Michael Ondaatje - El Paciente Inglés

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En los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, cuatro personajes se reúnen en una villa en ruinas en la Toscana: un enigmático hombre sin memoria, que agoniza con el cuerpo completamente quemado, una joven enfermera que cree traer la desgracia a cuantos ama, un cínico superviviente mutilado y un sij dedicado a la desactivación de explosivos… Cuatro extranjeros de sí mismos, atrapados en la retaguardia de sus recuerdos, que van recomponiendo el destrozado mosaico de sus identidades a través de las intermitentes y atormentadas revelaciones de una historia de amor y celos… «Más que una novela, es una alfombra mágica que nos traslada a través de épocas y geografías… Una red de sueños tan extraordinaria y cautivadora como la mejor de estos últimos años.» Time

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Kip -un joven con la profesión más extraña que su siglo había inventado, un zapador, un ingeniero militar que detectaba y desactivaba minas- alzaba la vista por aquel sendero medieval y contemplaba el arco de los altos árboles heridos por encima de él. Todas las mañanas salía de la tienda, se bañaba y se vestía en el jardín y se alejaba de la villa y sus alrededores, sin entrar siquiera en la casa -tal vez saludara con la mano, si veía a Hana-, como si el lenguaje, la humanidad, fueran a confundirlo, a introducirse, cual la sangre, en la máquina que había de entender. Ella lo veía a cincuenta metros de la casa, en un claro del sendero.

Ése era el momento en que los dejaba a todos atrás, el momento en que se cerraba el puente levadizo tras el caballero y éste se encontraba a solas, acompañado tan sólo por la calma de su estricto talento. En Siena había un mural que ella había visto, un fresco que representaba una ciudad. Unos metros fuera de las murallas de la ciudad, se había desprendido la pintura, por lo que, al abandonar el castillo, el viajero no podía contar siquiera con el consuelo -en forma de huerto en los alrededores- aportado por el arte. Allí era, le parecía a Hana, a donde iba Kip durante el día. Todas las mañanas salía de la escena pintada y se encaminaba hacia los obscuros riscos del caos: el caballero, el santo guerrero. Ella veía el caqui uniforme pasar entre los cipreses. El inglés lo había llamado fato profugus: fugitivo del hado. Ella suponía que aquellas jornadas comenzaban para él con el placer de alzar la vista hacia los árboles.

A comienzos de octubre de 1943, habían llevado a Nápoles a los zapadores en avión, tras seleccionar a los mejores del cuerpo de ingenieros que ya se encontraba en la Italia meridional. Kip fue uno de los treinta hombres transportados hasta la ciudad sembrada de explosivos.

Los alemanes habían coreografiado en la campaña italiana una de las retiradas más brillantes y terribles de la Historia. El avance de los Aliados, que debería haber durado un mes, se prolongó durante un año. Su ruta estaba cubierta de fuego. Mientras los ejércitos avanzaban, los zapadores, subidos a los guardabarros de los camiones, buscaban con la vista los puntos en que el suelo aparecía removido recientemente y que indicaban la presencia de minas. El avance resultaba lentísimo. Más al norte, en las montañas, los grupos de guerrilleros comunistas -los «garibaldinos»-, que llevaban pañuelos rojos para identificarse, ponían también bombas por las carreteras y las explosionaban al paso de los camiones alemanes sobre ellas.

La escala de colocación de minas en Italia y en el África del Norte resulta inconcebible. En el cruce de carreteras de Kismaayo-Afmadu se encontraron 260 minas. En la zona del puente sobre el río Orno había 300. El 30 de junio de 1941, zapadores sudafricanos colocaron en una jornada 2.700 minas del tipo Mark II en Mersa Matruh. Cuatro meses después, los británicos retiraron 7.806 minas de Mersa Matruh y las colocaron en otros puntos.

Hacían minas con toda clase de materiales. Llenaban con explosivos tubos galvanizados de cuarenta centímetros y los dejaban en las rutas militares. En las casas dejaban las minas dentro de cajas de madera. Llenaban las minas de tubo con gelignita, trozos de metal y clavos. Los bidones de combustible de veinte litros que los zapadores sudafricanos llenaban con hierro y gelignita podían destruir vehículos blindados.

En las ciudades era peor. Desde El Cairo y Alejandría transportaron unidades de artificieros, mínimamente capacitadas. La Octava División llegó a ser famosa. En octubre de 1941, desactivó durante tres semanas 1.403 bombas de explosivo instantáneo.

En Italia fue peor que en África: espoletas de relojería espeluznantemente excéntricas, diferentes de los artefactos alemanes con los que se había adiestrado a las unidades, pues sus mecanismos se activaban con muelle. Cuando los zapadores entraban en las ciudades, recorrían avenidas de cuyos árboles o de los balcones de cuyas casas colgaban cadáveres. Con frecuencia los alemanes se vengaban matando a diez italianos por cada alemán muerto. Algunos de los cadáveres colgados estaban minados y habían de explosionarse en el aire.

Los alemanes evacuaron Nápoles el 1.° de octubre de 1943. Durante un bombardeo de los Aliados ocurrido en septiembre de aquel año, centenares de ciudadanos habían abandonado la ciudad y habían empezado a vivir en las cuevas de los alrededores. En su retirada, los alemanes bombardearon la entrada de las cuevas y obligaron a los ciudadanos a permanecer bajo tierra. Se declaró una epidemia de tifus. En el puerto echaron a pique barcos y los volvieron a minar bajo el agua.

Los treinta zapadores entraron en una ciudad sembrada de trampas explosivas. Había bombas de acción retardada alojadas ex profeso en las paredes de los edificios públicos. Casi todos los vehículos estaban trucados. Los zapadores pasaron a sospechar permanentemente de cualquier objeto, en apariencia dejado al azar en una habitación. Desconfiaban de todo lo que veían en una mesa, a no ser que estuviera orientado hacia la posición de las «cuatro en punto». Años después de acabada la guerra, cuando un zapador colocaba un bolígrafo en una mesa, dejaba el extremo más grueso orientado hacia la posición de las cuatro en punto.

Nápoles siguió siendo zona de guerra durante seis semanas y Kip estuvo en ella todo aquel tiempo con la unidad. Al cabo de dos semanas, descubrieron a los ciudadanos en las cuevas, con la piel obscurecida por la mierda y el tifus. Cuando se dirigían hacia los hospitales de la ciudad, parecían una procesión de fantasmas.

Cuatro días después, explotó la oficina central de Correos y setenta y dos personas resultaron muertas o heridas. Ya había ardido, en los archivos de la ciudad, la colección de documentos medievales más rica de toda Europa.

El 20 de octubre, tres días antes de la fecha en que se había de restablecer el suministro de electricidad, un alemán se entregó y dijo a las autoridades que había miles de bombas ocultas en el barrio portuario de la ciudad y conectadas con el inactivo sistema eléctrico. Cuando se restableciera la corriente, la ciudad desaparecería presa de las llamas. Las autoridades, pese a los más de siete interrogatorios a los que -con actitud que osciló entre el tacto y la violencia- lo sometieron no pudieron cerciorarse totalmente de la veracidad de su confesión. Aquella vez evacuaron todo un barrio de la ciudad: los niños y los ancianos, los moribundos, las mujeres encinta, aquellos a los que acababan de sacar de las cuevas, los animales, los jeeps en buen estado, los soldados heridos de los hospitales, los pacientes mentales, los sacerdotes, los monjes y las religiosas de los conventos. Al anochecer del 22 de octubre de 1943, sólo quedaban doce zapadores en ella.

A las 15 horas del día siguiente, iba a restablecerse el suministro de electricidad. Ninguno de los zapadores se había encontrado nunca en una ciudad vacía, por lo que aquellas horas iban a ser las más extrañas e inquietantes de sus vidas.

Al anochecer, las tormentas recorrían la Toscana. Caían rayos sobre cualquier metal o aguja que se alzara por sobre el paisaje. Kip volvía siempre a la villa por el sendero amarillo entre los cipreses hacia las siete de la tarde, hora hacia la que, los días de tormenta, comenzaban los truenos: una experiencia medieval.

Parecían gustarle aquellos hábitos temporales. Hana o Caravaggio veían su figura a lo lejos: hacía un alto en su camino a casa para volverse a mirar hacia el valle y ver a qué distancia quedaba la lluvia de él. Hana y Caravaggio volvían a la casa y Kip seguía su recorrido de ochocientos metros por el sendero que serpenteaba lentamente hacia la derecha y después hacia la izquierda. Se oía el ruido de sus botas en la gravilla. El viento llegaba hasta él en ráfagas que azotaban los cipreses de costado y los hacían ladearse y se le metían por las mangas de la camisa.

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