Estaban cerca de Le Cap y pocas horas más tarde entraban a la ciudad sin haber sufrido nuevos contratiempos. En ese lapso Rosette se despabiló del sopor del láudano, Maurice durmió extenuado en brazos de un jinete y Toulouse Valmorain recuperó la compostura. Las imágenes de esos tres días empezaron a desdibujarse y la historia a cambiar en su mente. Cuando tuvo oportunidad de explicar lo ocurrido, su versión no se parecía a la que había oído de Tété: Gambo había desaparecido del cuadro él había previsto el ataque de los rebeldes y ante la imposibilidad de defender su plantación había huido para proteger a su hijo, llevándose a la esclava que había criado a Maurice y su niña. Era él, sólo él, quien los había salvado a todos. Relais no hizo comentarios.
Le Cap estaba lleno de refugiados que habían abandonando las plantaciones. El humo de los incendios, arrastrado por el viento, quedaba flotando en el aire por semanas. El París de las Antillas hedía a basura y excremento, a los cadáveres de los ejecutados pudriéndose en los patíbulos y las fosas comunes de las víctimas de la guerra y las epidemias. El suministro era muy irregular y la población dependía de los barcos y los botes pesqueros para alimentarse, pero los grands blancs seguían viviendo con el mismo lujo de antes, sólo que ahora les costaba más caro. En sus mesas nada faltaba, el racionamiento era para los demás. Las fiestas continuaron con guardias armados en las puertas, no cerraron los teatros ni los bares y las deslumbrantes cocottes todavía alegraban las noches. No quedaba una sola habitación libre donde alojarse, pero Valmorain contaba con la casa del portugués que había conseguido antes de la insurrección, donde se instaló a reponerse del susto y los magullones físicos y morales. Lo servían seis esclavos alquilados al mando de Tété; no le convenía comprarlos justo cuando planeaba cambiar de vida. Sólo adquirió un cocinero entrenado en Francia, que después podía vender sin perder dinero; el precio de un buen cocinero era de las pocas cosas estables que iban quedando. Estaba seguro de que recuperaría su propiedad, no era el primer alzamiento de esclavos en las Antillas y todos habían sido aplastados, Francia no iba a permitir que unos bandidos negros arruinaran a la colonia. De todos modos, aunque la situación volviera a ser la de antes, él se marcharía de Saint-Lazare, ya lo había decidido. Estaba enterado de la muerte de Prosper Cambray, porque los milicianos habían encontrado su cuerpo entre los escombros de la plantación. «No me habría librado de él de otra manera», pensó. Su propiedad era pura ceniza, pero la tierra estaba allí, nadie podía llevársela. Conseguiría un administrador, alguien habituado al clima y con experiencia, no estaban los tiempos para gerentes traídos de Francia, como le explicó a su amigo Parmentier, mientras éste le curaba los pies con las hierbas cicatrizantes que le había visto emplear a Tante Rose.
– ¿Regresará a París, mon ami ?-le preguntó el doctor.
– No lo creo. Tengo intereses en el Caribe, no en Francia. Me asocié con Sancho García del Solar, hermano de Eugenia, que en paz descanse, y hemos adquirido unas tierras en Luisiana. Y usted ¿qué planes tiene, doctor?
– Si la situación no mejora aquí, pienso irme a Cuba.
– ¿Tiene familia allí?
– Sí -admitió el médico, sonrojándose.
– La paz de la colonia depende del gobierno en Francia. Los republicanos tienen toda la culpa de lo que ha pasado aquí, el Rey jamás habría permitido que se llegara a estos extremos.
– Creo que la Revolución francesa es irreversible -replicó el médico.
– La República no sospecha cómo se maneja esta colonia, doctor. Los comisionados deportaron a medio regimiento de Le Cap y lo sustituyeron por mulatos. Es una provocación, ningún soldado blanco aceptará colocarse bajo las órdenes de un oficial de color.
– Tal vez es el momento de que blancos y affranchis aprendan a convivir, ya que el enemigo común son los negros.
– Me pregunto qué pretenden estos salvajes -dijo Valmorain.
– Libertad, mon ami -explicó Parmentier-. Uno de los jefes, Toussaint me parece que se llama, sostiene que las plantaciones pueden funcionar con mano de obra libre.
– ¡Aunque les pagaran, los negros no trabajarían! -exclamó Valmorain.
– Eso nadie puede asegurarlo, porque no se ha probado. Dice Toussaint que los africanos son campesinos, están familiarizados con la tierra, cultivar es lo que saben y quieren hacer -insistió Parmentier,
– ¡Lo que saben y quieren hacer es matar y destruir, doctor! Además, ese Toussaint se ha pasado para el lado español.
– Se ampara bajo la bandera española porque los colonos franceses se negaron a transar con los rebeldes -le recordó el médico.
– Yo estaba allí, doctor. Traté en vano de convencer a otros plantadores que aceptáramos los términos de paz propuestos por los negros, que sólo pedían la libertad de los jefes y sus tenientes, unos doscientos en total -le contó Valmorain.
– Entonces la culpa de la guerra no es la incompetencia del gobierno republicano en Francia, sino del orgullo de los colonos en Saint-Domingue -arguyó Parmentier.
– Le concedo que debemos ser más razonables, pero no podemos negociar de igual a igual con los esclavos, sería un mal precedente.
– Habría que entenderse con Toussaint, que parece ser el más razonable de los jefes rebeldes.
Tété prestaba atención cuando se hablaba de Toussaint. Guardó en el fondo de su alma el amor por Gambo, resignada a la idea de no verlo en mucho tiempo, tal vez nunca más, pero lo llevaba clavado en el corazón y suponía que se hallaba entre las filas de ese Toussaint. Le oyó a Valmorain que ninguna revuelta de esclavos en la historia había triunfado, pero se atrevía a soñar lo contrario y a preguntarse cómo sería la vida sin esclavitud. Organizó la casa como siempre lo había hecho, pero Valmorain le explicó que no podían seguir como en Saint-Lazare, donde sólo importaba la comodidad y daba lo mismo si servían la mesa con guantes o sin ellos. En Le Cap había que vivir con estilo. Por mucho que ardiera la revuelta en las puertas de la ciudad, él debía retribuir las atenciones de las familias que lo invitaban con frecuencia y se habían atribuido la misión de conseguirle esposa.
El amo hizo unas averiguaciones y consiguió un mentor para Tété: el mayordomo de la intendencia. Era el mismo adonis africano que servía en la mansión cuando Valmorain llegó con Eugenia enferma a pedir hospitalidad en 1780, sólo que más atrayente, porque había madurado con extraordinaria gracia. Se llamaba Zacharie y había nacido y crecido entre esas paredes. Sus padres fueron esclavos de otros intendentes, quienes los vendían a su sucesor cuando debían regresar a Francia; así llegaron a formar parte del inventario. El padre de Zacharie, tan guapo como él, lo entrenó desde muy joven para el prestigioso cargo de mayordomo, porque vio que poseía las virtudes esenciales para ese puesto: inteligencia, astucia, dignidad y prudencia. Zacharie se cuidaba del acecho de las mujeres blancas porque conocía los riesgos; así había evitado muchos problemas. Valmorain ofreció pagarle al intendente por los servicios de su mayordomo, pero éste no quiso oír hablar del tema. «Dele una propina, con eso basta. Zacharie está ahorcando para comprar su libertad, aunque no entiendo para qué la desea. Su situación actual no podría ser más ventajosa», le dijo. Acordaron que Tété acudiría a diario a la intendencia para refinarse.
Zacharie la recibió con frialdad, estableciendo desde el principio cierta distancia, ya que él tenía el cargo de mayor jerarquía entre los domésticos de Saint-Domingue y ella era una esclava sin rango, pero pronto lo traicionó su afán didáctico y acabó entregándole los secretos del oficio con una generosidad que sobrepasaba en mucho a la propina de Valmorain. Le sorprendió que esa joven no pareciera impresionada con él, estaba acostumbrado a la admiración femenina. Tenía que hacer gala de mucho tino para desviar piropos y rechazar avances de las mujeres, pero con Tété pudo relajarse en una relación sin segundas intenciones. Se trataban con formalidad, monsieur Zacharie y mademoiselle Zarité.
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