simple hecho de estar vivo. Es una lástima que se acabe la vida, digo para mí, qué pena que no podamos vivir para siempre.

Tom explica que en estos momentos no tenemos dinero para hacer una oferta por la casa, pero que tal vez estemos en condiciones de hacerla en las próximas semanas. Stanley dice que no sabe lo que vale la propiedad, pero que puede ponerse en contacto con una agencia inmobiliaria de la zona y averiguarlo. No sé si cree una palabra de lo que decimos, pero sólo con poder imaginarse una nueva vida parece haberse convertido en una persona diferente.

¿Por qué he alimentado este disparate? Todo depende de la venta de una falsificación del manuscrito de La letra escarlata, y no sólo estoy en contra de los planes delictivos de Harry, sino que para empezar tampoco tengo fe en ellos. Y lo que es más: aun cuando la tuviera, no me apetece nada trasladarme a Vermont. Hace poco tiempo que he empezado una nueva vida, y estoy muy contento de la decisión que tomé de instalarme en Brooklyn. Después de tantos años viviendo en el extrarradio, creo que la ciudad me va bien, y ya he empezado a tomarle cariño a mi barrio, con su cambiante mezcla de blanco, marrón y negro, su intrincado coro de acentos extranjeros, sus niños y sus árboles, sus laboriosas familias de clase media, sus parejas de lesbianas, sus tiendas de comestibles coreanas, el santón hindú de bata blanca que me saluda con una inclinación siempre que nos cruzamos por la calle, sus enanos y lisiados, sus ancianos pensionistas que avanzan paso a paso por la acera, las campanas de sus iglesias y sus diez mil perros, la furtiva población de vagabundos sin hogar, carroñeros solitarios que deambulan por las calles empujando sus carritos de la compra, hurgando en la basura en busca de botellas.

Si no quiero perder de vista todo eso, ¿por qué he obligado a Tom a mantener una absurda conversación sobre bienes inmuebles con Stanley Chowder? Para complacerlo, supongo. A fin de demostrarle que puede contar conmigo para llevar a cabo su proyecto, aunque ambos seamos conscientes de que los cimientos del nuevo Hotel Existencia no son sino «mera palabrería». Le llevo la corriente para que vea que estoy de su lado, y como Tom aprecia el gesto, también me sigue la corriente a mí. De esa recíproca manera nos engañamos lúcidamente a nosotros mismos. Como de todo esto no saldrá nada, podemos dedicarnos a soñar con toda tranquilidad sin tener que preocuparnos de las consecuencias. Ahora que hemos arrastrado a Stanley a nuestro pequeño juego, esto casi empieza a ser real. Pero no lo es. Sólo abundancia de palabras huecas y fantasía imposible, una idea tan falsa como el manuscrito de Hawthorne, que probablemente ni siquiera existe. Pero eso no quiere decir que el juego no resulte divertido. Hay que estar muerto para no disfrutar hablando de ideas descabelladas, ¿y qué mejor sitio para ello que en lo alto de una colina en medio de una región perdida de Nueva Inglaterra?

Después de almorzar, el rejuvenecido Stanley me reta a una. Partida de pimpón en el cobertizo. Le digo que estoy desentrenado, que hace años que no juego, pero no se conforma con mi respuesta. El ejercicio me sentará bien, afirma, «hará que la vida vuelva a fluir», así que de mala gana acepto jugar una partida o dos. Lucy nos acompaña cobertizo para asistir a la competición, pero Tom se queda a leer en el porche, sentado en una silla y fumando un cigarrillo.

Enseguida compruebo que Stanley no juega al pimpón que yo conozco. Las raquetas y la pelota son iguales, pero una vez en sus manos el ejercicio de salón pasa a ser un deporte verdadero y agotador, una variante miniaturizada y demoníaca del tenis. Saca con un efecto devastador, imposible de devolver, se pone a tres metros de la mesa y responde a cada lanzamiento mío como si yo no desplegara más destreza que un niño de cuatro años. Me gana tres veces seguidas -veintiuno a cero, veintiuno a cero y veintiuno a cero-, y cuando concluye la gran paliza, no puedo hacer otra cosa que inclinarme humildemente ante el vencedor antes de salir hecho polvo del cobertizo.

Empapado en sudor, vuelvo a la casa para darme una ducha rápida y cambiarme de ropa. Al subir los escalones del porche con Lucy, Tom me informa de que ha llamado a Brooklyn hace quince minutos. Harry ha salido a hacer una gestión, pero Tom ha dejado recado a Rufus de que nos llame cuando vuelva.

– Para ver si sigue interesado -explica Tom-. No tiene sentido despertar esperanzas en Stanley si Harry ha cambiado de idea.

He estado en el cobertizo menos de una hora, pero noto que en ese breve intervalo Tom ha estado pensando mucho. Algo en sus ojos me dice que la charla que hemos mantenido con Stanley en el almuerzo ha cambiado su postura con respecto al nuevo Hotel Existencia. Empieza a creer que es factible. Empieza a albergar esperanzas.

Da la casualidad de que el teléfono suena en el instante mismo en que entro en el vestíbulo. Lo cojo, y es el propio Brightman, que parlotea alegremente al otro extremo de la línea. Le hablo de la avería del coche, del Chowder Inn y del entusiasmo de Stanley por hacer un trato con nosotros.

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