Erica Jong - Miedo A Los Cincuenta

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Este libro de memorias está escrito a los cincuneta años, punto de inflexión de la existencia. Y es también el testimonio de varias décadas fundamentales en la historia de las mujeres. El sentido del humor y el ingenio con que Erica Jong levanta acta de los logros obtenidos por las mujeres desde la eclosión del feminismo a finales de los sesenta y principios de los setenta han convertido esta inusitada autobiografía en un verdadero éxito mundial. Miedo a los cincuenta encierra la vida de una generación de mujeres educadas para ser como Doris Day cuando fueran mayores y que ahora tienen que educar a sus hijas en los tiempos de Madonna y las Spice Girls.

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El hecho de que las feministas más jóvenes estén avivando el movimiento de las mujeres es emocionante. (Susie Bright es otra voz joven del feminismo ferviente y de la falta de corrección política.) Estas feministas y sus muchas contemporáneas me dan esperanzas de que exista un movimiento nuevo que de verdad se pueda convertir en un movimiento de masas. Sé de los obstáculos que Roiphe, Wolf y Bright tendrán que encarar para madurar como escritoras. La mayoría de esos obstáculos procederán de otras mujeres, que -habiendo estado privadas durante años de una expresión propia- pueden reaccionar con rabia ante esas mujeres jóvenes, atractivas y privilegiadas, que se atreven a participar en el mundo del discurso intelectual de un modo tan libre y belicoso. A estas jóvenes escritoras ya las han denunciado por su franqueza sexual.

Lo que me lleva a la cuestión de las mujeres más jóvenes y de las mayores, y a la rivalidad entre nosotras. Cuando yo era joven -como hoy lo son Wolf, Roiphe y Bright- me sentía horrorizada por la tremenda envidia y hostilidad que tenía que encarar procedente de las mujeres mayores. Era algo que no esperaba. Y me dolían más las suyas que las críticas que recibía por parte de los hombres, que más o menos esperaba. Ahora incluso resulta difícil recordar el enfado que provocó Miedo a volar. Mujeres periodistas que en privado confesaban una profunda identificación, me atacaban en público, muchas veces utilizando incluso confidencias que les había hecho yo. La sensación de traición era extrema. Me sentí mucho más molesta por esos amargos ataques personales que por los de los críticos varones.

Gradualmente fui entendiendo que esa tendencia al ataque no era en sí misma una característica femenina, sino la característica de una mujer a la que habían privado de importantes partes del cuerpo y la personalidad. Le habían atado los pies, extirpado el clítoris, y lo que le habían dejado eran las uñas y los dientes. No eran mujeres normales, eran mujeres a las que les faltaban partes. La mujer eunuco fue la frase que inventó Germaine Greer para ese tipo de criaturas, comprendiendo intuitivamente que la sexualidad femenina plena implicaba una completa revolución femenina. Pero unas mujeres educadas en el puritanismo y en ser de segunda clase difícilmente estaban preparadas para una revolución feminista total. Enfrentadas entre sí, rivales, ni siquiera podían imaginar una sociedad en la que las mujeres mayores prestaran apoyo emocional a las mujeres más jóvenes, en la que la sexualidad de la mujer se celebrara, en la que la excelencia de la mujer produjera alegría. El sistema establecido ha enfrentado a las mujeres entre sí mismas durante siglos y las ha hecho enemigas unas de otras y del progreso.

Muchas veces he tenido la experiencia de recibir encantada a mujeres periodistas jóvenes a las que mis libros les habían inspirado o conmovido, y que después me mandaban un recorte de su periódico con disculpas sobre cómo las habían obligado a censurar sus propios sentimientos, convertir el acuerdo en desacuerdo, añadir más «mordiente» (esto es, ataques asquerosos, vinieran a cuento o no). Muchas veces quien manda que se realice esta clitoridectomía impresa es una mujer-una mujer aporreada por el sistema-, una mujer que conserva su empleo haciendo que parezca que tiene las mismas opiniones que sus jefes varones y que sin embargo hace que sus opiniones sean más severas que las de ellos.

Debemos aprender a ser criaturas completas con objeto de hacer que la libertad de las mujeres sea una parte natural de nuestra sociedad. Nos toca a nosotras reclamar ese territorio, Los hombres no lo pueden hacer por nosotras. No es la montaña que les toca escalar a ellos. Debemos aprender a querernos y a apoyarnos entre nosotras sin exigir acuerdo ideológico. Debemos aprender a estar de acuerdo para estar en desacuerdo, a luchar como adultas y a combatir, a permitir que bajo el mismo techo quepan muchos tipos de feminismo, no a dividirnos en grupos cada vez más pequeños y menos poderosos. De ese modo es como triunfa el sexismo, con nuestra propia complicidad. El feminismo no se puede permitir una «Gran mentira», y ha mantenido una durante las dos últimas décadas; y por ello, en parte, se ha desacreditado la palabra. Las mujeres no son simplemente amables y dulces, víctimas de la avidez sexual de la que no queremos ser parte, ni somos unas criaturas sin colmillos, sin garras, castradas. En el nombre de un falso feminismo, se nos ha pedido que hiciéramos como si lo fuésemos. Y a aquellas de nosotras que hemos escrito sobre las mujeres de un modo diferente se nos ha declarado «malas hermanas» y hemos sido relegadas.

Dado que mi destino como escritora ha sido ése en mi propio país (aunque mucho menos fuera de él), considero que tengo derecho a hablar de eso. Me ha sumido en periodos de bloqueo tremendo en los que trataba de escribir y no podía porque sabía que todo lo que dijera estaría equivocado. Comprendí gradualmente que las mujeres se las arreglaban para hacerme algo que los hombres ya no tenían fuerza para hacerme: hacer que me sintiera total y absolutamente equivocada, hacer que odiara mi propia creatividad, desconfiara de mis propias impresiones, sospechara de mí misma hasta el punto de temer que nada de lo que dijera iba a entenderse. Me sentaba a escribir y me sentía dominada por tal autodesprecio que no podía hacer nada. Todas las veces que llevaba la pluma al papel veía un coro de mujeres burlonas que me decían que nada de lo que decía yo merecía la pena que se dijera.

Cuando las mujeres han padecido tan intensamente la enfermedad del sexismo que se la pueden contagiar entre ellas, tenemos una máquina perfecta para que el sexismo continúe. Incapaces de dirigir nuestras reivindicaciones contra los hombres, nos volvemos unas contra otras. De ese modo seguimos confundidas por los problemas que tuvimos siempre. Es imperativo renovar la máquina; no, no renovarla, sino destrozarla, para que las mujeres podamos ser todo lo que necesitamos ser.

La psicoanalista jungiana Clarissa Pinkola Estes ha conseguido mucho público gracias a su visión de la insensatez de las mujeres:

Gran parte de la literatura de mujeres sobre el asunto del poder de las mujeres establece que las mujeres tienen miedo al poder de las mujeres. Yo siempre he querido exclamar. «¡Madre de Dios! Son muchas mujeres las que tienen miedo al poder de las mujeres.» Pues los antiguos atributos y fuerzas femeninas son enormes, y son formidables… Si los hombres aprenden alguna vez a resistirse a ellos, entonces, sin la menor duda, las mujeres tienen que aprender a resistir.

Pero sólo estamos al comienzo. Y nuestras críticas a las demás lo demuestran. Nuestra defensa de la delgadez, de la no-sexualidad, del «buen» feminismo frente al «mal» feminismo, son prueba de que estamos al comienzo, no al final de un proceso. Que las feministas más jóvenes defiendan su sexualidad es una señal de esperanza, una señal de que la vida de las mujeres será algún día menos limitada, tendrá menos miedo del lado oscuro de la creatividad (para la que Eros proporciona la llave). Si pasa eso, por fin tendremos toda la gama de la creatividad que se nos negó tanto tiempo. Tendremos acceso a todas las partes de nosotras mismas, a todos los animales de nuestro interior, del lobo al cordero. Cuando aprendamos a querer a todos los animales de nuestro interior, sabremos cómo hacer que los hombres los quieran también.

¿Y qué pasa con el envejecimiento? ¿Nos obligan los hombres a temer el envejecimiento, o somos nosotras mismas las que estamos aterrorizadas porque sólo conocemos un tipo de poder, el poder de la belleza y la juventud?

¿No es posible que si consiguiéramos sentirnos cómodas con otras formas de poder femeninas, los hombres también lo hicieran? En su maravillosa novela futurista He, She and It («El, ella y ello»), Marge Piercy imagina un cyborg al que le enseñan a amar los cuerpos de las mujeres mayores. Una proposición deliciosa, porque nos dice que puede resultar verdad todo lo que podamos imaginar. Las mujeres muchas veces aborrecen su propio cuerpo. A veces pienso que lo más importante con respecto a tener una relación con alguien del propio género -especialmente si se es mujer- es enfrentarse a la parte femenina que se aborrece y convertirla en amor a una misma.

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