John Banville - El mar

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Tras la reciente muerte de su esposa después de una larga enfermedad, el historiador de arte Max Morden se retira a escribir al pueblo costero en el que de niño veraneó junto a sus padres. Pretende huir así del profundo dolor por la reciente pérdida de la mujer amada, cuyo recuerdo le atormenta incesantemente. El pasado se convierte entonces en el único refugio y consuelo para Max, que rememorará el intenso verano en el que conoció a los Grace (los padres Carlo y Connie, sus hijos gemelos Chloe y Myles, y la asistenta Rose), por quienes se sintió inmediatamente fascinado y con los que entablaría una estrecha relación. Max busca un improbable cobijo del presente, demasiado doloroso, en el recuerdo de un momento muy concreto de su infancia: el verano de su iniciación a la vida y sus placeres, del descubrimiento de la amistad y el amor; pero también, finalmente, del dolor y la muerte. A medida que avanza su evocación se desvelará el trágico suceso que ocurrió ese verano, el año en el que tuvo lugar la «extraña marea»; una larga y meándrica rememoración que deviene catártico exorcismo de los fantasmas del pasado que atenazan su existencia.
El mar, ganadora del Premio Man Booker 2005, es una conmovedora meditación acerca de la pérdida, la dificultad de asimilar y reconciliarse con el dolor y la muerte, y el poder redentor de la memoria. Escrita con la característica brillantez de la prosa de John Banville, de impecable precisión y exuberante riqueza lingüística, El mar confirma por qué Banville es justamente celebrado como uno de los más grandes estilistas contemporáneos en lengua inglesa. «Por su meticulosa inteligencia y estilo exquisito, John Banville es el heredero de Nabokov… La prosa de Banville es sublime. En cada página el lector queda cautivado por una línea o una frase que exige ser releída. Son como colocones de una droga deliciosa, estas frases» (Lewis Jones, The Telegraph). «Banville demuestra un magistral control de su material narrativo. El relato avanza a través del pasado con un movimiento ondulante y majestuoso, al ritmo de los ensueños de su protagonista» (John Tague, Independent on Sunday). «Una novela otoñal, elegiaca, cuya desoladora historia es narrada mediante las dulces y tempestuosas mareas de su exquisita prosa» (Boston Globe). «Una hermosa novela, exigente y extraordinariamente gratificante… Tranquiliza saber que contamos con un lord del lenguaje como John Banville entre nosotros» (Gerry Dukes, Irish Independent). «Un maestro, un artista con el pleno control de su oficio» (The Times).

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– Mira -susurró-, somos Myles y yo.

Me quedé estupefacto, sentí que me sonrojaba y me alegré de estar a oscuras. Fue como si hubiera admitido algo íntimo y vergonzoso. No obstante, la misma idea de que hubiera cometido una falta de decoro en ese momento de intimidad hizo que anhelara saber más, lo anhelara al tiempo que lo detestara. En otra ocasión -y éste es un salto aún mayor hacia delante-, cuando conseguí reunir el valor para pedirle directamente a Chloe que me lo contara, pues anhelaba saber cómo era ese estado de inevitable intimidad con su hermano -¡su otro yo!-, se lo pensó un momento y a continuación se puso las manos delante de la cara, las palmas muy juntas pero sin tocarse.

– Como dos imanes -dijo-, pero puestos al revés, atrayéndose y repeliéndose.

Después de decirlo cayó en un sombrío silencio, como si entonces fuera ella la que creyera que había dejado escapar un vergonzoso secreto, y me apartó la cara, y por un momento experimenté algo de ese vértigo-bordeando-el-pánico que sentía cuando contenía el aliento demasiado tiempo bajo el agua. Siempre tan alarmante, Chloe.

El vínculo entre ambos era palpable. Imaginé un hilo sutil e invisible de un material brillante y pegajoso, como la seda de una araña, o el reluciente filamento que deja colgando un caracol cuando pasa de una hoja a otra, o algo acerado y refulgente, quizá, y tenso, como una cuerda de arpa, o un garrote. Estaban atados entre sí, atados y vinculados. Sentían cosas en común, dolores, emociones, miedos. Compartían pensamientos. Se despertaban en mitad de la noche y se oían respirar mutuamente, sabiendo que habían soñado lo mismo. No se contaban lo que habían soñado. No hacía falta. Lo sabían.

Myles era mudo de nacimiento. O mejor dicho, simplemente no había hablado. Los doctores no hallaban causa alguna que explicara su obstinado silencio, y se confesaban perplejos, o escépticos, o las dos cosas. Al principio se pensó que era de los que empiezan tarde, y que con el tiempo se pondría a hablar como todos los demás, pero pasaron los años y seguía sin decir una palabra. Si tenía la capacidad de hablar y había decidido no hacerlo, eso no lo sabía nadie. ¿Es posible que tengamos una voz que nunca utilizamos? ¿Practicaba cuando no le oía nadie? Me lo imaginé esa noche, en la cama, bajo las sábanas, susurrando para sí y poniendo esa ávida sonrisa de elfo que tenía. O a lo mejor hablaba con Chloe. Cómo se reirían, frente con frente, rodeándose el cuello con los brazos, compartiendo su secreto.

– Hablará cuando tenga algo que decir -gruñía el padre, con su habitual y amenazante jovialidad.

Era evidente que el señor Grace no quería a su hijo. Lo evitaba siempre que podía, y se mostraba especialmente reacio a quedarse a solas con él. No era de extrañar, pues estar a solas con Myles era como estar en una habitación de la que alguien acababa de salir violentamente. Su mudez era una emanación empalagosa que lo invadía todo. No decía nada pero nunca estaba callado. Siempre estaba jugueteando con las cosas, las cogía e inmediatamente las devolvía a su sitio de cualquier manera, con estrépito. Emitía unos chasquiditos secos que le salían del fondo de la garganta. Le podías oír respirar.

Su madre procuraba no perderlo de vista, pero tampoco le prestaba mucha atención. En algunos momentos, cuando deambulaba un tanto distraída entre sus quehaceres diarios -aunque no era muy bebedora, siempre parecía poseerla esa afabilidad del que va un poco achispado-, se detenía y se fijaba en él sin reconocerlo del todo, y lo miraba ceñuda y sonriéndole al mismo tiempo, de una manera compungida, impotente.

Ni su padre ni su madre conocían ningún lenguaje de signos, y hablaban con Myles mediante una improvisada y brusca pantomima que parecía menos un intento de comunicarse que una manera de decirle que desapareciera de una vez de su vista. No obstante, él comprendía bastante bien lo que intentaban decirle, y a menudo mucho antes de que acabaran de decírselo, lo que hacía que se impacientaran e irritaran aún más con él. Estoy seguro de que, en el fondo, sus padres le tenían un poco de miedo. Tampoco es de extrañar. Debía de ser como vivir con un poltergeist demasiado visible, demasiado tangible.

Por mi parte, aunque me avergüenza decirlo, o al menos debería avergonzarme, lo que más me recordaba Myles era un perro que tuve una vez, un terrier irreprimiblemente entusiasta al que le tenían un gran cariño, pero al que de vez en cuando, si nadie miraba, golpeaba cruelmente, pobre Pongo, por el cálido y túmido placer de oír sus chillidos de dolor y cómo se retorcía suplicando. ¡Y los dedos de Myles, que parecían ramillas, y sus muñecas, quebradizas, como de chica! Siempre lo tenía detrás, tirándome de la manga, o pisándome los talones y asomando su sonriente cara repetidamente por debajo de mi brazo, hasta que al final lo atacaba y lo derribaba de un golpe, lo que era muy fácil, porque yo entonces era grande y fuerte, y le sacaba una cabeza. Pero cuando lo tenía en el suelo surgía la cuestión de qué hacer con él, pues, a menos que se lo impidieras, volvía a levantarse enseguida, girando sobre sí mismo como esas figuras que siempre quedan verticales y saltando sin esfuerzo para quedar sobre las puntas de los pies. Si me sentaba sobre su pecho podía sentir el movimiento de su corazón contra mi entrepierna, el tensarse de su caja torácica y el palpito del tegumento rígido y cóncavo que había debajo de su esternón, y él se reía de mí, jadeando y mostrándome su lengua húmeda e inútil. Pero ¿no le tenía yo también un poco de miedo, en el fondo de mi corazón, o sea donde sea que reside el miedo?

Siguiendo los misteriosos protocolos de la infancia -¿éramos niños?, creo que debería existir otra palabra para lo que éramos-, no me invitaron a su casa la primera vez, después de haberlos abordado en el Café Playa. De hecho, no recuerdo en qué circunstancias exactamente conseguí por fin entrar en los Cedros. Me veo, después de ese encuentro inicial, dando media vuelta, frustrado, ante la verja verde mientras los gemelos observan cómo me alejo, y luego me veo otro día dentro del mismísimo sanctasanctórum, como si, mediante una versión realmente mágica del salto de Myles por encima del barrote superior de la verja, yo hubiera sorteado todos los obstáculos para aterrizar en la sala de estar, junto a un rayo en ángulo y de aspecto sólido de sol dorado, con la señora Grace, enfundada en un vestido suelto azul claro con un dibujo oscuro de flores azules, apartando la mirada de una mesa y sonriéndome, deliberadamente distraída, evidentemente sin saber quién era yo, pero sabiendo no obstante que debería saberlo, lo que demuestra que ésta no era la primera vez que nos encontrábamos cara a cara. ¿Dónde estaba Chloe? ¿Dónde estaba Myles? ¿Por qué me habían dejado a solas con su madre? Me preguntó si me gustaría tomar un vaso de limonada, quizá.

– ¿O -dijo en un tono de leve desesperación- una manzana…?

Negué con la cabeza. Su proximidad, el mero hecho de que estuviera allí, me llenaba de excitación y de un misterioso pesar. ¿Quién conoce las congojas que desgarran el corazón de un muchacho? Ella ladeó la cabeza, desconcertada, pero también divertida, comprendí, por la intensidad de mi muda presencia ante ella. Debí de parecerle una polilla palpitando ante la llama de una vela, o la llama misma, temblando en el calor que la consume.

¿Qué estaba haciendo en la mesa? Colocando flores en un jarrón… ¿o eso es demasiado fantasioso? En mi recuerdo de ese momento hay una zona de muchos colores, un abigarrado brillo bajo el revoloteo de sus manos. Permitidme que me quede un rato a su lado, antes de que aparezca Rose, y Myles y Chloe regresen de donde están, y su caprino marido entre con sus pezuñas en la escena; pronto quedará desplazada del palpitante centro de mis atenciones. Con qué intensidad brilla ese rayo de sol. ¿De dónde viene? Tiene una inclinación casi eclesial, como si, de manera imposible, cayera desde un rosetón que hay encima de nosotros. Más allá de esa luz que arde sin llama está la plácida penumbra del interior de una casa en una tarde de verano, donde mi memoria va a tientas en busca de detalles, objetos sólidos, los componentes del pasado. La señora Grace, Constance, Connie, sigue sonriéndome con su estilo desenfocado, que, ahora que lo pienso, es como miraba a todas partes, como si no estuviera del todo convencida de la solidez del mundo y medio esperara que, de un momento a otro, de una manera descabellada e hilarante, éste fuera a convertirse en algo completamente diferente.

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