Isabel Allende - El Reino Del Dragón De Oro

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La estatua del Dragón de Oro permanece oculta en un reino pequeño y misterioso, enclavado en la cordillera del Himalaya. Y según cuenta la leyenda, este magnífico objeto, un poderoso instrumento de adivinación incrustado de piedras preciosas, preserva la paz de estas tierras. Una paz que ahora, por la codicia en el alma de los hombres, puede verse perturbada.
En El Reino del Dragón de Oro, Isabel Allende nos invita a entrar en una doble aventura. Alexander Cold, su abuela Kate y Nadia Santos, los protagonistas de La Ciudad de las Bestias, han vuelto a reunirse. Viviremos con ellos sus peripecias y vicisitudes en la belleza desnuda, limpia, de las montañas y los valles del Himalaya en compañía de nuevos amigos. Pero la pluma mágica de Allende también nos descubre el valor y la sencillez de las enseñanzas budistas a través del lama Tensing, maestro y guía espiritual de Dil Bahadur, el joven heredero del reino, a quien conduce por la senda del budismo y ha dado a conocer el valor de la compasión, de la naturaleza, de la vida, de la paz.
Una novela espléndida, para lectores de todas las edades.

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– Si se trataba de eso, su objetivo era otro. ¿Cuál? ¿Por dónde atacarían?

Alexander concluyó que su lista aclaraba muy poco: estaba dando vueltas en círculos.

A eso de las dos de la tarde recibió una llamada telefónica de su abuela Kate, quien estaba en una aldea a dos horas de la capital. Los soldados del general Myar Kunglung habían ocupado todos los villorrios y revisaban templos, monasterios y casas en busca de los malhechores. No había nuevas noticias, pero ya no cabía duda de que los temibles hombres azules se encontraban en el país. Varios campesinos habían visto de lejos a los jinetes vestidos de negro.

– ¿Por qué buscan allí? ¡Por supuesto que no se ocultan en esos lugares! -exclamó Alexander.

– Andamos tras cualquier pista, hijo. También hay soldados rastreando los cerros -le explicó Kate.

El joven recordó haber oído que la Secta del Escorpión conocía todos los pasos del Himalaya. Lógicamente los hombres se esconderían en los más inaccesibles.

El muchacho decidió que no podía quedarse en el hotel esperando. «Por algo me llamo Alexander, que quiere decir defensor de hombres», murmuró, seguro de que su nombre también incluía defender a las mujeres. Se puso su parka y sus botas de alta montaña, las mismas que usaba para trepar por las rocas con su padre en California; contó su dinero y partió a buscar un caballo.

Salía del hotel cuando vio a Borobá tirado en el suelo cerca de la puerta. Se inclinó a recogerlo, con un grito atravesado en el pecho, porque pensó que estaba muerto, pero apenas lo tocó el animal abrió los ojos. Acariciándolo y murmurando su nombre, lo llevó en brazos a la cocina, donde consiguió fruta para alimentarlo. Tenía espuma en la boca, los ojos rojos, el cuerpo cubierto de arañazos, cortes sangrantes en las manos y las patas. Se veía extenuado, pero apenas comió una banana y tomó agua, se reanimó un poco.

– ¿Sabes dónde está Nadia? -le preguntó, mientras limpiaba sus heridas, pero no pudo descifrar los chillidos ni los gestos del mono.

Alex lamentó no haber aprendido a comunicarse con Borobá. Tuvo oportunidad de hacerlo cuando estuvo tres semanas en el Amazonas y Nadia ofreció muchas veces enseñarle el idioma de los monos, que se compone de muy pocos sonidos y, según ella, cualquiera puede aprender. A él, sin embargo, no le pareció necesario, pensó que de todos modos Borobá y él tenían muy poco que decirse y siempre estaba Nadia para traducir. ¡Y ahora resultaba que el animal seguramente tenía la información más importante del mundo para él!

Cambió la pila de su linterna y la puso en su mochila junto al resto de su equipo de escalar. El equipo era pesado, pero bastaba una mirada a la cadena de montañas que rodeaba a la ciudad para comprender que era necesario. Preparó una merienda de fruta, pan y queso, luego pidió prestado un caballo en el mismo hotel, donde tenían varios disponibles, ya que era el medio de transporte más usado en el país. Había montado en los veranos, cuando iba con su familia al rancho de sus abuelos maternos, pero allí el terreno era plano. Supuso que el caballo tendría la experiencia que a él le faltaba en subir cerros escarpados. Se acomodó a Borobá dentro de la chaqueta, dejando sólo su cabeza y brazos afuera, y partió al galope en la dirección que éste le señaló.

Cuando la luz comenzó a disminuir y la temperatura a descender, Nadia comprendió que su situación era desesperada. Después de enviar a Borobá en busca de socorro, se quedó vigilando desde arriba la abrupta ladera que se extendía abajo. La desbordante vegetación que crecía en los valles y cerros del Reino Prohibido era menos copiosa a medida que se subía y desaparecía por completo en las cimas de las montañas. Eso le permitía ver, aunque no con claridad, los movimientos de los hombres azules que salieron a buscarla apenas comprobaron que ella había huido. Uno de ellos descendió hacia donde habían dejado los caballos, seguramente a dar aviso al resto del grupo. Nadia no tenía duda de que había varios más, a juzgar por la cantidad de provisiones y arreos que había visto, aunque era imposible calcular su número.

Los demás guerreros recorrieron los alrededores de la cueva, donde estaban las muchachas secuestradas a cargo de la mujer de la cicatriz. No pasó mucho tiempo antes que se les ocurriera revisar la cima. Nadia se dio cuenta de que no podía quedarse en aquel sitio, porque sus perseguidores no tardarían en seguirle el rastro. Dio una mirada en redondo y no pudo evitar una exclamación de angustia. Había muchos sitios donde ocultarse, pero también era muy fácil perderse. Por fin escogió un barranco profundo, como un tajo en la montaña, que había al oeste de donde se encontraba. Parecía perfecto, podría esconderse en las irregularidades del terreno, aunque no estaba segura de si después sería posible salir de allí.

Si los hombres azules no la encontraban, tampoco lo haría jaguar. Rogó que no se le ocurriera venir solo, porque jamás podría enfrentar sin ayuda a los guerreros del Escorpión. Conociendo el carácter independiente de su amigo y cómo se impacientaba con la forma indecisa de hablar y conducirse de los habitantes del Reino Prohibido temió que no pidiera ayuda.

Al ver que varios hombres subían, debió tomar una resolución. Vista desde arriba, la grieta cortada en la montaña que había escogido para ocultarse parecía mucho menos profunda de lo que era en realidad, como pudo comprobar apenas empezó el descenso. No tenía experiencia en ese terreno y temía la altura, pero recordó cuando debió trepar por las laderas empinadas de una cascada en el Amazonas, siguiendo a los indios y eso le dio valor. Claro que en esa ocasión iba con Alexander, en cambio ahora estaba sola.

Había bajado apenas dos o tres metros, pegada como una mosca a la pared vertical de roca, cuando cedió la raíz de la cual se sostenía, mientras tanteaba con el pie buscando apoyo. Perdió el equilibrio, trató de agarrarse, pero había manchones de hielo. Resbaló y rodó inevitablemente hacia las profundidades. Por unos segundos el pánico la dominó, estaba segura de que iba a morir; por eso fue una sorpresa increíble cuando aterrizó encima de unos matorrales, que amortiguaron milagrosamente el golpe. Magullada y llena de cortes y peladuras, quiso moverse, pero un dolor agudo le arrancó un grito. Vio con horror que su brazo izquierdo colgaba en un ángulo anormal. Se había dislocado el hombro.

En los primeros minutos no sintió nada, su cuerpo estaba insensible, pero pronto el dolor fue tan intenso, que creyó que iba a desmayarse. Al moverse el dolor era mucho peor. Hizo un esfuerzo mental por permanecer alerta y evaluar su situación: no podía permitirse el lujo de perder la cabeza, decidió.

En cuanto pudo calmarse un poco, elevó los ojos y se vio rodeada de rocas cortadas a pique, pero arriba estaba la paz infinita de un cielo azul tan límpido, que parecía pintado. Llamó en su ayuda a su animal totémico, y mediante un gran esfuerzo psíquico logró transformarse en la poderosa águila y volar fuera del cañón donde estaba atrapada y por encima de las montañas. El aire sostenía sus grandes alas y ella se desplazaba en silencio por las alturas, observando desde arriba el paisaje de cumbres nevadas y, mucho más abajo, el verde intenso de aquel hermoso país.

En las horas siguientes Nadia evocó al águila cuando se sentía vencida por la desesperación. Y cada vez el gran pájaro trajo alivio a su espíritu.

Poco a poco logró moverse, sujetando el brazo inerte con la otra mano, hasta que pudo colocarse debajo del matorral. Hizo bien, porque los guerreros azules llegaron hasta la cima donde ella había estado antes y exploraron los alrededores. Uno de ellos intentó bajar al barranco, pero era demasiado escarpado y supuso que, si él no podía hacerlo, tampoco podía haberlo hecho la fugitiva.

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