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Isabel Allende: La Suma de los Días

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Isabel Allende La Suma de los Días

La Suma de los Días: краткое содержание, описание и аннотация

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Isabel Allende narra a su hija Paula todo lo que ha sucedido con la familia desde el momento en que ella murió. El lector vive, junto con la autora, la superación personal de una mujer con una fuerza inspiradora, rodeada siempre de amigos y familiares. Su historia es emotiva, pero también está repleta de humor, personajes pintorescos y anécdotas caóticas y divertidas sobre la complicidad, el amor, la esperanza, la magia y la fuerza de la amistad.

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Tuviste poco tiempo para conocer bien a tu cuñada y sospecho que no le tenías mucha simpatía porque eras bastante severa. Yo misma te temía un poco, hija, ahora te lo puedo decir: tus juicios solían ser lapidarios e irrevocables. Además, Celia sacaba roncha a propósito, como si se esmerara en dejar a todo el mundo patitieso. Déjame recordarte una conversación en la mesa:-Creo que deberían mandar a todos los maricones a una isla y obligarlos a que se queden allí. Es culpa de ellos que haya sida -dijo Celia.

– ¿Cómo puedes decir algo así? -exclamaste, espantada.

– ¿Por qué tenemos que pagar nosotros por los problemas de esa gente?

– ¿Qué isla? -preguntó Willie, para jorobar.

– No sé, las Farallones, por ejemplo.

– Las Farallones son muy chicas.

– ¡Cualquier isla! ¡Una isla gay donde puedan darse por el culo hasta que se mueran!

– ¿Y qué comerían?

– ¡Que planten sus propios vegetales y críen sus gallinas! O bien usamos dinero de los impuestos para hacer un puente aéreo.

– Tu inglés ha mejorado mucho, Celia. Ahora puedes articular tu intolerancia a la perfección -comentó mi marido con una ancha sonrisa.

– Gracias, Willie -respondió ella.

Y así siguió la sobremesa hasta que tú te fuiste, indignada. Cierto, Celia solía expresarse de manera un poco atrevida, al menos para California, pero había que comprender que estuvo varios años en el Opus Dei y que venía de Venezuela, donde nadie tiene pelos en la lengua para decir lo que se le antoja. Celia es inteligente y contradictoria, tiene una tremenda energía y un humor irreverente que, traducido a su limitado inglés de aquella época, solía causar estragos. Trabajaba como mi asistente y más de algún periodista o visitante desprevenido salió de mi oficina desconcertado con las bromas de esa nuera. Quiero contarte lo que tal vez no sabes, hija: ella te cuidó durante meses con la misma ternura que dedicaba a sus hijos, te acompañó en tus últimas horas, me ayudó a preparar tu cuerpo en los ritos íntimos de la muerte y se quedó junto a ti esperando un día y una noche, hasta que llegaron Ernesto y el resto de la familia, que venían de lejos. Queríamos que los recibieras en tu cama, en nuestra casa, para la despedida final.

Pero volvamos a Sabrina. Nico y Celia nos reunieron en la sala y por una vez ella permaneció muda, con los ojos clavados en sus pies metidos en calcetas de lana y sandalias de fraile franciscano, mientras él tomaba la palabra. Empezó por lo mismo que ya había dicho mi madre: que Willie y yo no estábamos en edad de criar un bebé, que cuando Sabrina cumpliera quince años, yo tendría sesenta y seis, y él, setenta y uno.

– Willie no es un genio para educar hijos, y tú, mamá, estás tratando de reemplazar a Paula con una niñita enferma. ¿Serías capaz de resistir otro duelo si Sabrina no sobrevive? No me parece. Pero nosotros somos jóvenes y podemos hacerlo. Ya lo hemos hablado y estamos dispuestos a adoptar a Sabrina -concluyó mi hijo.

Willie y yo nos quedamos mudos por un largo minuto.

– Pronto ustedes tendrán tres niños… -logré decir al fin.

– ¿Y qué le hace otra raya al tigre? -masculló Celia.

– Gracias, muchas gracias, pero eso sería una locura. Ustedes tienen su propia familia y deben salir adelante en este país, lo que no será fácil. No pueden ocuparse de Sabrina, eso nos corresponde a nosotros.

Entretanto pasaban los días y la pesada maquinaria de la ley seguía su inexorable curso a nuestras espaldas. La visitadora social a cargo del caso, Rebeca, era una mujer de aspecto muy joven pero con gran experiencia. Su trabajo no era envidiable, le tocaba ocuparse de niños que habían sufrido abuso y negligencia, iban de una institución a otra, los adoptaban y después los devolvían; niños aterrorizados o llenos de rabia; niños delincuentes o tan traumatizados que nunca harían una vida más o menos normal. Rebeca luchaba contra la burocracia, la desidia de las instituciones, la falta de recursos, la irremediable maldad ajena y, sobre todo, luchaba contra el tiempo. No le alcanzaban las horas para estudiar los casos, visitar a los niños, rescatarlos del peligro más urgente, instalarlos en un refugio temporal, protegerlos, seguirles la pista. Los mismos chicos pasaban por su oficina una y otra vez, con problemas que iban empeorando con los años. Nada se resolvía, sólo se postergaba. Después de leer el informe que tenía sobre su mesa, Rebeca decidió que cuando Sabrina saliera del hospital iría a un hogar estatal especializado en niños con problemas graves de salud. Llenó los documentos necesarios, que saltaron de escritorio en escritorio hasta alcanzar al juez pertinente, y éste los firmó. La suerte de Sabrina estaba echada. Al saberlo, volé a la oficina de Willie, lo arranqué de una reunión y le descargué una granizada en español que casi lo aplasta para exigirle que fuera de inmediato a hablar con ese juez, metiera juicio si era necesario, porque si colocaban a Sabrina en un hospicio para bebés se moriría de todos modos. Willie se puso en marcha, y yo me fui a la casa a esperar los resultados, temblando.

Esa noche, muy tarde, mi marido regresó con diez años más sobre las espaldas. Nunca lo había visto tan vencido, ni siquiera cuando tuvo que rescatar a Jennifer de un motel donde se estaba muriendo, cubrirla con su chaqueta y llevarla a ese hospital donde la recibió el doctor filipino. Me contó que había hablado con el juez, con la visitadora social, con los médicos, hasta con un psiquiatra, y todos coincidían en que la salud de la niña era demasiado frágil.

«No podemos hacernos cargo de ella, Isabel. No tenemos energía para cuidarla ni fortaleza para soportarlo si se muere. Yo no soy capaz de esto», concluyó, con la cabeza entre las manos.

GITANA DE CORAZÓN

Willie y yo tuvimos una de esas peleas que hacen historia en la vida de una pareja y merecen ser nombradas -como la «guerra de Arauco», así llamamos en la familia a una que mantuvo a mis padres en armas durante cuatro meses-, pero ahora, que han pasado muchos años y puedo mirar hacia atrás, le concedo la razón a Willie. Si me alcanzan las páginas contaré otros torneos épicos en que nos hemos enfrentado, pero creo que ninguno fue tan violento como el de Sabrina, porque fue un choque de personalidades y culturas. No quise oír sus razones, me encerré en una ira sorda contra el sistema legal, el juez, la visitadora social, los americanos en general y Willie en particular. Los dos escapamos de la casa; él se quedaba trabajando en su oficina hasta bien entrada la noche, y yo cogí una maleta y me fui donde Tabra, quien me recibió sin alharaca.

Nos conocíamos desde hacía varios años, Tabra fue la primera amiga que hice al llegar a California. Un día ella fue a teñirse el cabello color berenjena, como lo llevaba entonces, y la peluquera le comentó que una semana antes había llegado una nueva clienta que quería el mismo color, dos casos únicos en su larga carrera profesional. Agregó que se trataba de una chilena que escribía libros, y le dio mi nombre. Tabra había leído La casa de los espíritus y le pidió que le avisara la próxima vez que yo apareciera en su salón, pues deseaba conocerme. Eso ocurrió muy pronto, porque me cansé del color antes de lo esperado; parecía un payaso mojado. Tabra se presentó con mi libro para que se lo firmara y se llevó la sorpresa de que yo llevaba puestos unos pendientes hechos por ella. Estábamos destinadas a congeniar, como dijo la peluquera.

Esa mujer vestida con amplias faldas de gitana, los brazos cubiertos de la muñeca al codo con pulseras de plata y el cabello de un color imposible me sirvió de modelo para el personaje de Tamar en El plan infinito. Formé a Tamar con Carmen, una amiga de infancia de Willie, y con Tabra, a quien le robé la personalidad y parte de la biografía. Como Tabra heredó de su padre una impecable rectitud moral, no deja pasar la ocasión de aclarar que nunca se acostó con Willie, comentario que parece del todo innecesario a quienes no han leído mi novela. Su casa, de un piso, de madera, con techos altos y grandes ventanales, era un museo de objetos extraordinarios de diversos rincones del planeta, cada uno con su historia: calabazas para enfundar el pene traídas de Nueva Guinea, máscaras peluconas de Indonesia, feroces esculturas de África, pinturas oníricas de los aborígenes australianos… La propiedad, que compartía con venados, mapaches, zorros y la variedad completa de aves de California, consistía en treinta hectáreas de naturaleza salvaje. Silencio, humedad, olor a madera, un paraíso obtenido sólo con su esfuerzo y talento.

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