De nuevo, eso le recordó a Jocasta a su propio padre. Se habría sacudido el asunto, como si hubiera sido sólo una travesura infantil, no una petición de ayuda desesperada, y no habría mostrado inquietud por el peligro de la situación. Empezó a gustarle menos.
– ¿No sabes nada de ella?
– ¿Crees que te lo diría si supiera algo? -Sonrió de nuevo, con la misma sonrisa educada y despegada-. Por cierto, sería buena idea que me dieras tu móvil -añadió-. Lo siento si te parezco descortés, pero preferiría que no mandaras ningún artículo ahora mismo.
Jocasta se ruborizó.
– Por supuesto -dijo. Sacó el móvil de la mochila y se lo dio.
– Gracias. Tendrás que disculparme, Jocasta, pero tengo trabajo. Si te apetece un café, pídeselo a la señora Mitchell. Ya sabes dónde está, al fondo del pasillo.
– Sí, claro -dijo Jocasta-, gracias.
Y entonces lo oyó: primero un zumbido lejano, después el batido de la hélice de un helicóptero, cortando el silencio.
Gideon se puso de pie, blanco de repente, con la cara demacrada. Miró por la ventana hacia el césped de detrás de la casa. Jocasta también se puso de pie, y a la luz brillante repentina que inundó la zona, vio aterrizar el helicóptero, vio bajar al piloto, y poco después una figura esbelta con pantalones y una especie de chaqueta le siguió y corrió por debajo de las hélices giratorias hacia la casa. Tenía que ser Fionnuala. Tenía que ser ella. Devuelta a su padre.
Gideon no se movió, se quedó mirando fijamente. Cuando la figura llegó al porche, ella también se quedó quieta, miró hacia la casa, y luego se dirigió con rapidez hacia la puerta lateral. No era Fionnuala, sino su madre, Aisling. La señora Mitchell apareció en el porche y llegó hasta ella. Se pararon un momento, y después caminaron juntas hacia la casa. Finalmente Jocasta no pudo soportarlo más.
– ¿No vas… no vas a salir a recibirla? -dijo.
Gideon suspiró, se estremeció y después salió en silencio y muy lentamente de la habitación.
A falta de algo mejor que hacer, Jocasta se quedó donde estaba, consciente y avergonzada de estar escribiendo mentalmente el artículo más importante de su vida.
«Vestida para triunfar -decía, justo en el centro-. ¿Es Martha Hartley la futura cara de la política?»
Y bajo el titular, varias fotografías muy buenas de la futura cara. Y del cuerpo.
Clio pensó que estaba absolutamente fantástica.
Miró quién había escrito el texto debajo de las fotografías. Se esperaba encontrar el nombre de Jocasta, pero era alguien llamado Carla Giannini, la editora de moda. Se preguntó qué habría pasado. Tal vez debería llamar a Jocasta. Estaría bien volver a hablar con ella, pero parecía tener apagado el teléfono.
Martha y Ed habían leído el artículo en la cama aquella mañana. A Martha le habían gustado las fotos, pero se enfadó mucho por la mención de su coche y su sueldo.
– ¿Qué derecho tenía esa bruja a incluirlo? Le dije que no quería nada personal. No estaba en la última versión que leí. Qué asco, estoy indignada. ¡Me dan ganas de llamar al editor y quejarme!
Ed se inclinó y le cogió la cara con las manos.
– Martha -dijo, entre besos-, estás genial, casi tan genial como desnuda. De haberte sacado así, sí que podrías quejarte. Tienes éxito, por el amor de Dios. ¿Qué mal hay en eso?
– Mucho -dijo Martha-. A la gente no le gustará, Ed, pensarán que no tengo ni idea de cómo vive la gente, desconfiarán de mí, dirán que…
– Oh, cállate -dijo él, arrancándole el periódico, empujándola contra las almohadas, y bajando para besarle el estómago, los muslos, deteniendo la lengua tentadoramente en su pelo púbico, indagando-. Además, yo sí tengo una queja. No has mencionado a tu asombroso novio semental. ¿Por qué no? ¿Por qué el Mercedes tiene más espacio que yo?
Kate había pasado el día mirando las fotos de Martha. Si sus fotos se parecían a ésas, serían alucinantes. Y Carla le había dicho cuando la había llamado que quería que saliera en esa sección en el periódico del sábado.
– El próximo sábado, a ser posible. ¿Podrías salir antes de la escuela algún día? Al mediodía por ejemplo.
– Cualquier día -dijo Kate-. Estoy de vacaciones.
– ¡Maravilloso! ¿Qué te parece el martes? El lunes podríamos salir a comprar la ropa que te guste para las fotos. Ah, Kate, trae a uno de tus padres a la sesión. No quiero que se preocupen.
– Están fuera -dijo Kate-, toda la semana.
– Ah, vaya -dijo Carla pensando que quizá Dios existiera-. ¿Y hay alguna otra persona, como una hermana mayor?
– Podría traer a la abuela -propuso Kate-. Tiene una tienda de moda y es muy enrollada. Le gustará.
– Bien. Dile que me llame si tiene alguna duda.
Kate aún no había hablado con Jilly. Había esperado el momento adecuado. Tal vez aquella noche sería un buen momento. Juliet tenía un estúpido concierto y ellas no tenían que ir, gracias a Dios. Sería el momento perfecto para contárselo todo a su abuela y enseñarle el periódico, para que viera lo importante que era. ¡Qué emocionante!
Janet Frean leyó el artículo sobre Martha Hartley. Normalmente no compraba el Sketch, pero Jake Kirkland, muy excitado, le había mandado el artículo por fax.
La llamó media hora después.
– ¿Lo ha hecho bien o no? Lo ha tocado todo. Me ha parecido muy profesional, teniendo en cuenta que es la primera ocasión que sale en la prensa.
– Por supuesto -dijo Janet-. Y está muy guapa. Lástima que haya hablado de su asesor de imagen, eso puede alejar a algunas personas. Pero ya aprenderá. Sólo es un detalle.
– Lo que tiene de bueno -dijo Jack- es que es joven y ya ha triunfado. En el mundo real. No hay muchos de ésos en política hoy día. Creo que es un hallazgo.
– Claro -dijo Janet-. Jack, tendrás que disculparme, tengo una cola de gente esperando para desayunar.
Bob Frean, que era el que estaba sirviendo el desayuno a la familia, se preguntó qué sería el estruendo procedente del estudio de su mujer y mandó a Lucy, la hija de catorce años, a enterarse de lo que pasaba. Lucy volvió sonriendo.
– Está bien -dijo-, sólo ha sido uno de sus arrebatos. Ha tirado un pisapapeles contra la pared. Dice que no va a desayunar.
– Mejor para mí -dijo Bob.
Nick leyó el artículo sobre Martha Hartley sin mucho interés. Le había caído bien personalmente y pensó que parecía menos atractiva sobre el papel. Seguía desconcertándole que a Jocasta le hubiera costado tanto sacarle un buen artículo: era evidente que había algo más entre ellas que Jocasta no le había contado. La explicación más plausible era que se hubieran peleado por un hombre, que Jocasta hubiera ganado y Martha no se lo hubiera perdonado. O algo por el estilo. En fin, pudiendo elegir, la mayoría de los hombres preferirían a Jocasta, pensó con tristeza. La echaba mucho de menos.
– ¡Querida, qué ilusión! -Jilly miró la cara encendida de Kate y volvió a mirar el periódico con las fotos de Martha-. Creo que puede ser bueno para ti, pero no sé qué dirían tus padres. Creo que deberías esperar a que volvieran.
– ¡Oh, no! -dijo Kate, que sabía de sobra lo que dirían sus padres-. Abuela, no puede esperar. Ella ha dicho que era muy importante que se hiciera este sábado, o no podríamos hacerlo hasta dentro de mucho tiempo, y además después tengo los exámenes y quién sabe cuándo podría hacerlo. Ya me habrán olvidado. ¡Oh, por favor, abuela, dime que sí, por favor! Es una gran oportunidad para mí. Te juro que es muy simpática y que quiere que me acompañes. Me dijo que la llamaras si tenías alguna duda.
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