Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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siguiente vieron que no había hormigas en la cocina, tampoco en la despensa, buscaron en el granero, en el establo, en los gallineros, salieron a los potreros, fueron hasta el río, revisaron todo y no encontraron una sola, ni para muestra. El técnico se puso frenético.
— ¡Tener que decirme cómo hacer eso! — clamaba.
— Hablándoles, pues, míster. Dígales que se vayan, que aquí están molestando y ellas entienden–explicó Pedro García, el viejo.
Clara fue la única que consideró natural el procedimiento. Férula se aferró a eso para decir que se encontraban en un hoyo, en una región inhumana, donde no funcionaban las leyes de Dios ni el progreso de la ciencia, que cualquier día iban a empezar a volar en escobas, pero Esteban Trueba la hizo callar: no quería que le metieran nuevas ideas en la cabeza a su mujer. En los últimos días Clara había vuelto a sus quehaceres lunáticos, a hablar con los aparecidos y a pasar horas escribiendo en los cuadernos de anotar la vida. Cuando perdió interés por la escuela, el taller de costura o los mítines feministas y volvió a opinar que todo era muy bonito, comprendieron que otra vez estaba encinta.
— ¡Por culpa tuya! — gritó Férula a su hermano.
— Eso espero–contestó él.
Pronto fue evidente que Clara no estaba en condiciones de pasar el embarazo en el campo y parir en el pueblo, así es que organizaron el regreso a la capital. Eso consoló un poco a Férula, que sentía la preñez de Clara como una afrenta personal. Ella viajó antes con la mayor parte del equipaje y los sirvientes, para abrir la gran casa de la esquina y preparar la llegada de Clara. Esteban acompañó días después a su mujer y a su hija de vuelta a la ciudad y nuevamente dejó a Las Tres Marías en manos de Pedro Segundo García, que se había convertido en el administrador, aunque no por ello ganaba más privilegio, sólo más trabajo.
El viaje de Las Tres Marías a la capital terminó de agotar las fuerzas de Clara. Yo la veía cada vez más pálida, asmática, ojerosa. Con el bamboleo de los caballos y después con el del tren, el polvo del camino y su natural tendencia al mareo, iba perdiendo las energías a ojos vistas y yo no podía hacer mucho por ayudarla, porque cuando estaba mal prefería que no le hablaran. Al bajarnos en la estación tuve que sostenerla, porque le flaqueaban las piernas.
— Creo que me voy a elevar–dijo.
— ¡Aquí no! — le grité espantado ante la idea de que saliera volando por encima de las cabezas de los pasajeros en el andén.
Pero ella no se refería concretamente a la levitación, sino a subir a un nivel que le permitiera desprenderse de la incomodidad, del peso de su embarazo y de la profunda fatiga que se le estaba metiendo en los huesos. Entró en otro de sus largos períodos de silencio, creo que le duró varios meses, durante los cuales se servía de la pizarrita, como en los tiempos de la mudez. En esa ocasión no me alarmé, porque supuse que recuperaría la normalidad como había ocurrido después del nacimiento de Blanca y, por otra parte, había llegado a comprender que el silencio era el último inviolable refugio de mi mujer, y no una enfermedad mental, como sostenía el doctor Cuevas. Férula la cuidaba de la misma forma obsesiva como antes cuidaba a nuestra madre, la trataba como si fuera una inválida, no quería dejarla nunca sola y había descuidado a Blanca, que lloraba todo el día porque quería regresar a Las Tres Marías. Clara deambulaba como una sombra gorda y callada por la casa, con un desinterés budista
por todo lo que la rodeaba. A mí ni siquiera me miraba, pasaba por mi lado como si yo fuera un mueble y cuando le dirigía la palabra se quedaba en la luna, como si no me oyera o no me conociera. No habíamos vuelto a dormir juntos. Los días ociosos en la ciudad y la atmósfera irracional que se respiraba en la casa me ponían los nervios de punta. Procuraba mantenerme ocupado, pero no era suficiente: estaba siempre de mal humor. Salía todos los días a vigilar mis negocios. En esa época empecé a especular en la Bolsa de Comercio y pasaba horas estudiando los altibajos de los valores internacionales, me dediqué a invertir plata, a armar sociedades, a las importaciones. Pasaba muchas horas en el Club. También comencé a interesarme en la política y hasta entré en un gimnasio, donde un gigantesco entrenador me obligaba a ejercitar unos músculos que no sospechaba que tenía en el cuerpo. Me habían recomendado que me diera masajes, pero nunca me gustó eso: detesto que me toquen manos mercenarias. Pero nada de todo aquello podía llenarme el día, estaba incómodo y aburrido, quería volver al campo, pero no me atrevía a dejar la casa, donde a todas luces se necesitaba la presencia de un hombre razonable entre esas mujeres histéricas. Además, Clara estaba engordando demasiado. Tenía una barriga descomunal que apenas podía sostener en su frágil esqueleto. Le daba pudor que la viera desnuda, pero era mi mujer y yo no iba a permitir que me tuviera vergüenza. La ayudaba a bañarse, a vestirse, cuando Férula no se me adelantaba, y sentía una pena infinita por ella, tan pequeña y delgada, con esa monstruosa panza, acercándose peligrosamente al momento del parto. Muchas veces me desvelé pensando que se podía morir al dar a luz y me encerraba con el doctor Cuevas a discutir la mejor forma de ayudarla. Habíamos acordado que si las cosas no se presentaban bien, era mejor hacerle otra cesárea, pero yo no quería que la llevaran a una clínica y él se negaba a practicarle otra operación como la primera en el comedor de la casa. Decía que no había comodidades, pero en esos tiempos las clínicas eran un foco de infecciones y allí eran más los que morían que los que salvaban.
Un día, faltando poco para la fecha del parto, Clara descendió sin previo aviso de su refugio brahamánico y volvió a hablar. Quiso una taza de chocolate y me pidió que la llevara a pasear. El corazón medio un vuelco. Toda la casa se llenó de alegría, abrimos champán, hice poner flores frescas en todos los jarrones, le encargué camelias, sus flores preferidas y tapicé con ellas su cuarto, hasta que le empezó a dar asma y tuvimos que sacarlas rápidamente. Corrí a comprarle un broche de diamantes a la calle de los joyeros judíos. Clara me lo agradeció efusivamente, lo encontró muy bonito, pero nunca se lo vi puesto. Supongo que habrá ido a parar a algún lugar impensado donde lo puso y luego lo olvidó, como casi todas las alhajas que le compré a lo largo de nuestra vida en común. Llamé al doctor Cuevas, quien se presentó con el pretexto de tomar el té, pero en realidad venía a examinar a Clara. Se la llevó a su habitación y después nos dijo a Férula y a mí que si bien parecía curada de su crisis mental, había que prepararse para un alumbramiento difícil, porque el niño era muy grande. En ese momento entró Clara al salón y debe de haber oído la última frase.
— Todo saldrá bien, no se preocupen–dijo.
— Espero que esta vez sea hombre, para que lleve mi nombre–bromeé.
— No es uno, son dos–replicó Clara-. Los mellizos se llamarán Jaime y Nicolás respectivamente–agregó.
Eso fue demasiado para mí. Supongo que estallé por la presión acumulada en los últimos meses. Me puse furioso, alegué que ésos eran nombres de comerciantes extranjeros, que nadie se llamaba así en mi familia ni en la suya, que por lo menos uno debía llamarse Esteban como yo y como mi padre, pero Clara explicó que los nombres repetidos crean confusión en los cuadernos de anotar la vida y se mantuvo
inflexible en su decisión. Para asustarla rompí de un manotazo un jarrón de porcelana que, me parece, era el último vestigio de los tiempos esplendorosos de mi bisabuelo, pero ella no se conmovió y el doctor Cuevas sonrió detrás de su taza de té, lo cual me indignó más. Salí dando un portazo y me fui al Club.
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