Penny Vincenzi - Reencuentro

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Una noche de 1987, alguien abandona a una niña recién nacida en el aeropuerto de Heathrow. Un año antes, tres chicas, Martha, Clio y Jocasta, se habían conocido por casualidad en un viaje y habían prometido volver a encontrarse, aunque pasará mucho tiempo antes de que cumplan la promesa. Para entonces, Kate, la niña abandonada, ya será una adolescente. Vive con una familia adoptiva que la quiere, aunque ahora Kate desea conocer a su madre biológica. Es decir, una de aquellas tres jóvenes, ahora mujeres acomodadas. Pero ¿qué la llevó a una situación tan desesperada?
La trama que desgrana este libro se sitúa allí donde confluyen entre estas cuatro vidas. Y es que Kate verá cumplido su deseo aunque, como enseñan algunas fábulas, a veces sea mejor no desear ciertas cosas…

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Jocasta llamó a Clio, le dijo lo que había sucedido y que todo había terminado, que habían acabado.

– Te juro que lo he intentado, Clio, lo he intentado. Pero ya está. Final del capítulo. Gracias por todo y, por favor, no se lo digas a nadie pero… ya no hará falta que intentes ayudar más. Lo siento.

Clio no se lo tomó demasiado en serio. De hecho apenas podía creer lo absurdo que era todo eso. Dos adultos comportándose como dos niños mimados. ¡Rompiendo un matrimonio después de tres meses! Era ridículo. Ya se les pasaría, volverían a estar juntos.

Cuando se lo dijo a Fergus, él manifestó sus dudas.

– He visto a Gideon divorciarse dos veces. En cuanto decide que se la han jugado y se le ha metido eso en la cabeza, se acabó. Intentar hacerle cambiar de idea es como intentar mover el peñón de Gibraltar.

– Fergus, nadie se la ha jugado, como dices tú, ella no ha hecho nada excepto… excepto ser Jocasta.

– Se ha ido de casa. Él lo considerará una mala jugada.

– ¿Quieres decir que piensa que le ha sido infiel? Porque no lo ha sido.

– No, no, en el sentido tradicional no. Estoy seguro de que todo ese rollo con Nick es sólo una cortina de humo. Lo que le molesta es que no se acomode a él, al cien por cien. Es lo que él espera. Es una cuestión territorial, Clio. Da las gracias de que yo no sea ni rico ni poderoso.

Clio dijo que no le importaría y se despidió, sintiéndose muy triste. Pensó en sus propios esfuerzos por mantener a flote su matrimonio, y después pensó que no le había hecho ningún bien y que tal vez era mejor para Jocasta que hubiera terminado. Quizá todo había sido una fantasía, un despliegue de emociones ilusorias y egoístas. ¿Cómo podían sobrevivir a más de unas semanas de vida real?

Habían pasado varios días sin que Grace comiera apenas. Peter observó que se estaba creando una pauta. Se quedaba en la cama hasta las once, se levantaba y hacía el mínimo de trabajo en la casa, tomaba un té mientras almorzaba lo que él le había preparado, se echaba un rato, servía una cena rutinaria, que sólo picoteaba, y después volvía a meterse en la cama. Apenas le dirigía la palabra. Se había retirado a un mundo solitario y silencioso.

Por mucho que rezara pidiendo orientación a Dios, Peter empezaba a resentirse.

– Ojalá me dijeras qué te pasa -dijo Nat-. No puedo ayudarte si no me lo cuentas.

Había llamado para preguntar a Kate si le apetecía salir. Ella le había dicho que mejor que no.

– Y no puedo decirte lo que me pasa porque no lo sé ni yo. Excepto que es peor que nunca…

– ¿Qué?

– No saber nada de mi madre. Al menos antes de encontrarla, tenía esperanzas.

– ¿Esperanzas de que?

– Bueno, de que sería la clase de persona que me gustaría. Y no lo era.

– Eso no lo sabes. Sólo la viste una vez.

– Sí, y fue un éxito, ¿no? Y ahora ha muerto, y nunca sabré nada de ella, ni por qué lo hizo, ni nada. No tengo respuestas, Nat, sólo más y más preguntas. ¡Estoy harta!

– ¿Y no te apetece ir al cine, al menos? Ponen Matrix, te gustaría.

– No -dijo Kate con un suspiro-, no, Nat. Vete tú. Ah, he rechazado el contrato, además. Eso me hace sentir mal.

– Pero no querías hacerlo.

– Ya lo sé, pero he rechazado tres millones de dólares. Da miedo.

– Prefiero no pensarlo -dijo Nat con un escalofrío.

Kate salió al jardín. Su madre estaba regando las rosas.

– Hola, mamá.

– Hola, mi vida. ¿Te encuentras mejor?

– No mucho. No sé qué me pasa.

– Yo sí -dijo Helen-, te han sucedido demasiadas cosas, eso es lo que te pasa. Descubrir quién era tu madre, y después lo que le sucedió, y toda esa preocupación con el contrato. Es demasiado para cualquiera, y más para alguien de tu edad.

– Sí, supongo que sí. También me siento mal por Nat. Se ha portado tan bien conmigo y yo no puedo…, no lo sé, no puedo ser buena con él. No me siento positiva con nada.

– Creo que eso mejorará -dijo Helen-, estoy segura. De verdad. -Sonrió a Kate-. Le echo de menos. A él y a su padre.

Kate sonrió y le rodeó los hombros con el brazo.

– Gracias, mamá. Eres un sol. No sé qué habría… Mierda, si es Nat otra vez, ¡dile que estoy durmiendo o algo! ¿Por qué llamará al fijo? A veces es un plasta.

– No hables así, cariño -dijo Helen débilmente.

Nick estaba haciendo la maleta. Había empezado el descanso parlamentario de verano y se iba a casa un par de semanas para estar con sus padres. Lo hacía todos los años y nunca se le había ocurrido que fuera raro: sus amigos iban a hacer submarinismo a las Maldivas o a navegar por la costa de Irlanda o a hacer excursiones por el Himalaya. A Nick, en cambio, le hacía feliz ayudar en el campo, descansar en el jardín, caminar por las colinas de Somerset, hacer picnics con los sobrinos que estuvieran en la casa, charlar con sus hermanos y desafiar a cualquiera al Monopoly o al backgammon después de cenar. Eso era lo que le gustaba hacer, decía, ¿por qué fingir que quería hacer otra cosa? Con sus vacaciones, como en todo el resto, todos estaban de acuerdo en que Nicholas Marshall era de piñón fijo.

Cogió la vieja bolsa Gladstone de piel que tenía en un estante de su dormitorio y vació su contenido sobre la cama. Ese era un momento interesante siempre. Nunca se molestaba en acabar de deshacer la maleta cuando volvía de los viajes a los que le mandaba el periódico -por lo general para seguir a algún político por el mundo- y la cosecha de esa noche, producto de un viaje a Washington a principios de primavera, no fue una excepción. Un par de libros a medio leer, tres periódicos estadounidenses, varios paquetes de chicle -que eran para Jocasta y su lucha bianual para dejar de fumar-, un par de calcetines -limpios, gracias a Dios- y unos gemelos de oro que le había regalado su padre. Qué suerte, creía que los había perdido.

Y una grabadora todavía dentro de la caja. Un regalo de Jocasta para el viaje.

– Es muy moderna. Ese trasto tuyo te dejará tirado cualquier día, seguramente cuando estés entrevistando a Bill Clinton -había dicho.

Nick no la había usado nunca, prefería la vieja, por destartalada que estuviera, y aunque se lo había agradecido mucho, nunca la había usado.

Era muy bonita, un cuarto del tamaño de la vieja, funcionaba con unas cintas diminutas. Una tenía escrito «Ponme» en la etiqueta. Sintiendo curiosidad, la metió en la grabadora y la puso en marcha. Oyó la voz de Jocasta.

«Hola, Nick, cariño. Ésta es tu enamorada, bueno, sí, bastante enamorada, novia, que te desea bon voyage y bonne chance y todo eso. Que te diviertas, pero no demasiado, y no te olvides de los bares de Hershey. [Evidentemente lo había olvidado.] Te quiero mucho mucho y gracias por lo bien que lo pasamos anoche. Una cena estupenda, y todo estupendo. Besitos.»

Nick lo escuchó una y otra vez. Pensando en ella, en que la grabación era como ella, dulce, simpática y cariñosa. Y pensando cuánto la había querido. Cuánto la quería todavía. Y que no se había portado muy bien con ella, la última vez que la había visto. Peor aún cuando le había devuelto sus cosas. Era terrible pensar en todo ese amor, evaporado en frialdad y distanciamiento. Para siempre.

Cogió el teléfono y la llamó.

Jocasta estaba en la cama, compadeciéndose de sí misma. Había pasado un fin de semana largo y solitario, y el sábado por la noche había pedido que le trajeran un curry. Era la primera comida que hacía en varios días, y se dio un buen atracón, que regó con una botella de vino tinto bastante áspero y terminó con helado, con el que había mezclado una barra de Mars, uno de sus postres favoritos. Ya fuera por el curry, por el atracón o por el vino, se encontró fatal toda la noche y buena parte del domingo. Empezaba a encontrarse un poco mejor. Pero igual de sola.

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