Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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Pancha García era joven y el patrón era fuerte. El resultado predecible de su alianza comenzó a notarse a los pocos meses. Las venas de las piernas de la muchacha aparecieron como lombrices en su piel morena, se hizo más lento su gesto y lejana su mirada, perdió interés en los retozos descarados de la cama de fierro forjado y rápidamente se le engrosó la cintura y se le cayeron los senos con el peso de una nueva vida que crecía en su interior. Esteban tardó bastante en darse cuenta, porque casi nunca la miraba y, pasado el entusiasmo del primer momento, tampoco la acariciaba. Se limitaba a utilizarla como una medida higiénica que aliviaba la tensión del día y le brindaba una noche sin sueños. Pero llegó un momento en que la gravidez de Pancha fue evidente incluso para él. Le tomó repulsión. Empezó a verla corno un enorme envase que contenía una sustancia informe y gelatinosa, que no podía reconocer como un hijo suyo. Pancha abandonó la casa del patrón y regresó al rancho de sus padres, donde no le hicieron preguntas. Siguió trabajando en la cocina patronal, amasando el pan y cosiendo a máquina, cada día más deformada por la maternidad. Dejó de servir la mesa a Esteban y evitó encontrarse con él, puesto que ya nada tenían que compartir. Una semana después que ella salió de su cama, él volvió a soñar con Rosa y despertó con las sábanas húmedas. Miró por la ventana y vio a una niña delgada que estaba colgando en un alambre la ropa recién lavada. No parecía tener más de trece o catorce años, pero estaba completamente desarrollada. En ese momento se volvió y lo miró: tenía la mirada de una mujer.

Pedro García vio al patrón salir silbando camino al establo y movió la cabeza inquieto.

En el transcurso de los diez años siguientes, Esteban Trueba se convirtió en el patrón más respetado de la región, construyó casas de ladrillo para sus trabajadores, consiguió un maestro para la escuela y subió el nivel de vida de todo el mundo en sus tierras. Las Tres Marías era un buen negocio que no requería ayuda del filón de oro, sino, por el contrario, sirvió de garantía para prorrogar la concesión de la mina. El mal carácter de Trueba se convirtió en una leyenda y se acentuó hasta llegar a incomodarlo a él mismo. No aceptaba que nadie le replicara y no toleraba ninguna contradicción, consideraba que el menor desacuerdo era una provocación. También se acrecentó su concupiscencia. No pasaba ninguna muchacha de la pubertad a la edad adulta sin que la hiciera probar el bosque, la orilla del río o la cama de fierro forjado. Cuando no quedaron mujeres disponibles en Las Tres Marías, se dedicó a perseguir a las de otras haciendas, violándolas en un abrir y cerrar de ojos, en cualquier ugar del campo, generalmente al atardecer. No se preocupaba de hacerlo a escondidas, porque no le temía a nadie. En algunas ocasiones llegaron hasta Las Tres Marías un hermano, un padre, un marido o un patrón a pedirle cuentas, pero ante su violencia descontrolada, estas visitas de justicia o de venganza fueron cada vez menos frecuentes. La fama de su brutalidad se extendió por toda la zona y causaba envidiosa admiración entre los machos de su clase. Los campesinos escondían a las muchachas y apretaban los puños inútilmente, pues no podían hacerle frente. Esteban Trueba era más fuerte y tenía impunidad. Dos veces aparecieron cadáveres de campesinos de otras haciendas acribillados a tiros de escopeta y a nadie le cupo duda que había que buscar al culpable en Las Tres Marías, pero los gendarmes rurales se limitaron a anotar el hecho en su libro de actas, con la trabajosa caligrafía de los semianalfabetos, agregando que habían sido sorprendidos robando. La cosa no pasó de allí. Trueba siguió labrando su prestigio de rajadiablos, sembrando la región de bastardos, cosechando el odio y almacenando culpas que no le hacían mella, porque se le había curtido el alma y acallado la conciencia con el pretexto del progreso. En vano Pedro Segundo García y el viejo cura del hospital de las monjas trataron de sugerirle que no eran las casitas de ladrillo ni los litros de leche los que hacían a un buen patrón, o a un buen cristiano, sino dar a la gente un sueldo decente en vez de papelitos rosados, un horario de trabajo que no es moliera los riñones y un poco de respeto y dignidad. Trueba no quería oír hablar de esas cosas que, según él, olían a comunismo.

— Son ideas degeneradas–mascullaba-. Ideas bolcheviques para soliviantarme a los inquilinos. No se dan cuenta que esta pobre gente no tiene cultura ni educación, no pueden asumir responsabilidades, son niños. ¿Cómo van a saber lo que les conviene? Sin mí estarían perdidos, la prueba es que cuando doy vuelta la cara, se va todo al diablo y empiezan a hacer burradas. Son muy ignorantes. Mi gente está muy bien, ¿qué más quieren? No les falta nada. Si se quejan, es de puro mal agradecidos. Tienen casas de ladrillo, me preocupo de sonar los mocos y quitar los parásitos a sus chiquillos, de llevarles vacunas y enseñarles a leer. ¿Hay otro fundo por aquí que tenga su propia escuela? ¡No! Siempre que puedo, les llevo al cura para que les diga unas misas, así es que no sé por qué viene el cura a hablarme de justicia. No tiene que meterse en lo que no sabe y no es de su incumbencia. ¡Quisiera verlo a cargo de esta propiedad! A ver si iba a andar con remilgos. Con estos pobres diablos hay que tener mano dura, es el único lenguaje que entienden. Si uno se ablanda, no lo respetan. No niego que muchas veces he sido muy severo, pero siempre he sido justo. He tenido que enseñarles de todo, hasta a comer, porque si fuera por ellos, se alimentaban de puro pan. Si me descuido les dan la leche y los huevos a los chanchos. ¡No saben limpiarse el traste y quieren derecho a voto! Si no saben donde están parados, ¿cómo van a saber de política? Son capaces de votar por los comunistas, como los mineros

del Norte, que con sus huelgas perjudican a todo el país, justamente cuando el precio del mineral está en su punto máximo. Mandar a la tropa es lo que haría yo en el Norte, para que les corra bala, a ver si aprenden de una vez por todas. Por desgracia el garrote es lo único que funciona en estos países. No estamos en Europa. Aquí lo que se necesita es un gobierno fuerte, un patrón fuerte. Sería muy lindo que fuéramos todos iguales, pero no lo somos. Eso salta a la vista. Aquí el único que sabe trabajar soy yo y los desafío a que me prueben lo contrario. Me levanto el primero y me acuesto el último en esta maldita tierra. Si fuera por mí, mandaba todo al carajo y me iba a vivir como un príncipe a la capital, pero tengo que estar aquí, porque si me ausento aunque sea por una semana, esto se viene al suelo y estos infelices empiezan a morirse de hambre. Acuérdense cómo era cuando yo llegué hace nueve o diez años: una desolación. Era una ruina de piedras y buitres. Una tierra de nadie. Estaban todos los potreros abandonados. A nadie se le había ocurrido canalizar el agua. Se contentaban con plantar cuatro lechugas mugrientas en sus patios y dejaron que todo lo demás se hundiera en la miseria. Fue necesario que yo llegara para que aquí hubiera orden, ley, trabajo. ¿Cómo no voy a estar orgulloso? He trabajado tan bien, que ya compré los dos fundos vecinos y esta propiedad es la más grande y la más rica de toda la zona, la envidia de todo el mundo, un ejemplo, un fundo modelo. Y ahora que la carretera pasa por el lado, se ha duplicado su valor, si quisiera venderlo podría irme a Europa a vivir de mis rentas, pero no me voy, me quedo aquí, machucándome. Lo hago por esta gente. Sin mí estarían perdidos. Si vamos al fondo de las cosas, no sirven ni para hacer los mandados, siempre lo he dicho: son como niños. No hay uno que pueda hacer lo que tiene que hacer sin que tenga que estar yo detrás azuzándolo. ¡Y después me vienen con el cuento de que somos todos iguales! Para morirse de la risa, carajo…

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