Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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ocasión tuvo el propósito de espiarla en la noche, pero la vencía el cansancio de sus múltiples ocupaciones de consuelo y, cuando tenia insomnio, le daba miedo aventurarse por los cuartos vacíos donde susurraban los fantasmas.

Pedro Tercero enflaqueció y perdió el buen humor y la dulzura que lo habían caracterizado hasta entonces. Se aburría, maldecía su prisión voluntaria v bramaba de impaciencia por saber noticias de sus amigos. Sólo la presencia de Blanca lo apaciguaba. Cuando ella entraba al cuarto, se abalanzaba a abrazarla como enajenado, para calmar los terrores del día y el tedio de las semanas. Empezó a obsesionarle la idea de que era traidor y cobarde, por no haber compartido la suerte de tantos otros y que lo más honroso sería entregarse y enfrentar su destino. Blanca procuraba disuadirlo con sus mejores argumentos, pero él parecía río escucharla. Trataba de retenerlo con la fuerza del amor recuperado, lo alimentaba en la boca; lo bañaba frotándolo con un paño húmedo y empolvándolo como a una criatura, le cortaba el pelo y las uñas, lo afeitaba. Al final, de todos modos tuvo que empezar a ponerle pastillas tranquilizantes en la comida y somníferos en el agua, para tumbarlo en un sueño profundo y tormentoso, del cual despertaba con la boca seca y el corazón más triste. A los pocos meses Blanca se dio cuenta de que no podría tenerlo prisionero indefinidamente y abandonó sus planes de reducir su espíritu, para convertirlo en su amante perpetuo. Comprendió que se estaba muriendo en vida porque para él la libertad era más importante que el amor, y que no habrían píldoras milagrosas capaces de hacerlo cambiar de actitud.

— ¡Ayúdeme, papá! — suplicó Blanca al senador Trueba-. Tengo que sacarlo del país.

El viejo se quedó paralizado por el desconcierto y comprendió cuán gastado estaba, al buscar su rabia y su odio y no encontrarlos por ninguna parte. Pensó en ese campesino que había compartido un amor de medio siglo con su hija y no pudo descubrir ninguna razón para detestarlo, ni siquiera su poncho, su barba de socialista, su tenacidad, o sus malditas gallinas perseguidoras de zorros.

— ¡Caramba! Tendremos que asilarlo, porque si lo encuentran en esta casa, nos joden a todos–fue lo único que se le ocurrió decir.

Blanca le echó los brazos al cuello y lo cubrió de besos, llorando como una niña. Era la primera caricia espontánea que hacía a su padre desde su más remota infancia.

— Yo puedo meterlo en una embajada–dijo Alba-. Pero tenemos que esperar el momento propicio y tendrá que saltar un muro.

— No será necesario, hijita–replicó el senador Trueba-. Todavía tengo amigos influyentes en este país.

Cuarenta y ocho horas después se abrió la puerta del cuarto de Pedro Tercero García, pero en vez de Blanca, apareció el senador Trueba en el umbral. El fugitivo pensó que había llegado finalmente su hora, y, en cierta forma, se alegró.

— Vengo a sacarlo de aquí–dijo Trueba.

— ¿Por qué? — preguntó Pedro Tercero.

— Porque Blanca me lo pidió–respondió el otro.

— Váyase al carajo–balbuceó Pedro Tercero.

— Bueno, para allá vamos. Usted viene conmigo.

Los dos sonrieron simultáneamente. En el patio de la casa estaba esperando la limusina plateada de un embajador nórdico. Metieron a Pedro Tercero en la maleta trasera del vehículo, encogido como un fardo, y lo cubrieron con bolsas del mercado llenas de verduras. En los asientos se acomodaron Blanca, Alba, el senador Trueba y

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delante de una barrera de carabineros, sin que nadie los detuviera. En el portón de la nunciatura había doble guardia, pero al reconocer al senador Trueba y ver la placa diplomática del automóvil, los dejaron pasar con un saludo. Detrás del portón, a salvo en la sede del Vaticano, sacaron a Pedro Tercero, rescatándolo debajo de una montaña de hojas de lechuga y de tomates reventados. Lo condujeron a la oficina del nuncio, que lo esperaba vestido con su sotana obispal y provisto de un flamante salvoconducto para enviarlo al extranjero junto a Blanca, quien había decidido vivir en el exilio el amor postergado desde su niñez. El nuncio les dio la bienvenida. Era un admirador de Pedro Tercero García y tenía todos sus discos.

Mientras el sacerdote y el embajador nórdico discutían sobre la situación internacional, la familia se despidió. Blanca y Alba lloraban con desconsuelo. Nunca habían estado separadas. Esteban Trueba abrazó largamente a su hija, sin lágrimas, pero con la boca apretada, tembloroso, esforzándose por contener los sollozos.

— No he sido un buen padre para usted, hija–dijo-. ¿Cree que podrá perdonarme y olvidar el pasado?

— ¡Lo quiero mucho, papá! — lloró Blanca echándole los brazos al cuello, estrechándolo con desesperación, cubriéndolo de besos.

Después el viejo se volvió hacia Pedro Tercero y lo miró a los ojos. Le tendió la mano, pero no supo estrechar la del otro, porque le faltaban algunos dedos. Entonces abrió los brazos y los dos hombres, en un apretado nudo, se despidieron, libres al fin de los odios y los rencores que por tantos años les habían ensuciado la existencia.

— Cuidaré de su hija y trataré de hacerla feliz, señor–dijo Pedro Tercero García con la voz quebrada.

— No lo dudo. Váyanse en paz, hijos–murmuró el anciano.

Sabía que no volvería a verlos.

El senador Trueba se quedó solo en la casa con su nieta y algunos empleados. Al menos así lo creía él. Pero Alba había decidido adoptar la idea de su madre y usaba la parte abandonada de la casa para esconder gente por una o dos noches, hasta encontrar otro lugar más seguro o la forma de sacarla del país. Ayudaba a los que vivían en las sombras, huyendo en el día, mezclados con el bullicio de la ciudad, pero que, al caer la noche, debían estar ocultos, cada vez en una parte diferente. Las horas más peligrosas eran durante el toque de queda, cuando los fugitivos no podían salir a la calle y la policía podía cazarlos a su antojo. Alba pensó que la casa de su abuelo era el último sitio que allanarían. Poco a poco transformó los, cuartos vacíos en un laberinto de rincones secretos donde escondía a sus protegidos, a veces familias completas. El senador Trueba sólo ocupaba la biblioteca, el baño y su dormitorio. Allí vivía rodeado de sus muebles de caoba, sus vitrinas victorianas y sus alfombras persas. Incluso para un hombre tan poco propenso a las corazonadas como él, aquella mansión sombría era inquietante: parecía contener un monstruo oculto. Trueba no comprendía la causa de su desazón, porque él sabía que los ruidos extraños que los sirvientes decían oír, provenían de Clara que vagaba por la casa en compañía de sus espíritus amigos. Había sorprendido a menudo a su mujer deslizándose por los salones con su blanca túnica y su risa de muchacha. Fingía no verla, se quedaba inmóvil y hasta dejaba de respirar, para no asustarla. Si cerraba los ojos haciéndose el dormido, podía sentir el roce tenue de sus dedos en la frente, su aliento fresco pasar como un soplo, el roce de su pelo al alcance de la mano. No tenía motivos para sospechar algo anormal, sin embargo procuraba no aventurarse en la región encantada que era el reino de su mujer y lo más lejos que llegaba era la zona neutral de la cocina. Su

antigua cocinera se había marchado, porque en una balacera mataron por error a su marido, y su único hijo, que estaba haciendo la conscripción en una aldea del Sur, fue colgado de un poste con sus tripas enrolladas en el cuello, corno venganza del pueblo por haber cumplido las órdenes de sus superiores. La pobre mujer perdió la razón y al poco tiempo Trueba perdió la paciencia, harto de encontrar en la comida los pelos que ella se arrancaba en su ininterrumpido lamento. Por un tiempo, Alba experimentó entre las ollas valiéndose de un libro de recetas, pero a pesar de su buena disposición, Trueba terminó por cenar casi todas las noches en el Club, para hacer por lo menos una comida decente al día. Eso dio a Alba mayor libertad para su tráfico de fugitivos y mayor seguridad para meter y sacar gente de la casa antes del toque de queda, sin que su abuelo sospechara.

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