Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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Una barba del corsé de Nívea se quebró y la punta se le clavó entre las costillas. Sintió que se ahogaba dentro del vestido de terciopelo azul, el cuello de encaje demasiado alto, las mangas muy estrechas, la cintura tan ajustada, que cuando se soltaba la faja pasaba media hora con retorcijones de barriga hasta que las tripas se le acomodaban en su posición normal. Lo habían discutido a menudo con sus amigas sufragistas y habían llegado a la conclusión que mientras las mujeres no se cortaran las faldas y el pelo y no se quitaran los refajos, daba igual que pudieran estudiar medicina o tuvieran derecho a voto, porque de ningún modo tendrían ánimo para hacerlo, pero ella misma no tenía valor para ser de las primeras en abandonar la moda. Notó que la voz de Galicia había dejado de martillarle el cerebro. Se encontraba en una de esas largas pausas del sermón que el cura, conocedor del efecto de un silencio incómodo, empleaba con frecuencia. Sus ojos ardientes aprovechaban esos momentos para recorrer a los feligreses uno por uno. Nívea soltó la mano de su hija Clara y buscó un pañuelo en su manga para secarse una gota que le resbalaba por el cuello. El silencio se hizo denso, el tiempo pareció detenido en la iglesia, pero nadie se atrevió a toser o a acomodar la postura, para no atraer la atención del padre Restrepo. Sus últimas frases todavía vibraban entre las columnas.
Y en ese momento, como recordara años más tarde Nívea, en medio de la ansiedad y el silencio, se escuchó con toda nitidez la voz de su pequeña Clara.
— ¡Pst! ¡Padre Restrepo! Si el cuento del infierno fuera pura mentira, nos chingamos todos…
El dedo índice del jesuita, que ya estaba en el aire para señalar nuevos suplicios, quedó suspendido como un pararrayos sobre su cabeza. La gente dejó de respirar y los que estaban cabeceando se reanimaron. Los esposos Del Valle fueron los primeros en reaccionar al sentir que los invadía el pánico y al ver que sus hijos comenzaban a agitarse nerviosos. Severo comprendió que debía actuar antes que estallara la risa colectiva o se desencadenara algún cataclismo celestial. Tomó a su mujer del brazo y a Clara por el cuello y salió arrastrándolas a grandes zancadas, seguido por sus otros hijos, que se precipitaron en tropel hacia la puerta. Alcanzaron a salir antes que el sacerdote pudiera invocar un rayo que los convirtiera en estatuas de sal, pero desde el umbral escucharon su terrible voz de arcángel ofendido.
— ¡Endemoniada! ¡Soberbia endemoniada!
Esas palabras del padre Restrepo permanecieron en la memoria de la familia con la gravedad de un diagnóstico y, en los años sucesivos, tuvieron ocasión de recordarlas a menudo. La única que no volvió a pensar en ellas fue la misma Clara, que se limitó a anotarlas en su diario y luego las olvidó. Sus padres, en cambio, no pudieron ignorarlas, a pesar de que estaban de acuerdo en que la posesión demoníaca y la soberbia eran dos pecados demasiado grandes para una niña tan pequeña. Temían a la maledicencia de la gente y al fanatismo del padre Restrepo. Hasta ese día, no habían puesto nombre a las excentricidades de su hija menor ni las habían relacionado con influencias satánicas. Las tomaban como una característica de la niña, como la cojera lo era de Luis o la belleza de Rosa. Los poderes mentales de Clara no molestaban a nadie y no producían mayor desorden; se manifestaban casi siempre en asuntos de poca importancia y en la estricta intimidad del hogar. Algunas veces, a la hora de la comida, cuando estaban todos reunidos en el gran comedor de la casa, sentados en estricto orden de dignidad y gobierno, el salero comenzaba a vibrar y de pronto se desplazaba por la mesa entre las copas y platos, sin que mediara ninguna fuente de energía conocida ni truco de ilusionista. Nívea daba un tirón a las trenzas de Clara y con ese sistema conseguía que su hija abandonara su distracción lunática y devolviera la normalidad al salero, que al punto recuperaba su inmovilidad. Los hermanos se
habían organizado para que, en el caso de que hubiera visitas, el que estaba más cerca detenía de un manotazo lo que se estaba moviendo sobre la mesa, antes que los extraños se dieran cuenta y sufrieran un sobresalto. La familia continuaba comiendo sin comentarios. También se habían habituado a los presagios de la hermana menor. Ella anunciaba los temblores con alguna anticipación, lo que resultaba muy conveniente en ese país de catástrofes, porque daba tiempo de poner a salvo la vajilla y dejar al alcance de la mano las pantuflas para salir arrancando en la noche. A los seis años Clara predijo que el caballo iba a voltear a Luis, pero éste se negó a escucharla y desde entonces tenía una cadera desviada. Con el tiempo se le acortó la pierna izquierda y tuvo que usar un zapato especial con una gran plataforma que él mismo se fabricaba. En esa ocasión Nívea se inquietó, pero la Nana le devolvió la tranquilidad diciendo que hay muchos niños que vuelan como las moscas, que adivinan los sueños y hablan con las ánimas, pero a todos se les pasa cuando pierden la inocencia.
— Ninguno llega a grande en ese estado–explicó-. Espere que a la niña le venga la demostración y va a ver que se le quita la maña de andar moviendo los muebles y anunciando desgracias.
Clara era la preferida de la Nana. La había ayudado a nacer y ella era la única que comprendía realmente la naturaleza estrafalaria de la niña. Cuando Clara salió del vientre de su madre, la Nana la acunó, la lavó y desde ese instante amó desesperadamente a esa criatura frágil, con los pulmones llenos de flema, siempre al borde de perder el aliento y ponerse morada, que había tenido que revivir muchas veces con el calor de sus grandes pechos cuando le faltaba el aire, pues ella sabía que ése era el único remedio para el asma, mucho más efectivo que los jarabes aguardentosos del doctor Cuevas.
Ese Jueves Santo, Severo se paseaba por la sala preocupado por el escándalo que su hija había desatado en la misa. Argumentaba que sólo un fanático como el padre Restrepo podía creer en endemoniados en pleno siglo veinte, el siglo de las luces, de la ciencia y la técnica, en el cual el demonio había quedado definitivamente desprestigiado. Nívea lo interrumpió para decir que no era ése el punto. Lo grave era que si las proezas de su hija trascendían las paredes de la casa y el cura empezaba a indagar, todo el mundo iba a enterarse.
— Va a empezar a llegar la gente para mirarla como si fuera un fenómeno–dijo Nívea.
— Y el Partido Liberal se irá al carajo–agregó Severo, que veía el daño que podía hacer a su carrera política tener una hechizada en la familia.
En eso estaban cuando llegó la Nana arrastrando sus alpargatas, con su frufrú de enaguas almidonadas, a anunciar que en el patio había unos hombres descargando a un muerto. Así era. Entraron en un carro con cuatro caballos, ocupando todo el primer patio, aplastando las camelias y ensuciando con bosta el reluciente empedrado, en un torbellino de polvo, un piafar de caballos y un maldecir de hombres supersticiosos que hacían gestos contra el mal de ojo. Traían el cadáver del tío Marcos con todo su equipaje. Dirigía aquel tumulto un hombrecillo melifluo, vestido de negro, con levita y un sombrero demasiado grande, que inició un discurso solemne para explicar las circunstancias del caso, pero fue brutalmente interrumpido por Nívea, que se lanzó sobre el polvoriento ataúd que contenía los restos de su hermano más querido. Nívea gritaba que abrieran la tapa, para verlo con sus propios ojos. Ya le había tocado enterrarlo en una ocasión anterior, y, por lo mismo, le cabía la duda de que tampoco esa vez fuera definitiva su muerte. Sus gritos atrajeron a la multitud de sirvientes de la casa y a todos los hijos, que acudieron corriendo al oír el nombre de su tío resonando con lamentos de duelo.
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