– Me temo que los halagos no son una técnica de entrevista admitida para los médicos -dijo Clio. Mierda. Lo había hecho otra vez. Le sonrió, temerosa de parecer una institutriz severa.
– Sí, claro, nuestros mundos están bastante alejados -dijo él. Y esa vez no le devolvió la sonrisa.
Clio empezó a sentir pánico. No podía volver a estropearlo. Ahora no. Con todo lo que había hecho por ella.
– Has sido muy amable, Fergus -dijo de nuevo-. Muy amable.
– No te pases con los agradecimientos -dijo-. Es lo que habría hecho cualquier amigo.
Un amigo. Cualquier amigo. Así la veía él. Sólo había ayudado a una amiga.
– ¿Qué vas a hacer esta noche? -preguntó Fergus.
– Pues volver, supongo.
– Pero ¿tienes que volver?
– Oh, sí -dijo Clio rápidamente. No quería que pensara que tenía que entretenerla, seguir invitándola para celebrarlo. Ya se había tomado muchas molestias.
– Muy bien. Yo también debo volver a la oficina.
– Me lo creo. Ya te he robado bastantes horas de trabajo útil.
– Eso sería discutible. Dudo que el trabajo fuera útil.
– ¿Qué? ¿Tu trabajo? No seas tonto.
– No es exactamente un trabajo útil, ¿verdad? No es como ser médico. -Parecía tenso, casi a la defensiva-. De todos modos, ha sido un placer echarte una mano. En serio.
Un largo silencio y después:
– ¿Te acompaño a Waterloo?
– Oh, no. De ninguna manera. Ya has hecho demasiado. Ya me las arreglaré, cogeré un taxi. Es mejor así.
– Bien -dijo Fergus-, como quieras. -Su voz se había vuelto fría y distante.
Estaba saliendo todo mal. Clio echó un vistazo al bar, lleno de chicas guapas, con piernas largas y bronceadas y tops muy escotados. Se sintió por completo fuera de lugar otra vez, con su falda anticuada y los zapatos gastados. Y las medias de color carne, ¡por Dios! Y la chaqueta que le había dejado Fergus le quedaba un poco estrecha. Esa chica, quienquiera que fuera, estaba como un fideo. Tenía que salir de allí.
– Bueno, cogeré un taxi. No me siento capaz de dar un paso más. -Se levantó-. Gracias de nuevo por el champán, Fergus. Y por todo.
– Queda mucho champán -dijo él señalando la botella.
– Oh, seguro que te las arreglarás sin mí. -Vaya, ahora pensaría que le estaba llamando alcohólico.
– ¿No puedes quedarte a tomar otra copa? -preguntó Fergus.
Entonces debería haber dicho que sí, sabía que debería. Él debía de pensar que le había utilizado toda la tarde y ahora quería deshacerse de él, pero no podía impedir que todo lo que decía fuera de mal en peor.
– No, no, no puedo. Me gustaría, pero… tengo que volver. Volver a… a The Laurels…, ¿sabes?, a la residencia. He dicho que volvería.
– De acuerdo, lo entiendo. Eso es importante. Bueno, te pararé un taxi.
– No hace falta.
– Sé que no hace falta -dijo Fergus-, pero lo haré de todos modos. Me han educado como es debido, aunque no tuviera niñera.
– Fergus, eso es… es una tontería.
– Soy bastante tonto. Vamos.
¿Adónde había ido a parar tanta felicidad, el triunfo, la intimidad? Pensó en él comprándole rímel y una barra de labios, corriendo por Sussex Gardens, con el único objetivo de darle sus notas. ¿Cómo se las había arreglado para estropearlo, y tan deprisa? Dios mío, era un desastre. No tenía remedio. Era un caso perdido.
– Ahí viene un taxi -dijo él.
– Gracias. Gracias por todo. Fergus. Espero… -¿Qué esperaba? Nada que no sonara aburrido. O como si le obligara a salir con ella-. Espero que puedas hacer todo lo que tenías que hacer.
¿Cómo podía haber dicho aquella estupidez?
– Lo haré -dijo él.
Clio subió al taxi y se inclinó hacia el conductor.
– Waterloo -dijo, y se volvió a decir adiós a Fergus, pero él había abierto de nuevo la puerta y se sentó a su lado.
– El taxímetro corre -dijo el taxista poniéndolo en marcha.
– Está bien -dijo Fergus.
– Fergus, qué…
– Quiero hablar contigo -dijo-. Llegar al fondo de este… este cambio de personalidad que experimentas. Ya ha pasado varias veces. Tan pronto eres tú, espontánea y simpática, como te encierras y me mantienes a distancia. ¿Qué pasa? ¿Qué te he hecho?
– No eres tú -dijo ella rápidamente-. En serio, soy yo.
– ¿Qué quieres decir con tú?
– No lo sé explicar -dijo con un hilo de voz, y se horrorizó al darse cuenta de que los ojos se le llenaban de lágrimas. Buscó un pañuelo en el bolso y se sonó la nariz-. Es alergia al polen -dijo, a modo de explicación.
– No veo mucho polen -dijo él, quitándole el pañuelo para secarle los ojos cariñosamente-. Vamos, Clio, cuéntame lo que te pasa, por favor. Si no… -miró por la ventana y vio que cruzaban el puente de Waterloo- me tiraré al río.
Clio se rió sin ganas, y después sorbió por la nariz de forma muy poco romántica.
– No te lo puedo decir -dijo.
– Tonterías -dijo Fergus, e intentó abrir la puerta.
– No lo intente, señor, he puesto el seguro -dijo el taxista.
– ¡Clio! ¡Venga!
– Bueno, ¡oh, Dios mío! -Las lágrimas ya caían libremente-. Es que soy… soy tan aburrida, tan anticuada y…
– ¿Qué estás diciendo? -dijo él absolutamente atónito.
– Soy sosa, no soy divertida. De verdad. No soy como la gente que conoces. Como esa Joy de la otra noche. No sé por qué querías cenar conmigo, Fergus. Supongo que hoy sólo querías ser amable conmigo, y lo has sido, y mucho, pero…
– ¿Qué entrada? -preguntó el taxista.
– La del Eurostar nos va bien -contestó Fergus-. Clio, quería cenar contigo porque me encanta estar contigo. Me lo paso de maravilla contigo. Eres tan interesante y tan considerada…
– Ah, sí -dijo-, eso sí suena apasionante. Interesante y considerada…
– Para mí lo es, bruja lianta -dijo Fergus.
Ella le miró sorprendida.
– ¿Qué has dicho?
– He dicho que te encuentro apasionante. Que me pareces muy excitante. Y hoy estaba tan orgulloso de ti y…
– Sí, pero ¿qué más has dicho?
– He dicho que eres una bruja lianta. ¿De acuerdo? Lo siento.
– Siete libras -dijo el taxista.
Fergus buscó en la cartera, sacó un billete de diez y se lo tendió bruscamente.
– Quédese el cambio.
– Fergus, qué tontería -exclamó Clio, fastidiada con aquel dispendio gratuito-. No puedes dar tres libras…
– Puedo. Por supuesto que puedo. Vamos. ¡Fuera!
Clio bajó del taxi, le siguió sumisa a la terminal del Eurostar y subió la escalera mecánica. Arriba, él se volvió y la miró.
– Mira -dijo Fergus-, no sé lo que tengo que hacer para convencerte de que te encuentro muy atractiva. Me estás volviendo loco. ¿Qué quieres, chica? ¿Una declaración firmada? Toma… -sacó una hoja de papel de una pequeña agenda que llevaba en el bolsillo-, toma. Yo, Fergus Trehearn, te encuentro a ti, Clio Scott, no sé cuál es tu apellido de casada, pero si pillara a tu marido le cantaría las cuarenta por haberte hecho lo que te ha hecho, te encuentro increíblemente estimulante e interesante y deseable y me gustaría quitarte toda la ropa aquí mismo. -Arrancó el papel, y se lo dio-. Aquí tienes. ¿Servirá? Venga, vamos a ver si encontramos tu maldito tren.
Clio se quedó inmóvil mirándolo, primero a él, y después al papel, y finalmente dijo:
– Fergus, no quiero subir a ningún maldito tren. Ni tengo que irme. Quiero quedarme contigo. Y quiero que me quites toda la ropa. Cuanto antes, mejor. Pero aquí no, mejor.
– ¿Dónde, entonces? -dijo él, hablando lentamente. Alargó una mano y le levantó la cara hacia la suya.
Clio sintió un vuelco en lo que sólo podía describirse como sus entrañas. Una sacudida brutal y profunda. Despertó una parte de su anatomía que había estado dormida mucho tiempo. Ya no lo estaba. Parecía estar totalmente desbocada.
Читать дальше