– ¿Supones que los cogieron los soldados o los usaron para encender sus trabucos naranjeros?
– No, no es exactamente lo que creo. Entre los partidarios del Parlamento se hallaban anticuarios. En cuanto alguno se enteró de que los soldados habían ocupado la casa que perteneció a Shakespeare, todo les debió resultar muy fácil. Bastó hablar con el comandante de las fuerzas locales para que…
– Para que les permitieran entrar en la casa. ¿A quién le importaba el destino de los garabatos de un dramaturgo? ¿A alguien de ese diabólico bando enemigo?
– Así lo creo, padre. Sea como sea, se conservaron. Papeles de un tesoro privado que nunca se descubrieron al mundo. Se transmiten hasta que, al final, fueron rastreados por el marido de mi benefactora.
– ¿Puede existir mejor compra? Me gustaría saber cuánto le costaron.
Samuel Ireland se acercó al ventanuco que daba a Holborn Passage y contempló el adoquinado.
Rosa Ponting, apoltronada en un sillón, echaba un vistazo a su labor de costura.
– Bueno, Sammy, por lo que me has explicado, su valor no puede sino aumentar. A alguien le va a ir muy bien.
***
Una semana después, Edmond Malone devolvió la pieza de Shakespeare. Confirmó su autenticidad más allá de toda duda razonable y se ocupó de entregársela en mano a William más que a Samuel Ireland.
– Señor, quiero felicitarlo por su perseverancia. Todos le estamos agradecidos.
– ¿Qué opina de los versos?
– Que encarnan el genio sublime del poeta. En ocasiones Shakespeare oscurece sus intenciones. Suele decirse que combina un exceso de farsa con sus asuntos trágicos. Sitúa a los tontos junto a los sepulcros y mezcla reyes y bufones.
– ¿Existe alguna diferencia?
Malone pasó por alto la pregunta.
– Sin embargo, este poema es la pureza personificada.
La satisfacción de William era evidente. Estrechó la mano de Malone y subió la escalera a la carrera, al tiempo que comentaba:
– Me gustaría que evaluase algo más. -Cuando regresó, entregó al erudito la breve esquela amorosa y el mechón-. Señor Malone, toque el pelo.
El estudioso se negó. Estiró los brazos como si se defendiera. Había leído de inmediato la inscripción y comprendido su importancia.
– Está demasiado próxima al bardo. En mi imaginación resulta algo cálido y palpable.
– ¿Sería algo así como tocarle?
– Exactamente.
La situación pareció causar gracia a William.
– Señor Malone, he mostrado el mechón a un fabricante de pelucas antiguas y me ha asegurado que es auténtico. Se trata de pelo de la época, un poco más grueso que el nuestro.
– No me cabe la menor duda. Ya nada me sorprende. Es como un mar de gozo.
– Hay algo más. -Samuel Ireland se agachó al otro lado del mostrador y reapareció con un fajo de papeles-. Un manuscrito completo. -Las hojas estaban dobladas en cuatro y atadas con un hilo de seda. La caligrafía resultaba visible-. Se trata de El rey Lear . -Entonó el título como si anunciara la representación en el escenario-. No es la copia de un amanuense, sino la letra original.
– La he cotejado con el texto -añadió William-. Lo más sorprendente es que sea igual en todo sentido al Folio , si bien aquí no aparecen los juramentos y las blasfemias.
Su padre le siguió la corriente:
– Señor, el bardo ha retirado con suma discreción aquellas faltas de delicadeza a las que usted aludió.
– Supongo que es la copia que Shakespeare redactó para el maestro de ceremonias festivas. No quiso verse sometido a la pluma reprobadora de dicho maestro.
– Es muy probable. Solían hacerlo así. Durante la representación recuperaban las frases transgresoras. -Malone estudió la caligrafía con mucha atención-. Por lo tanto, aquí está el bardo libre de blasfemias, algo que demuestra, sin lugar a dudas, que se trata de un escritor mucho más redomado incluso de lo que suponíamos.
– Confío en que así sea -apostilló William-. Eso creo yo también.
– Tengo en mis manos los papeles con los que Shakespeare trabajó. Me cuesta admitirlo.
– Pero es así, señor Malone.
– Jamás imaginé que en mi vida… -Se hizo el silencio y, de repente, lo embargó un ataque de llanto. William lo ayudó a tomar asiento y el erudito se enjugó las lágrimas con el pañuelo-. Les pido mil disculpas. Perdonen.
– Señor, no hace falta que se disculpe. -Samuel Ireland sonrió de oreja a oreja-. Nos pasa a todos. Se trata de una reacción natural e inevitable. Yo también he llorado muchas veces. -Miró a William con expresión alegre-. No he podido ocultar mis sentimientos. Al parecer, mi hijo es más resistente que yo.
– No, padre, te equivocas. A lo largo de los últimos meses, me habría puesto a llorar de alegría en cualquier momento. Lo que ha ocurrido es abrumador.
– Me parece una excelente definición. -Malone abandonó la silla-. Es abrumador…, en efecto. Algo que me permite volver a preguntarle acerca de la procedencia de semejantes tesoros.
– No estoy autorizado a dar esa información.
– Tendré que insistir. ¿Puede decirnos cuál es el origen de los papeles? ¿De qué fuente manan?
– Sólo puedo responder lo mismo que he dicho a mi padre. Mi mecenas no desea que el público conozca su identidad ni su nombre, ya que despertaría demasiado interés y especulaciones con relación a alguien que prefiere mantenerse al margen de la sociedad.
– Ese personaje cuenta con nuestra lealtad y confianza más plenas -añadió Samuel Ireland. Sorprendido, William miró a su padre-. Nuestro benefactor nos ha pedido la discreción más absoluta y cuenta con ella. Señor, se trata de un honor sagrado que se nos recompensa con estos obsequios.
– No saben cuánto lo lamento. A pesar de ello, estoy convencido de que la gente educada elogiará sus sentimientos. -Malone estaba a punto de marcharse cuando titubeó-. Señor Ireland, ya que hablamos de la gente me gustaría hacerle una propuesta. No basta con leer estos textos de Shakespeare. El público también debería verlos. Tendrían que exponerlos.
– Señor, en esto le llevo cierta ventaja. Mi hijo y yo hemos tomado la decisión de exhibirlos aquí en la librería. -William miró de nuevo a su padre con cara de sorpresa-. Este humilde local se convertirá en un santuario shakespeariano. William, ¿no fue ésa la palabra que empleaste?
– Padre, de momento no se me ocurre ni una sola palabra.
– Mencionaste un santuario en honor del bardo.
– No saben cuanto me alegro. Estoy encantado. -Malone secó las últimas lágrimas que mojaban su rostro-. Deberían publicar un anuncio en el Morning Chronicle . Todos lo leemos. Señor Ireland, ¿me permite enviar a uno o dos idólatras al santuario antes de que se anuncie su existencia?
– Por supuesto, señor. Los recibiré con sumo gusto.
***
En cuanto Edmond Malone se fue, William se volvió hacia su padre e inquirió:
– ¿Desde cuándo mi mecenas es un caballero? Padre, te estás metiendo en camisa de once varas.
– Al señor Malone le complace pensar que cuenta con nuestra confianza.
– Me importa un bledo lo que le complazca al señor Malone. -William asestó un puñetazo a un estante bajo-. ¿A qué diantres te referías? ¿Qué es eso del santuario?
– No te lo dije por miedo de echar a perder la sorpresa. -William no se percató de que su padre acababa de responderle con sus mismas palabras-. ¿No lo entiendes? Despertará un interés tan grande que tendremos incontables visitantes.
– No vendrán si no saben adónde tienen que ir.
– William, seamos serios. Debemos prepararnos. Tenemos que exponer las pruebas de manera que todos aquellos que estén interesados las examinen con tranquilidad.
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