Array Array - Historia de Mayta

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V

Para tomar el tren a Jauja hay que comprar el boleto la víspera y presentarse en la estación de Desamparados a las seis de la mañana. Me han dicho que el tren va siempre lleno y, en efecto, debo tomar el vagón por asalto. Pero tengo la suerte de conseguir un asiento, en tanto que la mayoría de pasajeros viajará de pie. Los vagones carecen de servicios higiénicos y algunos temerarios orinan desde el pescante, con el tren en marcha. Aunque he comido algo antes de dejar Lima, a las pocas horas siento hambre. Es imposible comprar nada en las estaciones en las que el tren deja o recoge pasajeros: Chosica, San Bartolomé, Matucana, San Mateo, Casapalca, La Oroya. Hace veinticinco años, los vendedores ambulantes asaltaban los vagones en cada parada ofreciendo frutas, gaseosas, sandwiches, dulces. Ahora, sólo pregonan chucherías o cocimientos de hierbas. Pero, con todas sus incomodidades y su lentitud, el viaje está lleno de sorpresas, la primera de las cuales son estos vagones trepando desde el nivel del mar hasta los cinco mil metros para cruzar los Andes en el Paso de Anticona, al pie del Monte Meiggs. Ante el soberbio espectáculo, me olvido de los soldados con fusiles apostados en cada vagón y de la ametralladora que hay en el techo de la locomotora, en previsión de ataques. ¿Cómo sigue funcionando este tren? La carretera a la sierra central es continuamente sepultada bajo lluvia de rocas que los terroristas arrancan de las laderas con explosivos, de modo que se ha vuelto casi inutilizable. ¿Por qué no ha sido aún volado este tren, obstruidos sus túneles, derruidos sus puentes? Tal vez, por algún misterioso designio estratégico, les conviene mantener la comunicación entre Lima y Junín. Me alegro, el viaje a Jauja es esencial para reconstruir la peripecia de Mayta.

Se suceden los cerros, separados a veces por abismos al fondo de los cuales roncan ríos torrentosos. El trencito cruza puentes y túneles. Imposible no pensar en la proeza del ingeniero Meiggs, al construir hace más de ochenta años estos rieles en semejante geografía de gargantas, ventisqueros y picachos sacudidos por las tormentas y bajo la amenaza de los aluviones. ¿Pensaba en la odisea de ese ingeniero el revolucionario Mayta, al tomar por primera vez este tren, una mañana de febrero o marzo, veinticinco años atrás? Pensaba en el sufrimiento que habían invertido, para que se tendieran estos rieles, se levantaran estos puentes y se abrieran estos túneles, los miles de cholos e indios que, por un salario simbólico, a veces apenas un puñado de mala comida y un poco de coca, sudaron doce horas diarias, picando piedras, volando rocas, cargando durmientes, nivelando el terreno, para que el ferrocarril más alto del mundo fuera realidad. ¿Cuántos perdieron dedos, manos, ojos, dinamitando la cordillera? ¿Cuántos cayeron en esos precipicios o fueron enterrados por los huaycos que desbarataban los campamentos donde dormían, unos sobre otros, temblando de frío, borrachos de fatiga, embrutecidos de coca, calentados sólo por sus ponchos y el aliento de sus compañeros? Comenzaba a sentir la altura: cierta dificultad al respirar, la presión de la sangre en las sienes, el corazón acelerado. Al mismo tiempo, apenas podía disimular su excitación. Tenía ganas de sonreír, de silbar, de estrechar las manos de todo el vagón. Moría de impaciencia por reencontrar a Vallejitos.

—Yo soy el Profesor Ubilluz —me dice, extendiéndome su mano, apenas paso la barrera de la Estación de Jauja, donde, luego de una cola interminable, dos policías de civil me registran y expulgan la bolsa donde llevo el pijama—. El Chato para mis amigos. Y, si me permite, usted y yo ya somos amigos.

Le he escrito, anunciándole mi viaje, y él ha venido a esperarme. En torno a la estación, hay un considerable despliegue militar: soldados con fusiles, caballetes y alambradas. Y, yendo y viniendo por la calle a paso de tortuga, una tanqueta. Echamos a andar. ¿Está muy mala la situación aquí?

—Estas últimas semanas algo más tranquila —me dice Ubilluz—. Tanto que han suspendido el toque de queda. Ya podemos salir a ver las estrellas. Nos estábamos olvidando de cómo eran.

Me cuenta que hace un mes hubo un ataque masivo de los insurrectos al cuartel de Jauja. La balacera duró toda la noche y dejó los alrededores sembrados de cadáveres. Apestaban de tal modo y eran tantos que debieron ser rociados con kerosene y quemados. Desde entonces, los rebeldes no han vuelto a realizar ninguna acción importante en la ciudad. Eso sí, los cerros del contorno amanecen cada mañana erizados de banderas rojas con la hoz y el martillo. Las patrullas militares las arrancan, cada tarde.

—Le he reservado un cuartito en el Albergue de Paca —añade—. Un sitio lindísimo, verá.

Es un anciano bajito y compuesto, embutido en un terno a rayas que lleva abotonado, una especie de paquete moviente. Tiene una corbata de nudo milimétrico, y unos zapatos que deben haber atravesado un lodazal. Hay en él ese atildamiento típico de la sierra y un español silabeado en el que, de rato en rato, brota un quechuismo. Encontramos un viejo taxi, cerca de la Plaza. La ciudad no ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí. A simple vista al menos, no hay muchas huellas de la guerra. No se ven altos de basuras ni muchedumbres de mendigos. Las casitas lucen limpias e inmortales, con sus añosos portones y enrevesadas rejas. El Profesor Ubilluz pasó treinta años enseñando ciencias en el Colegio Nacional San José. Cuando se jubiló —por los días en que lo que habíamos creído una simple algarada de extremistas empezaba a tomar las proporciones de una guerra civil—, hubo una ceremonia en su honor a la que asistieron todos los ex–alumnos que habían sido sus discípulos. Al pronunciar su discurso, lloró.

—Hola, mi hermano —dijo Vallejos.

—Hola, hombre —dijo Mayta.

—Por fin viniste —dijo Vallejos.

—Sí —sonrió Mayta—. Por fin.

Se abrazaron. ¿Cómo es que el Albergue de Paca sigue abierto? ¿Acaso vienen aún turistas a Jauja? No, claro que no. ¿A qué vendrían? Todas las fiestas, incluidos los famosos Carnavales, se han extinguido. Pero el Albergue sigue abierto porque se alojan en él los funcionarios que vienen de Lima y, a veces, las misiones militares. Ahora no debe haber ninguna pues no hay vigilancia en el lugar. El Albergue no ha sido pintado desde hace siglos y da una impresión lastimosa. No hay servicio ni administrador, sólo un guardián que hace de todo. Después de dejar mi bolsa en el cuartito lleno de telarañas, voy a sentarme a la terraza que da a la laguna, donde me espera el Profesor Ubilluz. ¿Conocía la historia de Paca? Señala las aguas tersas, el cielo pintado, la delicada línea de los cerros que circundan a las aguas: esto, hace cientos de años, era un pueblo de gentes egoístas. El mendigo apareció una mañana de sol y aire purísimo. De casa en casa fue pidiendo limosna y, en todas, los vecinos lo largaban con malos modos, azuzando contra él a los perros. Pero en una de las últimas viviendas encontró a una viuda caritativa, que vivía con un niño pequeño. Le dio algo de comer y unas palabras de esperanza. Entonces, el mendigo, resplandeciendo, mostró a la mujer caritativa su verdadera cara —la de Jesús— y le ordenó: «Sal de Paca con tu hijo, ahora mismo, llevándote todo lo que puedas cargar. No mires más hacia aquí, oigas lo que oigas». La viuda obedeció y salió de Paca, pero cuando subía el monte oyó un ruido muy fuerte, como el de un tambor gigante, y la curiosidad la hizo volverse. Alcanzó a ver el espantoso huayco de piedras y lodo que sepultaba a Paca y a sus habitantes y a las aguas que convertían en una tranquila laguna de patos, truchas y gallaretas lo que había sido su pueblo. Ni ella ni su hijo vieron ni oyeron más porque las estatuas no pueden ver ni oír. Pero los jaujinos sí pueden verlos a ella y al niño, a lo lejos: dos formas pétreas, espiando la laguna, en un punto de los cerros hasta donde peregrinan las procesiones para dedicar un pensamiento a esos vecinos que Dios castigó por avaros e insensibles y que yacen allí abajo, en esas aguas donde croan las ranas, graznan los patos y remaban antaño los turistas.

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