Muchas cosas habían cambiado en Nueva Orleans durante mi ausencia: había más basura, coches y gente y una fiebre de construir casas y alargar las calles. Hasta el mercado se había extendido. Don Sancho ya no vivía en la casa de Valmorain; se había mudado a un piso en el mismo barrio. Según Célestine, había olvidado a Adi Soupir y andaba enamorado de una cubana, a quien nadie en la casa había tenido ocasión de ver. Me instalé en la mansarda con Marie-Luise, una chiquita pálida y tan débil que no lloraba. Se me ocurrió amarrármela al cuerpo, porque me había dado buen resultado con Maurice, que también nació enfermizo, pero madame Hortense dijo que eso estaba bueno para los negros, no para su hija. No quise ponerla en una cuna, porque se habría muerto, y opté por llevarla siempre en brazos.
Apenas pude hablé con el amo para recordarle que ese año yo cumplía treinta años y me correspondía mi libertad.
– ¿Quién va a cuidar a mis hijas? -me preguntó.
– Yo, si le parece, monsieur.
– Es decir que todo seguiría igual.
– No igual, monsieur, porque si soy libre puedo irme si quiero, ustedes no me pueden golpear y tendrían que pagarme un poco para que pueda vivir.
– ¿Pagarte! -exclamó sorprendido.
– Así trabajan cocheros, cocineras, enfermeras, costureras y otras personas libres, monsieur.
– Veo que estás muy bien informada. Entonces sabes que nadie emplea una niñera, siempre es alguien que forma parte de la familia, como una segunda madre y después como una abuela, Tété.
– No soy de su familia, monsieur. Soy su propiedad.
– ¡Siempre te he tratado como si fueras de la familia! En fin, si eso es lo que pretendes, necesitaré tiempo para convencer a madame Hortense, aunque es un pésimo precedente y dará mucho que hablar. Haré lo que pueda.
Me dio permiso para ir a ver a Rosette. Mi hija siempre fue alta y a los once años parecía de quince. El señor Murphy no me había mentido, era muy bonita. Las monjas lograron domarle la impetuosidad, pero no le borraron su sonrisa de hoyuelos y su mirada seductora. Me saludó con una reverencia formal y cuando la abracé se puso rígida, creo que estaba avergonzada de su madre, una esclava café con leche. Mi hija era lo que más me importaba en el mundo. Habíamos vivido pegadas como un solo cuerpo, una sola alma, hasta que el miedo de que la vendieran o de que su propio padre la violara en la pubertad, como había hecho conmigo, me obligó a separarme de ella. Más de una vez había visto al amo palpándola como los hombres tocan a las niñas para saber si ya están maduras. Eso fue antes de que se casara con madame Hortense, cuando mi Rosette era una criatura sin malicia y se le sentaba en la falda por cariño. La frialdad de mi hija me dolió: por protegerla, tal vez la había perdido.
De sus raíces africanas, a Rosette no le quedaba nada. Sabía de mis loas y de Guinea, pero en el colegio se olvidó de todo eso y se volvió católica; las monjas le tenían casi tanto horror al vudú como a los protestantes, a los judíos y a los kaintocks. ¿Cómo podía reprocharle que ambicionara una vida mejor que la mía? Ella quería ser como los Valmorain y no como yo. Me hablaba con falsa cortesía, en un tono que no reconocí, como si yo fuese una extraña. Así lo recuerdo. Me comentó que le gustaba el colegio, que las monjas eran bondadosas y le estaban enseñando música, religión y a escribir con buena letra, pero nada de danza, porque eso tentaba al demonio. Le pregunté por Maurice y me dijo que estaba bien, pero se sentía solo y quería regresar. Ella sabía de él porque se escribían, como siempre habían hecho desde que se separaron. Las cartas demoraban bastante, pero ellos las mandaban seguido, sin esperar respuesta, como una conversación de tontos. Rosette me contó que a veces llegaba media docena el mismo día, pero después pasaban varias semanas sin noticias. Ahora, cinco años después, sé que en esa correspondencia se llamaban hermanos para despistar a las monjas, que abrían la correspondencia de las pupilas. Tenían una clave religiosa para referirse a sus sentimientos: el Espíritu Santo significaba amor, besos eran rezos, Rosette posaba de ángel de la guarda, él podía ser cualquier santo o mártir del calendario católico y, lógicamente, las ursulinas eran demonios. Una típica misiva de Maurice podía ser que el Espíritu Santo lo visitaba de noche, cuando él soñaba con el ángel de la guarda, y que despertaba con deseos de rezar y rezar. Ella le contestaba que ella rezaba por él y debía tener cuidado con las huestes de demonios que siempre amenazaban a los mortales. Ahora yo guardo esas cartas en una caja y aunque no puedo leerlas, sé lo que contienen, porque Maurice me leyó algunas partes, las que no son demasiado atrevidas.
Rosette me agradeció los regalos de dulces, cintas y libros que le llegaban, pero yo no se los había enviado. ¿Cómo podía hacerlo sin dinero? Supuse que se los llevaba el amo Valmorain, pero ella me dijo que nunca la había visitado. Era don Sancho quien le daba regalos en mi nombre. ¡Que Bondye me lo bendiga al bueno de don Sancho! Erzuli , loa madre, no tengo nada que ofrecerle a mi hija. Así era.
En la primera ocasión disponible Tété fue a hablar con el Père Antoine. Debió esperarlo un par de horas, porque andaba en la cárcel visitando a los presos. Les llevaba comida y les limpiaba las heridas sin que los guardias se atrevieran a impedírselo, porque se había corrido la voz de su santidad y existían testimonios de que había sido visto en varias partes al mismo tiempo y a veces andaba con un plato luminoso flotando sobre su cabeza. Por fin el capuchino llegó a la casita de piedra, que le servía de vivienda y oficina, con su canasto vacío y unas ganas enormes de echarse a descansar, pero lo aguardaban otros necesitados y todavía faltaba para la puesta del sol, hora de la oración en la que sus huesos reposaban, mientras su alma subía al cielo. «Mucho lamento, hermana Lucie, que no me alcance el ánimo para rezar más y mejor», solía decirle a la monja que lo atendía. «¿Y para qué va a rezar más, mon père , si ya es santo?», le contestaba ella invariablemente. Recibió a Tété con los brazos abiertos, como a todo el mundo. No había cambiado, tenía la misma dulce mirada de perro grande y olor a ajo, llevaba la misma sotana inmunda, su cruz de madera y su barba de profeta.
– ¡Qué te habías hecho, Tété! -exclamó.
– Usted tiene miles de feligreses, mon père, y se acuerda de mi nombre -notó ella, conmovida.
Le explicó que había estado en la plantación, le mostró por segunda vez el documento de su libertad, amarillo y quebradizo, que guardaba desde hacía años y no le había servido de nada, porque su amo siempre encontraba una razón para postergar lo prometido. El Père Antoine se caló unas gruesas gafas de astrónomo, acercó el papel a la única vela del cuarto y lo leyó lentamente.
– ¿Quién más sabe de esto, Tété? Me refiero a alguien que viva en Nueva Orleans.
– El doctor Parmentier lo vio cuando estábamos en Saint-Domingue, pero ahora vive aquí. También se lo mostré a don Sancho, el cuñado de mi amo.
El fraile se sentó a una mesita de patas temblorosas y escribió con dificultad, porque las cosas de este mundo las veía envueltas en una ligera niebla, aunque las del otro las percibía con claridad. Le entregó dos mensajes salpicados de manchas de tinta, con instrucciones de dárselos en mano a esos caballeros.
– ¿Qué dicen estas cartas, mon père? -quiso saber Tété.
– Que vengan a hablar conmigo. Y tú también debes venir aquí el próximo domingo después de la misa. Entretanto yo guardaré este documento -dijo el fraile.
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