Array Array - Historia de Mayta
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Los inquisidores se instalaron aquí en 1584, después de haber pasado sus primeros quince años frente a la iglesia de La Merced. Compraron el solara Don Sancho de Ribera, hijo de uno de los fundadores de Lima, por una módica suma, y desde aquí velaron por la pureza espiritual de lo que son hoy Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Panamá, Bolivia, Argentina, Chile y Paraguay. Desde esta sala de audiencias, tras esta robusta mesa cuyo tablero es de una pieza y tiene monstruos marinos en vez de patas, los inquisidores de blancos hábitos y su ejército de licenciados, notarios, tinterillos, carceleros y verdugos, combatieron esforzadamente la hechicería, el satanismo, el judaísmo, la blasfemia, la poligamia, el protestantismo, las perversiones. «Todas las heterodoxias y los cismas», pensó. Era un trabajo arduo, riguroso, legalístico, maniático, el de los señores inquisidores, entre quienes figuraron (y con quienes colaboraron) los más ilustres intelectuales de la época: abogados, teólogos, catedráticos, oradores sagrados, versificadores, prosistas. Pensó: «¿Cuántos homosexuales quemarían?». Una puntillosa investigación, que borroneaba innumerables páginas de un expediente archivado con esmero, precedía cada condena y auto de fe. Pensó: «¿Cuántos locos torturarían? ¿Cuántos ingenuos agarrotarían?». Pasaban años antes de que el alto Tribunal del Santo Oficio dictara sentencia desde esta mesa que adornan una calavera y unos tinteros de plata con figuras labradas de espadas, cruces y peces y la inscripción: «Yo, la luz de la verdad, guío tu conciencia y tu mano. Si no aplicas la justicia, en tu fallo labrarás tu propia ruina». Pensó: «¿A cuántos santos de verdad, a cuántos audaces, a cuántos pobres diablos quemarían?».
Porque no era la luz de la verdad la que guiaba la mano de la Inquisición: eran los delatores. Ellos mantenían siempre provistos estos calabozos y mazmorras, cuevas húmedas y profundas a las que no llega el sol y de las que el condenado salía tullido. Pensó: «Tú hubieras venido a parar aquí de todas maneras, Mayta. Por tu manera de ser, de cachar». El delator estaba protegido al máximo y su anonimato garantizado, para que colaborase sin temor a represalias. Aquí está, intacta, la Puerta del Secreto, y Mayta, con una sensación de zozobra, espió por la pequeña ranura, sintiéndose ese acusador que, sin ser visto por él, reconocía con un simple movimiento de cabeza al acusado a quien su testimonio podía enviar por muchos años a la cárcel, privar de todos sus bienes, condenar a una vida infamante o hacer quemar vivo. Se le escarapeló el cuerpo: qué fácil era librarse de un rival. Bastaba ingresar a este cuartito y, con la mano en la Biblia, testimoniar. Anatolio hubiera podido venir, aguaitar por la ranura, asentir señalándolo y despacharlo a las llamas.
No quemaron a muchos, en verdad, explica un panel de ortografía dudosa: treinta y cinco en tres siglos. No es una cifra apabullante. Y de los treinta y cinco —pobre consuelo—, treinta fueron ejecutados con garrote antes de que el fuego se comiera sus cadáveres. El primero que protagonizó el gran espectáculo del auto de fe limeño no tuvo esa suerte: a ese francés, Mateo Salade, lo quemaron vivo, porque se dedicaba a hacer unos experimentos químicos que alguien denunció como «manipuleos con Satanás». «¿Salado?», pensó. ¿De ese franchute habría nacido el peruanismo «salado» para designar a la persona que tiene mala suerte? Pensó: «De ahora en adelante ya no serás un revolucionario salado».
Pero aunque no quemó a mucha gente, el Santo Tribunal, en cambio, torturó sin límites. Después de los delatores, el tormento físico fue el más diligente acarreador de víctimas, de todo sexo, condición y estado, a los autos de fe. Aquí está muy bien expuesto, feria de horrores, el instrumental de que se servía el Santo Oficio para —el verbo es matemático— «arrancar la verdad» al sospechoso. Unos maniquíes de cartón instruyen al visitante sobre cómo funcionaba la «garrucha» o «estrapada», cuerda de la cual se suspendía al reo de una polea, con las manos atadas a la espalda y un lastre de cien libras en los pies. O cómo era tendido en el «potro», mesa de operaciones en que mediante cuatro torniquetes se podía descoyuntar sus extremidades, una por una, o todas a la vez. La más vulgar de las torturas era el cepo, que inmovilizaba la cabeza del reo como un yugo mientras era azotado; el más imaginativo, la «mancuerda», de refinamiento y fantasía surrealistas, suerte de silla en la que el verdugo podía atormentar, mediante un sistema de grilletes y esposas, las piernas, brazos, antebrazos, el cuello y el pecho del reo. El más actual de los tormentos es el de la «toca» —tela sobrepuesta en la nariz o embutida en la boca sobre la que se hacía correr agua y que al tupirse impedía respirar—, y, el más espectacular, el del brasero que se aproximaba a los pies del condenado, previamente inmovilizados y untados de manteca para que se fueran asando. «Ahora, pensó Mayta, tienen la electricidad en los testículos, las inyecciones de pentotal, los baños en tinas llenas de mierda, las quemaduras con cigarrillos.» No había habido progreso en este campo.
Pero todavía lo dejó más conmovido —diez veces pensó: «Qué haces aquí, Mayta, es ésta acaso la hora de perder el tiempo, no tienes cosas más urgentes que hacer»— la pequeña cámara de indumentarias que, por meses, años o hasta su muerte, debían llevar los acusados de judaísmo o hechicería o de ser íncubos del demonio o blasfemos que se «arrepentían con vehemencia» y abjuraban de sus pecados y prometían redimirse. Un cuarto de disfraces: en medio de estos horrores, parece algo más humano. Aquí está la «coroza» o sombrero en forma de cucurucho y el sambenito o túnica de pelliz, blanca, bordada con cruces, serpientes, diablos y llamas, con la que desfilaban los indenados hasta la Plaza Mayor —previa parada en el Callejón de la Cruz, donde debían arrodillarse frente a una cruz dominicana—, para ser azotados ajusticiados, o que debían vestir día y noche mientras duraba la sentencia. Esta última imagen sobre todo la que me queda fija en la memoria cuando, terminada la visita, voy hacia la puerta de salida: la de esos condenados, que se reincorporaban a sus ocupaciones cotidianas, con ese uniforme que debía levantar horror, pánico, repulsa, náusea, burla, odio a su alrededor. Imaginó lo que debieron ser los días, meses, años de las gentes vestidas así, a las que todo el mundo señalaría y evitaría, como a perros con rabia. Pensó: «Es un museo que vale la pena». Instructivo, fascinante. Condensada en unas cuantas imágenes y objetos efectistas, hay en él un ingrediente esencial, invariable, de la historia de este país, desde sus tiempos más remotos: la violencia. La moral y la física, la nacida del fanatismo y la intransigencia, de la ideología, de la corrupción y de la estupidez que han acompañado siempre al poder entre nosotros, y esa violencia sucia, menuda, canalla, vengativa, interesada, parásita de la otra. Es bueno venir aquí, a este Museo, para comprobar cómo hemos llegado hasta lo que somos hoy, por qué estamos como estamos.
En la puerta del Museo de la Inquisición, a la familia de andrajosos hambrientos se ha unido por lo menos otra docena de viejos, hombres, mujeres, niños. Forman una pequeña corte de milagros de hilachas, tiznes, costras. Al verme aparecer estiran inmediatamente unas manos de uñas negras, pidiendo. La violencia detrás mío y delante el hambre. Aquí, en estas gradas, resumido mi país. Aquí, tocándose, las dos caras de la historia peruana. Y entiendo por qué Mayta me ha acompañado obsesivamente en el recorrido del Museo.
Voy casi a la carrera hasta San Martín a tomar el colectivo, pues se ha hecho tarde, y una media hora antes del toque de queda cesa todo tráfico. Temo que esta vez el toque me alcance caminando las cuadras que median entre la Avenida Grau y mi casa. Son pocas cuadras, pero, cuando oscurece, peligrosas. Ha habido en ellas varios asaltos y, apenas la semana pasada, una violación. A la esposa de Luis Saldías, recién casado, que vive frente a mi casa —es ingeniero hidráulico—, se le estropeó el auto y se le pasó la hora del toque de queda, pues tuvo que venir andando desde San Isidro. En este tramo final, la detuvo un patrullero. Eran tres policías: la metieron al auto, la desnudaron — después de golpearla, porque se les resistió— y abusaron de ella. Luego la trajeron hasta su casa, diciéndole: «agradece que no te pegáramos un tiro». Es lo que tienen orden de hacer con quienes infringen el toque de queda. Luis Saldías me contó esto con los ojos llenos de ira y añadió que desde entonces se alegra cada vez que asesinan a un guardia. Dice que ya no le importa que triunfen los terroristas, porque «nada puede ser peor que lo que estamos viviendo». Yo sé que se equivoca, que todavía puede ser peor, que no hay límites para el deterioro, pero respeto su dolor y callo.
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