Penny Vincenzi - Reencuentro

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Una noche de 1987, alguien abandona a una niña recién nacida en el aeropuerto de Heathrow. Un año antes, tres chicas, Martha, Clio y Jocasta, se habían conocido por casualidad en un viaje y habían prometido volver a encontrarse, aunque pasará mucho tiempo antes de que cumplan la promesa. Para entonces, Kate, la niña abandonada, ya será una adolescente. Vive con una familia adoptiva que la quiere, aunque ahora Kate desea conocer a su madre biológica. Es decir, una de aquellas tres jóvenes, ahora mujeres acomodadas. Pero ¿qué la llevó a una situación tan desesperada?
La trama que desgrana este libro se sitúa allí donde confluyen entre estas cuatro vidas. Y es que Kate verá cumplido su deseo aunque, como enseñan algunas fábulas, a veces sea mejor no desear ciertas cosas…

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Cuando llegó al Coach and Horses, Chad ya estaba allí, tomando un zumo de naranja. Se levantó para darle un beso.

– Me gusta el traje. Muy bien. Pareces salida de un casting para candidatos al Partido casi Conservador. ¿Quieres tomar algo?

– Para comer, no. Quizás una tónica. Estoy nerviosísima.

– Eso está bien. Lo harás mejor. Los nervios son algo valioso. Te dan un chute de adrenalina.

– Vaya, Chad. ¿Cuándo fue la última vez que te pusiste nervioso?

– Anteayer -respondió, sorprendiéndola-. Siempre que tengo que hablar en la Cámara me da la sensación de que voy a vomitar.

– Ah -dijo ella, sintiéndose curiosamente consolada.

– Espero que hayas pasado buena noche.

– Oh, sí, he dormido muy bien -dijo Martha, y sintió que se ruborizaba con un recuerdo especialmente penetrante. Seguro que un candidato en perspectiva, pocas horas antes de su presentación, no debería acostarse con su hermoso y joven amante, con la cabeza hacia atrás, el cuerpo arqueado, empapada de un dulce y arrasador placer, y exhalando el ruido despreocupado y primario del sexo-. Sí, he dormido de maravilla.

Llegó un joven de cara rojiza y saludable llamado Colin Black, vestido con un traje de cheviot y unos zapatos extremadamente lustrosos. Sería su agente, la asesoraría en asuntos locales, la ayudaría en las elecciones. Había sido agente conservador, se había desilusionado y «Me he pasado a vuestro bando», dijo, con su sonrisa sonrosada. Resultó ser un granjero acomodado con antecedentes en la política estudiantil. A Martha le cayó bien.

– Lástima que no hayamos podido conocernos antes -dijo-. Ha ido todo muy deprisa. Están todos a punto para recibirte, deseosos de conocerte. Ya han visto a los otros tres. Sólo hay uno que deba preocuparte. Joven. Profesor. El otro es una mujer, muy buena, pero un poco alocada. Es del norte. -Estaba claro que para él ser del norte era como venir de Sodoma y Gomorra-. En fin, no tengo más que desearte buena suerte. Chad te habrá puesto al día sobre las formas, supongo.

Martha dijo que sí, pero añadió con tacto que agradecería cualquier consejo.

– El mejor que puedo darte es que no leas mucho tus notas. Habla con el corazón. Lo demás se lo tienen muy sabido.

– No leeré nada -dijo Martha-. Lo tengo todo en la cabeza.

– Genial. Vámonos y buena suerte.

Por el camino le llegó un mensaje. Era de Ed.

«Buena suerte. Te quiero. Besos.»

A las dos y media llegaron a un gran edificio en la vieja plaza del mercado y subieron a una gran sala, donde una mujer de mediana edad de aspecto cansado estaba colocando sillas en semicírculo. Chad se ofreció a ayudarla. La mujer estaba claramente deslumbrada con su presencia. Cuando Martha se ofreció también a ayudar, se mostró desdeñosa y dijo que, si quería, podía acercarse la mesita para poner sus notas.

– Esa de ahí. Espero que sea bastante grande. No hay nada más.

Martha dijo que estaba bien.

La sala se llenó enseguida, con igual número de mujeres que de hombres. La mayoría eran de mediana edad, se mostraron cordiales de una forma un poco distante, le sonrieron brevemente y enseguida volvieron a hablar entre ellos. Sólo una mujer bastante imponente habló con Chad. Estaba claro que les estaban poniendo a los dos en su lugar.

A las tres en punto, la mujer imponente, que resultó ser la presidenta, llamó la atención y pidió a todos que ocuparan sus asientos. Todos se sentaron, en semicírculo, y a Martha la sentaron a su mesita, en medio. Chad le indicó que se sentara, y se quedó de pie a su lado, sonrió a su manera deslumbrante e hizo un pequeño discurso, dándoles las gracias por brindar una oportunidad al partido, esbozó la política general y dijo que estaba seguro de que, con el apoyo de personas como los residentes de Binsmow, podrían recortar radicalmente la mayoría de Tony Blair en las próximas elecciones. Todos permanecieron sentados con caras inexpresivas.

Entonces le tocó el turno a Martha. Empezó bastante tranquila, utilizó la baza local, introdujo un par de reminiscencias de la infancia -comprar en el mercado, la escuela y los picnics en los prados de las afueras de la ciudad- esperando obtener alguna clase de reacción que pudiera utilizar. No obtuvo ninguna. Permanecieron sentados escuchándola, totalmente inexpresivos. No sonrieron, no fruncieron el ceño. Martha había decidido ser sincera; no valía la pena simular que su pasión por la política venía de lejos, se limitó a decir que había sentido crecer su interés por el tema durante el año pasado, a raíz de su asociación con el Partido Progresista de Centro. Mencionó que había trabajado como asesora del ciudadano en Binsmow y que tenía cierta experiencia con los problemas de la gente y cómo resolverlos. Habló de Lina y de su angustia por el estado de los hospitales y las escuelas que ella y otros como ella tenían que soportar. Y dijo que ése había sido el aspecto decisivo que la había acercado a la política.

– Barbara Follett, a quien me presentaron hace tiempo, me dijo que, según su experiencia, siempre era alguna vivencia personal lo que llevaba a las mujeres a dedicarse a la política, mientras que para los hombres era más bien una cuestión de ambición personal. Quiero hacer algo que represente una diferencia, mejorar la vida de las personas, aunque sea un poco.

Esperaba obtener alguna reacción con eso; no obtuvo ninguna. Empezaba a asustarse, pero consiguió ajustarse al guión, y dijo que le gustaba mucho la filosofía del Partido Progresista de Centro -las personas antes que la política- y después expresó algunas de sus ideas: que hacer revivir el sentido de comunidad podía resolver muchos problemas de la sociedad, y prometió montar un servicio quincenal de asesoramiento legal gratuito si la elegían.

Siguió sin obtener ninguna reacción: cada vez estaba más asustada. ¿Qué demonios hacía allí? La argumentación más difícil en un juzgado era más fácil que aquello. Sin embargo, no podía echarse atrás. Sigue adelante, Martha.

Llegó como pudo al final de su presentación:

– Me encantaría trabajar para las personas de Binsmow y devolver parte de lo que ellas me dieron.

Cuando terminó, se hizo el silencio en la sala. Era desconcertante. No esperaba aplausos, pero sí una reacción, algunas preguntas. Lo he hecho fatal, pensó amargada, y miró a Chad, que le guiñó un ojo.

– Bien -dijo-, ahora ya conocen algo de Martha y su… nuestra filosofía. ¿Quieren hacerle alguna pregunta, profundizar más?

Después de eso, la cosa mejoró. La presidenta, que se llamaba Geraldine Curtís, le sonrió educadamente.

– Yo sí quiero. Empezaré por darle las gracias por esta interesante presentación. Estoy segura de que ha sido del agrado de todos. Veamos, es usted muy joven, señorita Hartley, y no tiene experiencia. ¿Qué le hace pensar que puede encargarse de la circunscripción?

Estaba preparada para esa pregunta; Chad la había aleccionado.

– Yo también me lo pregunto -dijo sonriendo, y esta vez le correspondieron-. Es evidente que soy joven. Eso tiene sus desventajas, por supuesto. Me falta experiencia y formación política, pero eso también tiene sus ventajas. Tengo mucha energía. Estoy muy deseosa de aprender; de hecho, es lo que más me apetece. No tengo ideas preconcebidas. Tengo una mente inquisitiva. Y por ser abogada, una mente analítica, pero no quiero que piensen que soy arrogante, que espero que todo sea fácil. Sólo puedo decir que no lo espero. Sin embargo, tal vez sea una garantía de mi potencial que personas como Chad Lawrence y Jack Kirkland, y por supuesto la maravillosa Janet Frean, me apoyen. Quiero aprender y aprender deprisa, y creo que puedo.

La señora Curtis sonrió de nuevo.

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