– Qué asco -dijo mamá desdeñosa, y se dio la vuelta.
Tomamos el té en el parque, donde el barrito de los elefantes se mezclaba con el estruendo de la multitud del día festivo. Mamá fumaba los cigarrillos que le habíamos comprado en el duty-free , apagándolos ostentosamente al cabo de tres o cuatro caladas, demostrándome lo que pensaba de mis ofertas de paz.
– ¿Por qué sigue llamándote Max? -me susurró cuando Anna se dirigió a la barra a buscarle un bollito-. No te llamas Max.
– Ahora sí -dije-. ¿Es que no has leído lo que te he enviado, lo que he escrito, con mi nombre?
Encogió los hombros a su estilo desmesurado.
– Pensaba que lo había escrito otro.
Era capaz de demostrar su irritación tan sólo con su manera de sentarse, el cuerpo ladeado, la espalda rígida, las manos aprisionando el bolso, que tenía en el regazo, su sombrero, en forma de brioche y con una redecilla negra en torno a la copa, inclinado sobre sus rizos grises y despeinados. También tenía una pelusa gris en la barbilla. Miraba desdeñosa a su alrededor.
– Bah -dijo-, menudo sitio. Supongo que te gustaría dejarme aquí, meterme con los monos y que me dieran de comer plátanos.
Anna volvió con el bollito. Mamá lo miró con desprecio.
– No lo quiero -dijo-. No te he pedido eso.
– Mamá-dije.
– No me vengas con mam á .
Pero cuando nos fuimos se echó a llorar, retrocediendo hasta la puerta abierta del piso para esconder la cara, levantando el antebrazo para cubrirse los ojos, como una niña, furiosa consigo misma. Aquel invierno murió, una tarde inusualmente templada de entre semana, sentada en un banco del canal. Angina pectoris, nadie lo sabía. Las palomas aún seguían dando cuenta de las migas que mamá había esparcido en el sendero cuando un vagabundo se sentó junto a ella y le ofreció un trago de la botella que llevaba dentro de una bolsa de papel marrón, sin darse cuenta de que estaba muerta.
– Qué raro -dijo Anna-. Estar ahí, y luego ya no, así, sin más.
Suspiró y contempló los árboles. La fascinaban, esos árboles, quería salir y estar entre ellos, oír soplar el viento entre las ramas. Pero ya no podría volver a salir.
– Haber estado aquí -dijo.
Alguien me hablaba. Era Bollo. ¿Cuánto rato había estado ausente, deambulando por la cámara de los horrores de mi cabeza? La comida había acabado y Bollo se despedía. Cuando sonríe su cara pequeña se empequeñece aún más, arrugándose y contrayéndose alrededor del diminuto botón de su nariz. A través de la ventana pude ver las nubes concentrándose en torno a un sol bajo y húmedo que, en el Oeste, seguía brillando sobre una pálida rodaja de cielo verde puerro. Por un momento me vi a mí mismo otra vez, enorme y encorvado en mi silla, el labio inferior color rosa colgando, y mis enormes manos delante de mí, inertes sobre la mesa, un gran simio, cautivo, sedado y adormilado. Hay veces, y hoy en día ocurren cada vez más a menudo, en las que me parece que no sé nada, cuando todo lo que he hecho parece habérseme ido de la cabeza como un chaparrón, y por un momento me quedo presa de una consternación que me paraliza, esperando volver a recordarlo todo, aunque sin certeza ninguna de que vaya a ocurrir. Bollo estaba reuniendo sus cosas en vistas al considerable esfuerzo de extraer sus considerables piernas de debajo de la mesa y ponerse en pie. La señorita Vavasour ya se había levantado, y estaba tras la espalda de su amiga -era grande y redonda como una bola de jugar a bolos-, impaciente por que se fuera y procurando no demostrarlo. El coronel estaba situado al otro lado de Bollo, inclinado hacia delante en un ángulo incómodo y haciendo vagas fintas en el aire con las manos, como un mozo de mudanzas que se enfrenta a un mueble pesado y especialmente difícil de abordar.
– ¡Bueno! -dijo Bollo, dando un golpe con los nudillos
sobre la mesa y lanzándole una mirada jovial primero a la señorita Vavasour y luego al coronel, y los dos se le acercaron un pasito, como si estuvieran a punto de agarrarla cada uno por un brazo y levantarla.
Salimos a la luz cobriza de la tarde de final de otoño. Fuertes ráfagas de viento barrían la calle de la Estación, y las hojas de los árboles azotaban y arrojaban hojas muertas al cielo. Los grajos lanzaron su ronco graznido. El año ya casi ha acabado. ¿Por qué pienso que algo nuevo vendrá a sustituirlo, algo que no sea otro número en el calendario? El coche de Bollo, un modelo rojo, pequeño y veloz, reluciente como una mariquita, estaba aparcado en la zona de gravilla del jardín. Los muelles del asiento emitieron un grito ahogado cuando Bollo se introdujo de nalgas en el asiento, primero empujando su enorme trasero y luego izando las piernas y reclinándose pesadamente con un gruñido contra la tapicería de falsa piel de tigre. El coronel le abrió la verja y se quedó en mitad de la calle para dirigirle la maniobra con amplios y dramáticos movimientos de brazo. Olores a tubo de escape, al mar, a la podredumbre de otoño del jardín. Breve desolación. No sé nada, nada, soy un viejo simio. Bollo hizo sonar el claxon desenfadadamente y saludó con la mano, la cara apretada sonriéndonos a través del cristal, y la señorita Vavasour le devolvió el saludo, sin alegría, y el coche se fue zumbando, torciendo calle arriba, cruzó el puente del tren y desapareció.
– Qué peligro tiene -dijo el coronel, frotándose las manos y dirigiéndose hacia la casa.
La señorita Vavasour suspiró.
No cenamos, pues la comida había durado mucho y había sido muy tensa. Me di cuenta de que la señorita V. seguía agitada a causa de la discusión con su amiga. Cuando el coronel la siguió a la cocina, con la pretensión de que al menos le diera de merendar, la señorita V. se mostró muy brusca con él, y éste se escabulló a su habitación a oír la retransmisión de un partido de fútbol por la radio. Yo también me retiré, sólo que al salón, con mi libro -Bell hablando de Bonnard, una de las cumbres del tedio-, pero no pude leer, y dejé el libro. La visita de Bollo había alterado el delicado equilibrio de la casa, había una especie de silenciosa vibración en la atmósfera, como si alguien hubiera tropezado con un fino y tenso cable de alarma y siguiera vibrando. Me senté en el mirador y contemplé cómo se oscurecía el día. Al otro lado de la calle había árboles sin hojas, negros contra el fondo de los últimos destellos del sol poniente, y los grajos, en vocinglera bandada, daban vueltas y se lanzaban en picado, disputándose un lugar para pasar la noche. Estaba pensando en Anna. Me obligué a pensar en ella, lo hago como ejercicio. Ella se aloja en mi interior como un cuchillo, y sin embargo empiezo a olvidarla. La imagen que tengo de ella en mi mente es ya deshilachada, se le están cayendo trozos del pigmento, del pan de oro. ¿Algún día estará el lienzo vacío? He llegado a comprender lo poco que la conocía, es decir, qué superficialmente la conocía, qué mal. No es que me culpe por ello. Aunque quizá debería. ¿Fui demasiado perezoso, demasiado desatento, estuve demasiado pendiente de mí? Sí, todas estas cosas, y no obstante no me parece que sea una cuestión de culpa, este olvido, este no haber conocido. Me imagino más bien que esperaba demasiado de ese conocer. Me conozco tan poco, ¿cómo iba a conocer a otro?
Pero esperad, no, no es eso. Estoy siendo falso… para variar, eso dices tú, sí, sí. La verdad es que no deseábamos conocernos el uno al otro. Más aún, lo que deseábamos era exactamente eso, no conocernos. Ya he dicho en otra parte -ahora no tengo tiempo para ir a mirar dónde, atrapado como estoy de repente en las redes de este pensamiento- que lo que encontré en Anna desde el principio fue una manera de realizar la fantasía de mí mismo. No sabía qué quería decir exactamente cuando lo dije, pero ahora que pienso un poco en ello de repente lo comprendo. O lo sé. Dejadme que intente desentrañarlo, tengo mucho tiempo, estas tardes de domingo son interminables.
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