– Me parece que nos hemos quedado sin gasolina -anunció Tom.
Era la única conclusión sensata que podía sacarse, pero cuando me incliné a ver el indicador del combustible, comprobé que en el depósito quedaba una octava parte del contenido total. Señalé la aguja roja.
– Según esto, no -objeté.
– Se habrá roto -sugirió Tom, encogiéndose de hombros-. Por suerte tenemos una estación de servicio al otro lado de la carretera.
Mientras Tom exponía su erróneo diagnóstico del estado del coche, me volví a mirar la presunta estación de servicio por la ventanilla de atrás: dos surtidores frente a un garaje ruinosa con aspecto de no haber recibido una mano de pintura desde 1954. Al volverme, Lucy me miró a los ojos. Estaba sentada justo detrás de Tom, y como no sospechaba que ella fuese la causante del lío en que nos encontrábamos, me sorprendió un poco la expresión beatífica, de satisfacción casi sobrenatural que se veía en su rostro. El motor acababa de emitir su popurrí de música jungle, y en circunstancias normales, aquellos ridículos sonidos habrían suscitado en ella alguna reacción: alarma, risa, inquietud, algo. Pero Lucy parecía enteramente ajena al mundo exterior, como un espíritu puro que, liberado del cuerpo, flotara ingrávido en una nube de indiferencia. Ahora comprendo que estaba regocijándose del éxito de su hazaña, dando silenciosamente las gracias al todopoderoso por ayudarla a realizar un milagro. Pero aquella tarde, en el coche, me sentía cada vez más perplejo.
– ¿Sigues con nosotros, Lucy? -le pregunté.
Me respondió con una larga e impasible mirada, y luego asintió con la cabeza.
– No te preocupes -proseguí-. Dentro de nada tendremos otra vez el coche en marcha.
Huelga decir que estaba equivocado. Sería tentador describir con pelos y señales la comedia que se desarrolló a continuación, pero no quiero abusar de la paciencia del lector tratando cuestiones que, estrictamente hablando, no guardan relación alguna con la historia. En lo que se refiere al coche, el resultado final es lo único que cuenta. Voy a pasar por alto, pues, lo del bidón de gasolina súper con el que Tom vino cargado desde el garaje del otro lado de la carretera (ya que no sirvió de nada) y omitiré toda referencia a la grúa que acabó remolcando el Cutlass hasta aquel mismo garaje (¿qué otra cosa podíamos hacer?). El único hecho que cabe mencionar es que ninguno de los mecánicos que atendían el garaje (un equipo formado por padre e hijo, conocidos como Al Padre y Al Hijo) logró averiguar lo que le pasaba al coche. Hijo y padre tenían respectivamente más o menos la misma edad que Tom y yo, pero mientras que yo era delgado y Tom robusto, el joven y el viejo Al se parecían a nosotros al revés: el hijo era delgado, y el padre, gordo.
Tras examinar el motor durante varios minutos sin encontrar nada, Al Hijo cerró de golpe el capó.
– Voy a tener que desmontarlo pieza por pieza -anunció.
– ¿Tan grave es? -repuse.
– No digo que sea grave. Pero tampoco es una tontería. No señor, no es ninguna tontería.
– ¿Cuánto tiempo tardará en arreglarlo?
– Eso depende. Puede que un día, o una semana. Lo primero es localizar la avería. Si se trata de algo sencillo, ningún problema. Si no lo es, a lo mejor tenemos que pedir alguna pieza de repuesto a la fábrica, con lo que la cosa podría prolongarse un poco.
Parecía un análisis claro y objetivo de la situación, y dado que yo era un absoluto ignorante en materia automovilística, no veía qué otra cosa podíamos hacer aparte de confiarle la reparación: con independencia del tiempo que tardara en realizarla. Tom, que tampoco era ningún mecánico, secundó la medida. Muy bien, todo perfecto, pero ahora que estábamos perdidos en una carretera comarcal en plena campiña de Vermont, ¿qué íbamos a hacer nosotros mientras los dos Al trataban de resucitar a nuestro difunto vehículo? Una posibilidad era alquilar un coche, seguir hacia Burlington y pasar el resto de la semana con Pamela para recoger el Cutlass de camino de vuelta a Nueva York. O bien, sencillamente, alojarnos en algún albergue de por allí y hacer como si estuviéramos de vacaciones hasta que nos arreglaran el coche.
– Ya he conducido bastante por hoy -sentenció Tom-. Voto que nos quedemos. Por lo menos hasta mañana.
Yo opté por lo mismo. En cuanto a Lucy -la silenciosa y siempre vigilante Lucy-, es fácil imaginar lo poco que protestó de nuestra decisión.
Al Padre nos recomendó un par de hostales en Newfane, un pueblo que habíamos dejado quince kilómetros atrás. Entré en la oficina y llamé a los dos números, pero resultó que en ningún sitio había habitaciones libres. Cuando le informé de lo que había pasado, el corpulento mecánico pareció contrariado.
– Qué asco de turistas -exclamó-. Sólo estamos en la primera semana de junio, pero cualquiera diría que es pleno verano.
Nos quedamos medio minuto o así con las manos en los bolsillos, mirando cómo pensaban padre e hijo. Finalmente, Al Hijo rompió el silencio.
– ¿Qué me dices de Stanley, papá?
– Hmmm -repuso el padre-. No sé. ¿Crees que piensa abrir de nuevo el establecimiento?
– He oído que va a hacerlo ya -respondió el joven-. Eso es lo que me ha dicho Mary Ellen. Se encontró con Stanley en la oficina de correos la semana pasada.
– ¿Quién es Stanley? -intervine yo.
– Stanley Chowder -contestó Al Padre, alzando el brazo y señalando en dirección oeste-. Hace tiempo tuvo un hostal a unos cuatro kilómetros de aquí, en lo alto de esa colina.
– Stanley Chowder [5]-repetí-. Qué nombre tan raro.
– Sí -convino el corpulento Al-. Pero a Stanley no le importa. Creo que hasta le gusta.
– Una vez conocí a uno que se llamaba Elmer Doodlebaum -dije de pronto, dándome cuenta de que me gustaba hablar con los dos Al-. ¿Cómo les sentaría cargar con ese nombrecito toda la vida?
– Nada bien, señor. Pero que nada bien. Aunque al menos la gente lo recordaría. Yo me llamo Al Wilson desde el día en que nací, lo que tal vez sea mejor que llamarse John Doe [6]. No se puede hincar el diente a un nombre como ése. Al Wilson. Sólo en Vermom, debemos de ser mil los Al Wilson.
– Me parece que voy a llamar a Stanley -anunció Al Hijo-. Nunca se sabe. Si no está fuera cortando el césped, puede que lo coja…
Mientras el esbelto hijo iba a la oficina a hacer la llamada, el robusto padre se apoyó en mi coche, sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa (que se puso en los labios pero no encendió), y empezó a contarnos la triste historia del Chowder Inn.
– A eso es a lo que se dedica ahora Stanley -dijo-, a cortar el césped. Desde primera hora de la mañana hasta última hora de la tarde se pasa el día montado en su John Deere rojo, cortando el césped. Empieza en abril, cuando se derrite la nieve, y ya no para hasta noviembre, cuando se pone a nevar otra vez. Todos los días, llueva o haga sol, ahí está, subido en su tractor, segando la hierba de su finca durante horas y horas. Cuando llega el invierno, se queda dentro y se dedica a ver la televisión. Y cuando ya no aguanta más la tele, se sube al coche y se va a Adantic City. Se aloja en uno de esos hoteles con casino y se queda diez días seguidos jugando al blackjack. Unas veces gana, y otras pierde, pero a Stanley no le importa. Le sobra dinero para vivir, ¿qué más le da derrochar unos cuantos dólares de vez en cuando?
»Lo conozco desde hace mucho; más de treinta años, calculo. Era censor jurado de cuentas en Springfield, en Massachusetts. Hacia el sesenta y ocho o sesenta y nueve, su mujer, Peg, y él compraron una enorme mansión blanca en lo alto de esa colina, y empezaron a venir los fines de semana, en las vacaciones de verano, en navidades, siempre que podían. Su gran sueño era convertir la casa en un hotel rural y vivir allí cuando Stanley se jubilara. Así que hace cuatro años, Stanley deja su trabajo de censor de cuentas, Peg y él venden su casa de Springfield, y se mudan aquí para abrir el Chowder Inn. Nunca se me olvidará lo mucho que trabajaron aquella primavera, dándose prisa para que todo estuviera listo el fin de semana del Día de los Caídos. Todo marcha según los planes. Se ponen a dar lustre al local hasta que reluce como una patena. Contratan a un jefe de cocina y dos doncellas, y entonces, justo cuando están a punto de hacer las primeras reservas, a Peg le da un ataque y se muere. Allí mismo, en la cocina, en pleno día. De pronto está viva, hablando con Stanley y el cocinero, y al poco rato se cae redonda al suelo y exhala el último aliento. Ocurrió tan rápido, que se murió antes de que la ambulancia saliera del hospital.
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