Isabel Allende - El Reino Del Dragón De Oro

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La estatua del Dragón de Oro permanece oculta en un reino pequeño y misterioso, enclavado en la cordillera del Himalaya. Y según cuenta la leyenda, este magnífico objeto, un poderoso instrumento de adivinación incrustado de piedras preciosas, preserva la paz de estas tierras. Una paz que ahora, por la codicia en el alma de los hombres, puede verse perturbada.
En El Reino del Dragón de Oro, Isabel Allende nos invita a entrar en una doble aventura. Alexander Cold, su abuela Kate y Nadia Santos, los protagonistas de La Ciudad de las Bestias, han vuelto a reunirse. Viviremos con ellos sus peripecias y vicisitudes en la belleza desnuda, limpia, de las montañas y los valles del Himalaya en compañía de nuevos amigos. Pero la pluma mágica de Allende también nos descubre el valor y la sencillez de las enseñanzas budistas a través del lama Tensing, maestro y guía espiritual de Dil Bahadur, el joven heredero del reino, a quien conduce por la senda del budismo y ha dado a conocer el valor de la compasión, de la naturaleza, de la vida, de la paz.
Una novela espléndida, para lectores de todas las edades.

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– ¡Rápido! ¡Vengan conmigo! -ordenó a los guardias armados que vigilaban las puertas del jardín.

Los condujo sin vacilar al centro de la revuelta que se había formado en la calle, donde procedió a repartir puñetazos, mientras los guardias intentaban abrirse paso a golpes de culata. Armadillo le arrebató el arma a uno de ellos y disparó dos tiros al aire. De inmediato el movimiento de la gente más cercana se detuvo en seco, pero los de atrás seguían empujando para acercarse.

Tex Armadillo aprovechó el momento de desconcierto para alcanzar a Alexander, quien ya estaba en el suelo y con la ropa hecha jirones. Lo cogió por las axilas y con la ayuda de los guardias logró arrastrarlo a lugar seguro dentro del hotel, después de recuperar los lentes del muchacho, que por un milagro estaban intactos en el suelo. Enseguida cerraron las rejas del palacio, mientras afuera aumentaba el griterío.

– Eres más tonto de lo que pareces, Alexander. No puedes cambiar nada con unos pocos dólares. India es India, hay que aceptarla tal cual es -fue el comentario de Kate Cold cuando lo vio llegar bastante aporreado.

– ¡Con ese criterio todavía estaríamos en la época de las cavernas! -replicó él, secándose la sangre de la nariz.

– Estamos, niño, estamos -dijo ella, disimulando el orgullo que la actitud de su nieto le provocaba.

En la terraza del hotel, sentada bajo un gran quitasol blanco con flecos dorados, una mujer había observado la escena. Aparentaba unos cuarenta años muy bien llevados, delgada, alta, atlética, vestida con pantalones y camisa de algodón color caqui, sandalias y un bolso de cuero muy usado, que había tirado al suelo, entre sus pies. Su melena negra y lisa, con un grueso mechón blanco en la frente, enmarcaba su rostro de facciones clásicas: ojos castaños, cejas arqueadas y gruesas, nariz recta y boca expresiva. A pesar de la sencillez de su atuendo, tenía un aire aristocrático y elegante.

– Eres un joven valiente -dijo la desconocida a Alexander una hora más tarde, cuando el grupo del International Geographic estaba reunido en la terraza.

El muchacho sintió que se le encendían las orejas.

– Pero debes tener cuidado, no estás en tu país -agregó ella, en perfecto inglés, aunque con un leve acento centroeuropeo, cuya exacta procedencia era difícil de precisar.

En ese instante llegaron dos mozos trayendo grandes bandejas de plata con té chai al estilo de India, preparado con leche, especias y mucha azúcar. Kate Cold invitó a la viajera a compartirlo con ellos. También había invitado a Tex Armadillo, agradecida por su pronta acción, que salvó la vida de su nieto, pero el hombre se mantuvo aparte, después de manifestar que prefería una cerveza y su periódico. A Alexander le extrañó que ese hippie, quien por todo equipaje llevaba una andrajosa bolsa de lona y un saco de dormir, se hospedara en el palacio del maharajá, pero supuso que el costo debía ser muy bajo. India resultaba barato para quien tuviera dólares.

Pronto Kate Cold y su invitada estaban cambiando impresiones, y así descubrieron que todos iban al Reino del Dragón de Oro. La desconocida se presentó como Judit Kinski, arquitecta de jardines, y les contó que viajaba con una invitación oficial del rey, a quien había tenido el honor de conocer recientemente. Dijo que, al saber que el monarca estaba interesado en cultivar tulipanes en su país, le había escrito ofreciéndole sus servicios. Pensaba que, bajo ciertas condiciones, los bulbos de esas flores podrían adaptarse al clima y al terreno del Reino Prohibido. De inmediato éste le había pedido que se entrevistaran y ella había escogido hacerlo en Amsterdam, dada la fama mundial de los tulipanes holandeses.

– Su Majestad sabe tanto de tulipanes como el más experto. En realidad no me necesita para nada, habría podido llevar a cabo el proyecto él solo; pero aparentemente le gustaron algunos diseños de jardines que le mostré y tuvo la amabilidad de contratarme -explicó-. Hablamos mucho de sus planes de crear nuevos parques y jardines para su pueblo, preservando las especies autóctonas e incorporando otras. Es consciente de que esto debe hacerse con mucho cuidado para no romper el equilibrio ecológico. En el Reino Prohibido existen plantas, pájaros y algunos pequeños mamíferos que han desaparecido en el resto del mundo. Ese país es un santuario de la naturaleza.

El grupo del International Geographic pensó que el monarca debió haber quedado tan encantado con Judit Kinski como lo estaban ellos. La mujer producía una impresión memorable: irradiaba una combinación de fuerza de carácter y feminidad. Al observarla de cerca la armonía de su rostro y la elegancia natural de sus gestos resultaban tan extraordinarias, que era difícil quitarle los ojos de encima.

– El rey es un paladín de la ecología. Lástima que no haya más gobernantes como él. Está suscrito al International Geographic. Por eso nos facilitó las visas y aceptó que hiciéramos un reportaje -explicó a su vez Kate.

– Es un país muy interesante -dijo Judit Kinski.

– ¿Usted lo ha visitado antes? -preguntó Timothy Bruce.

– No, pero he leído mucho sobre él. Para este viaje he tratado de prepararme, no sólo en lo referente a mi trabajo, sino también sobre la gente, las costumbres, las ceremonias… No quiero ofenderlos con mis rudos modales occidentales -sonrió ella.

– Supongo que ha oído hablar del fabuloso Dragón de Oro… -sugirió Timothy Bruce.

– Aseguran que nadie lo ha visto, excepto los reyes. Puede ser sólo una leyenda -replicó ella.

El tema no volvió a mencionarse, pero Alexander notó el brillo de entusiasmo en los ojos de su abuela y adivinó que ella haría lo posible por acercarse a aquel tesoro. El desafío de ser la primera en probar su existencia era irresistible para la escritora.

Kate Cold y Judit Kinski se pusieron de acuerdo para intercambiar datos y ayudarse, como correspondía a dos forasteras en una región desconocida. En el otro extremo de la terraza, Tex Armadillo bebía su cerveza con el periódico sobre las rodillas. Unos lentes oscuros con vidrios de espejo cubrían sus ojos, pero Nadia Santos sentía su mirada examinando al grupo.

Sólo disponían de tres días para hacer turismo. Tenían la ventaja de que mucha gente hablaba inglés, porque India fue colonia del Imperio británico durante varios siglos. Sin embargo, en tan poco tiempo no alcanzarían ni a rascar la superficie de Nueva Delhi, como dijo Kate, y mucho menos entender esa compleja sociedad. Los contrastes eran para volver loco a cualquiera: increíble miseria por un lado, belleza y opulencia por otro. Había millones de analfabetos, pero las universidades producían los mejores técnicos y científicos. Las aldeas no contaban con agua potable, mientras el país fabricaba bombas nucleares. India tenía la mayor industria de cine del mundo, y también el mayor número de santones cubiertos de ceniza que jamás se cortaban el cabello o las uñas. Sólo los millares de dioses del hinduismo o el sistema de castas, requerían años de estudio.

Alexander, acostumbrado a que en América cada uno hace con su vida más o menos lo que quiere, se horrorizó con la idea de que las personas estuvieran determinadas por la casta en que nacían. Nadia, en cambio, escuchaba las explicaciones de Kate sin emitir juicios.

– Si hubieras nacido aquí, Águila, no podrías elegir a tu marido. Te habrían casado a los diez años con un viejo de cincuenta. Tu padre arreglaría tu matrimonio y tú no podrías ni siquiera opinar -le dijo Alexander.

– Seguro que mi papá escogería mejor que yo… -sonrió ella.

– ¿Estás demente? ¡Yo jamás permitiría una cosa así! -exclamó el muchacho.

– Si hubiéramos nacido en el Amazonas en la tribu de la gente de la neblina, tendríamos que cazar nuestra comida con dardos envenenados. Si hubiéramos nacido aquí, no nos parecería raro que los padres arreglaran el matrimonio -argumentó Nadia.

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