Isabel Allende - El plan infinito
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— Está bien, vayan a sentarse–les ordenó. Dos minutos más tarde Judy empezó a apretarse la nariz y a mirar a su hermano con expresión poco amable. Gregory fijó la vista en el suelo y trató de imaginar que no estaba allí, que iba en el camión por los caminos, al aire libre, que su padre nunca se había enfermado y esa escuela maldita no existía, era sólo una pesadilla. Pronto el resto de los niños percibió el olor y se armó un jaleo.
— Vamos a ver… ¿quién fue? — preguntó la profesora con esa sonrisa falsa que parecía tener pegada en los dientes-. No hay nada de qué avergonzarse, es un accidente, le puede ocurrir a cualquiera… ¿quién fue? — ¡Yo no me cagué y mi hermano tampoco, lo juro! — gritó Judy desafiante. Un coro de burlas y carcajadas acogió su declaración.
La maestra se acercó a Gregory y le sopló al oído que saliera de la clase, pero él se agarró a dos manos del pupitre, con la cabeza metida entre los hombros y los párpados apretados, rojo de bochorno. La mujer trató de sacarlo de un brazo, primero sin violencia y luego a tirones, pero el niño estaba adherido a su silla con la fuerza de la desesperación.
— ¡Váyase a la chingada! — aulló Judy a la profesora en su reciente español-. ¡Esta escuela es una mierda! — agregó en inglés. La mujer se quedó pasmada de sorpresa y enmudeció la clase.
— ¡Chingada. Chingada. Chingada! Vámonos, Greg, — Y los dos hermanos salieron de la sala tomados de la mano, ella con la barbilla en alto y él con la suya pegada al pecho.
Judy se llevó a Gregory a una estación de gasolina, lo escondió entre unos tambores de aceite y se las arregló para lavarle los pantalones con una manguera sin que nadie los viera. Volvieron a la casa en silencio.
— ¿Cómo les fue? — preguntó Nora Reeves extrañada de verlos de vuelta tan temprano.
— La maestra dijo que no tenemos que volver. Nosotros somos mucho más inteligentes que los otros alumnos. Esos mocosos ni siquiera hablan como la gente, mamá. ¡No saben inglés! — ¿Qué cuento es ése? — interrumpió Olga- -¿y por qué Gregory tiene la ropa empapada?
De manera que al día siguiente debieron regresar a la escuela, arrastrados de un brazo por Olga, quien los acompañó hasta la sala, los obligó a pedir disculpas a la maestra por los insultos proferidos y de paso advirtió a los demás niños que tuvieran mucho cuidado con molestar a los Reeves. Antes de salir enfrentó a la compacta masa de chiquillos morenos haciendo el gesto de maldecir, ambos puños cerrados y el índice y el meñique apuntando como cuernos. Su aspecto extraño, su acento ruso y aquel gesto tuvieron el poder de aplacar a las fieras, al menos por un tiempo.
Una semana después Gregory cumplió siete años. No lo celebraron; en verdad nadie ce acordó, porque la atención de la familia estaba puesta en el padre. Olga, la única que iba a diario al hospital, trajo la noticia de que Charles Reeves se encontraba por fin fuera de peligro y había sido trasladado a una sala común donde podían visitarlo. Nora e Inmaculada Morales lavaron a los niños hasta sacarles lustre, les pusieron sus mejores ropas, peinaron con gomina a los varones y con cintas en los moños a las niñas. En procesión partieron al hospital con modestos ramos de margaritas del jardín de la casa y una fuente con tacos de pollo y frijoles refritos con queso, preparada por Inmaculada. La sala era tan grande como un hangar, con camas idénticas a ambos lados y un eterno pasillo al centro que recorrieron en puntillas hasta el lugar donde se encontraba el enfermo. El nombre de Charles Reeves escrito en un cartón a los pies de la cama les permitió identificarlo; de otro modo no lo hubieran reconocido. Estaba transformado en un extraño, se había envejecido mil años, tenía la piel color de cera, los ojos hundidos en las órbitas y olía a almendras. Los niños, apretados codo a codo, se quedaron con las flores en las manos, sin saber dónde ponerlas. Inmaculada Morales, rubori zada, cubrió la fuente de tacos con su chal, y Nora Reeves comenzó a temblar. Gregory presintió que algo irreparable había sucedido en su vida.
— Está mucho mejor, pronto podrá comer–dijo Olga acomodando la aguja del suero en la vena del enfermo.
Gregory retrocedió hasta el pasillo, bajó las escaleras a saltos y luego echó a correr hacia la calle. En la puerta del hospital se acurrucó, con la cabeza entre las rodillas, abrazado a sus piernas como un ovillo, repitiendo chingada, chingada, como una letanía. Al llegar los inmigrantes mexicanos caían en casas de amigos o parientes, donde se hacinaban a menudo varias familias. Las leyes de la hospitalidad eran inviolables, a nadie se negaba techo y comida en los primeros días, pero después cada uno debía valerse solo. Venían de todos los pueblos al sur de la frontera en busca de trabajo, sin más bienes que la ropa puesta, un atado a la espalda y las mejores intenciones de salir adelante en esa Tierra Prometida, donde les habían dicho que el dinero crecía en los árboles y cualquiera bien listo podía convertirse en empresario, con un Cadillac propio y una rubia colgada del brazo. No les habían contado, sin embargo, que por cada afortunado cincuenta quedaban por el camino y otros cincuenta regresaban vencidos, que no serían ellos los beneficiados, estaban destinados a abrir paso a los hijos y los nietos nacidos en ese suelo hostil. No sospechaban las penurias del destierro, cómo abusarían de ellos los patrones y los perseguirían las autoridades, cuánto esfuerzo costaría reunir a la familia, traer a los niños y a los viejos, el dolor de decir adiós a los amigos y dejar atrás a sus muertos. Tampoco les advirtieron que pronto perderían sus tradiciones y el corrosivo desgaste de la memoria los dejaría sin recuerdos, ni que serían los más humillados entre los humildes. Pero si lo hubieran sabido, tal vez de todos modos habrían emprendido el viaje al norte. Inmaculada y Pedro Morales se llamaban a sí mismos «alambristas mojados», combinación de «alambre» y de «lomo mojado», como se designaba a los inmigrantes ilegales, y contaban, muertos de la risa, cómo cruzaron la frontera muchas veces, algunas atravesando a nado el Río Grande y otras cortando los alambres del cerco. Habían ido de vacaciones a su tierra en más de una ocasión, entrando y saliendo con hijos de todas las edades y hasta con la abuela, a quien trajeron desde su aldea cuando enviudó y se le descompuso el cerebro. Al cabo de varios años, lograron legalizar, sus papeles y sus hijos era ciudadanos americanos. No faltaba un puesto en su mesa para los recién llegados y los niños crecieron oyendo historias de pobres diablos que cruzaban la frontera escondidos como fardos en el doble fondo de un camión, saltaban de trenes en marcha, o se arrastraban bajo tierra por viejas alcantarillas. siempre con el terror de ser sorprendidos por la policía, la temida «Migra», y enviados de vuelta a su país en grillos, después de ser fichados como criminales. Muchos morían baleados por los guardias, también de hambre y de sed. otros se asfixiaban en compartimentos secretos de los vehículos de los «coyotes», cuyo negocio consistía en transportar a los desesperados desde México hasta un pueblo al otro lado. En la época en que Pedro Morales hizo el primer viaje todavía existía entre los latinos el sentimiento de recuperar un territorio que siempre fue suyo. Para ellos violar la frontera no constituía un delito sino una aventura de justicia. Pedro Morales tenía entonces veinte años. acababa de terminar el servicio militar y como no deseaba seguir los pasos del padre y del abuelo, míseros campesinos de una hacienda de Zacatecas, prefirió emprender la marcha hacia el norte. Así llegó a Tijuana, donde esperaba conseguir un contrato como 'bracero» para trabajar en el campo, porque los agricultores americanos necesitaban mano de obra barata, pero se encontró sin dinero. no pudo esperar que se cumplieran las formalidades o sobornar a los funcionarios y policías, ni le gustó ese pueblo de paso, donde según él los hombres carecían de honor y las mujeres de respeto. Estaba cansado de ir de acá para allá buscando trabajo y no quiso pedir ayuda ni aceptar caridad. Por fin se decidió a cruzar el cerco para ganado que limitaba la frontera, cortando los alambres con un alicate, y echó a andar en línea recta en dirección al sol, siguiendo las indicaciones de un amigo con más experiencia. Así llegó al sur de California. Los primeros meses lo pasó mal, no le resultó fácil ganarse la vida como le habían dicho. Fue de granja en granja cosechando fruta, frijoles o algodón, durmiendo en los caminos. en las estaciones de trenes, en los cementerios de carros viejos, alimentándose de pan y cerveza, compartiendo penurias con miles de hombres en la misma situación. Los patrones pagaban menos de lo ofrecido y al primer reclamo acudían a la policía, siempre alerta tras los ilegales. Pedro no podía establecerse en ningún sitio por mucho tiempo, la «Migra andaba pisándole los talones, pero finalmente se quitó el sombrero y los huaraches, adoptó el bluyin y la cachucha y aprendió a chapucear unas cuantas frases en inglés. Apenas se ubicó en la nueva tierra regresó a su pueblo en busca de la novia de infancia. Inmaculada lo esperaba con el traje de boda almidonado.
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